Ojos en los genitales, narices en las extremidades y la piel cubierta de lenguas: grandes curiosidades del mundo animal

En “La inmensidad del mundo”, el periodista científico Ed Yong propone un viaje a los distintos sentidos de los animales y su percepción del mundo, imposible de imaginar para un humano.

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Ed Yong: “La Tierra está repleta de imágenes y texturas, sonidos y vibraciones, olores y sabores, campos eléctricos y magnéticos. Pero cada individuo está encerrado dentro de su burbuja sensorial y solo percibe una pequeña porción de la inmensidad de nuestro planeta".
Ed Yong: “La Tierra está repleta de imágenes y texturas, sonidos y vibraciones, olores y sabores, campos eléctricos y magnéticos. Pero cada individuo está encerrado dentro de su burbuja sensorial y solo percibe una pequeña porción de la inmensidad de nuestro planeta".

Hay libros que logran darnos una nueva perspectiva, otros ojos para ver el mundo de una manera distinta; libros que hacen que uno quiera escapar del caos de las ciudades e internarse en un bosque a oler flores y poner los pies en contacto con la tierra.

La inmensidad del mundo, del reconocido periodista científico malasio-británico Ed Yong, es uno de esos libros que, además de lo antes mencionado, generan en el lector una curiosidad inagotable por entender cómo otros ven el mundo. Pero no hablamos de seres humanos, no. En las antípodas del antropocentrismo, la mirada del autor se centra en cómo perciben su entorno los animales, desde los microscópicos insectos ciegos y sordos hasta las enormes ballenas con sus sonares ultrasónicos.

“La Tierra está repleta de imágenes y texturas, sonidos y vibraciones, olores y sabores, campos eléctricos y magnéticos. Pero cada individuo está encerrado dentro de su burbuja sensorial, propia y única, y solo percibe una pequeña porción de la inmensidad de nuestro planeta. Este libro nos abre las puertas a dimensiones hasta ahora insondables: el mundo tal como lo perciben otros animales”, explica el autor.

Y agrega en la introducción, cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota: “Existen animales con ojos en los genitales, oídos en las rodillas, narices en las extremidades y la piel cubierta de lenguas. Las estrellas de mar ven con la punta de los brazos, y los erizos de mar, con todo el cuerpo. El topo de nariz estrellada tantea el terreno con la nariz y el manatí hace lo mismo con los labios”.

En La inmensidad del mundo, editado por el sello Tendencias de la editorial Urano, Ed Yong nos lleva más allá de los confines de nuestra “burbuja sensorial” y nos ofrece la posibilidad de percibir los olores, las ondas electromagnéticas y los pulsos de presión que nos rodean, “porque para entender nuestro mundo no necesitamos viajar a otros lugares, sino ver a través de otros ojos”.

Así empieza “La inmensidad del mundo”

"La inmensidad del mundo", de Ed Yong, editado por Tendencias.
"La inmensidad del mundo", de Ed Yong, editado por Tendencias.

Imaginemos un elefante en una habitación. No hablamos del asunto de gran peso del dicho inglés, sino de un auténtico mamífero de gran peso. Imaginemos que la habitación es lo suficientemente amplia como para que quepa el elefante; digamos que es el gimnasio de un colegio.

Ahora imaginemos que en ese espacio también se ha colado un ratón. Y con él, entra un petirrojo dando saltitos. Hay un búho posado en una viga. Del techo cuelga, boca abajo, un murciélago. Por el suelo se desliza una serpiente de cascabel. Una araña ha tejido su tela en un rincón. Un mosquito atraviesa el aire zumbando. Un abejorro se posa sobre el girasol que hay en una maceta. Y, por último, en el medio de este espacio hipotético y cada vez más abarrotado, añadimos una humana. La llamaremos Rebecca. No tiene problemas de visión, es curiosa y, por suerte, le encantan los animales. No nos preocupemos ahora por cómo se ha metido en esta situación. Tampoco por qué hacen todos estos animales en un gimnasio. Pensemos solo en cómo se perciben mutuamente Rebecca y el resto de los integrantes de esta casa de fieras.

El elefante levanta la trompa como un periscopio, la serpiente de cascabel saca la lengua y el mosquito corta el aire con sus antenas. Los tres están olisqueando el espacio que los rodea, absorbiendo los aromas que flotan en él. El elefante no huele nada de interés. La serpiente detecta el rastro del ratón y ensortija su cuerpo para emboscarlo. El mosquito huele el seductor dióxido de carbono del aliento de Rebecca y el aroma de su piel. Aterriza en su brazo, dispuesto a darse un festín, pero antes de que le dé tiempo a picar, la mujer lo espanta… y el manotazo perturba al ratón, que chilla alarmado en un tono que el murciélago oye, pero es demasiado alto para que lo perciba el elefante.

Mientras, el paquidermo lanza un ruido sordo como de trueno, demasiado grave para los oídos del ratón o del murciélago, pero que la serpiente de cascabel percibe gracias a su vientre sensible a las vibraciones. Rebecca, que no se ha enterado ni del chillido ultrasónico del ratón ni del infrasónico bramido del elefante, escucha al petirrojo, que canta en frecuencias más adecuadas para sus oídos. Sin embargo, estos son demasiado lentos para percibir toda la complejidad que el pájaro esconde en su melodía.

A Rebecca, el pecho del ave le parece rojo, pero no así al elefante, cuyos ojos se limitan a los tonos azules y amarillos. El abejorro tampoco puede ver el rojo, pero sí es sensible a los tonos ultravioletas que se encuentran en el lado opuesto de arcoíris. El girasol sobre el que está posado tiene en su centro una diana ultravioleta que atrae la atención tanto del ave como de la abeja. Para la mujer, que cree que la flor es simplemente amarilla, la diana es invisible. Su vista es la más aguda del gimnasio: a diferencia del elefante o de la abeja, es capaz de ver la arañita que descansa en su tela…, pero apenas ve nada cuando se apagan las luces.

Inmersa en la oscuridad, Rebecca avanza despacio, tanteando con los brazos estirados con la esperanza de palpar los obstáculos que haya en su camino. El ratón hace tres cuartos de lo mismo, pero con los bigotes que tiene en el morro y que menea hacia delante y atrás varias veces por segundo para crear un mapa de su entorno. Cuando pasa correteando entre los pies de la mujer, sus pasos son demasiado tenues para que ella los oiga, pero resultan claramente audibles para el búho que está posado sobre sus cabezas. El disco de plumas rígidas de la cabeza del ave canaliza el sonido hacia sus sensibles oídos, uno de los cuales está un poco más alto que el otro. Gracias a esta asimetría, el búho es capaz de localizar con precisión el origen del correteo del ratón tanto en el plano vertical como en el horizontal.

La rapaz se lanza hacia el ratón justo cuando el pobre roedor se pone a tiro de la serpiente de cascabel, que lo aguarda. Por medio de las dos fosas que tiene en el morro, la serpiente es capaz de percibir la radiación infrarroja que emana de los objetos calientes. A todos los efectos, «ve en calor», y el cuerpo del ratón brilla como un faro. La serpiente ataca… y choca con el búho.

Ed Yong: "Los animales no son meros sustitutos de los seres humanos ni combustible para tormentas de ideas: tienen su propio valor. Aquí exploraremos sus sentidos para entender mejor sus propias vidas". (Urszula Soltys)
Ed Yong: "Los animales no son meros sustitutos de los seres humanos ni combustible para tormentas de ideas: tienen su propio valor. Aquí exploraremos sus sentidos para entender mejor sus propias vidas". (Urszula Soltys)

Todo esto le pasa desapercibido a la araña, que apenas oye ni ve a todos los participantes de la escena. Su mundo se define casi por completo por las vibraciones que le llegan a través de su tela: una trampa artesanal que actúa como extensión de sus sentidos. Cuando el mosquito se choca con las sedosas hebras, la araña detecta las vibraciones delatoras de la presa que se debate y lanza su ataque mortal.

Pero lo que no sabe es que en ese preciso momento unas ondas sonoras de alta frecuencia rebotan contra su cuerpo para regresar a la criatura que las emite: el murciélago. Ese sonar es tan exacto que no solo es capaz de encontrar a la araña en la oscuridad, sino que la ubica con la precisión suficiente como para que el quiróptero la arranque de su tela.

Mientras el murciélago se alimenta, el petirrojo nota una atracción familiar que la mayoría de los demás animales no percibe: los días empiezan a refrescar y ha llegado la hora de migrar al sur, donde el tiempo es más cálido. Incluso dentro de un gimnasio cerrado, el ave detecta el campo magnético de la tierra y, guiado por su brújula interna, se dirige hacia el sur y escapa por una ventana. Deja atrás un elefante, un murciélago, un abejorro, una serpiente de cascabel, un búho un poco despeinado, un ratón con muchísima suerte y una Rebecca. Estas siete criaturas comparten el mismo espacio, pero cada cual lo experimenta de una forma fascinante y tremendamente distinta. Esto mismo se puede aplicar a los millones de especies animales y los incontables individuos de esas especies.

El planeta Tierra bulle de imágenes y texturas, de sonidos y vibraciones, de olores y sabores, de campos eléctricos y magnéticos. Pero cada animal solo es capaz de percibir una pequeña fracción del total de la realidad. Cada uno de ellos está encerrado en su particular burbuja sensorial y no recibe más que una mínima porción de un mundo inmenso.

Existe una palabra maravillosa que nombra esta burbuja sensorial: Umwelt. Fue Jakob von Uexküll, el zoólogo bálticogermano, quien la definió y la popularizó en 1909. Umwelt procede del término alemán que se emplea para entorno, pero Uexküll no lo empleó para referirse a lo que rodea al animal: Umwelt es, específicamente, la parte de ese entorno que cada animal es capaz de percibir y experimentar. Es el mundo que percibe.

Al igual que los ocupantes de nuestra habitación imaginaria, una multitud de criaturas podrían ocupar el mismo espacio físico y tener Umwelten diferentes por completo. Una garrapata a la caza de sangre de mamífero busca calor corporal, el tacto del pelaje, el olor a ácido butírico que emana de la piel. Estas tres cosas constituyen su Umwelt. Los verdes árboles, las rosas rojas, los cielos azules y las blancas nubes no son parte de su mundo maravilloso. No es que la garrapata los ignore a propósito, es que ni siquiera es capaz de percibirlos y no sabe que existen.

Uexküll comparaba el cuerpo de un animal con una casa. «Cada casa tiene un número de ventanas —escribió— que dan a un jardín: una ventana para la luz, una para el sonido, una ventana olfativa, una para el gusto y un gran número de ventanas táctiles. La perspectiva del jardín visto desde la casa cambia en función de cómo se haya construido cada una de esas ventanas, pero de ninguna manera parece una parte de un mundo más grande. No: es el único mundo que pertenece a la casa, es su Umwelt. El jardín que aparece ante nuestros ojos es fundamentalmente distinto del que se presenta a los habitantes de la casa».

En aquella época, esta era una idea radical… y todavía lo es en determinados círculos. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Uexküll no veía los animales como meras máquinas, sino como entidades conscientes cuyos mundos interiores no solo existían, sino que eran dignos de ser explorados. Uexküll no encumbraba los mundos interiores de los seres humanos por encima de los de las demás especies. Al contrario: trataba el concepto de Umwelt como una fuerza que unificaba y unía.

¿Cómo puede un humano entender la forma de percibir el mundo de un murciélago con su sonar ultrasónico y su asombrosa ecolocalización? (Getty)
¿Cómo puede un humano entender la forma de percibir el mundo de un murciélago con su sonar ultrasónico y su asombrosa ecolocalización? (Getty)

Aunque la casa humana sea más grande que la de la garrapata y tenga más ventanas con vistas a un jardín más amplio, seguimos atrapados dentro mirando hacia fuera. Nuestro Umwelt también es limitado, solo que a nosotros no nos lo parece. Desde nuestra perspectiva lo abarca todo. No conocemos otra cosa y por eso nos resulta tan fácil caer en el error de pensar que no hay nada más que conocer. Pero se trata de una ilusión que, además, compartimos todos los animales.

Incluso cuando los animales comparten los mismos sentidos que nosotros, sus Umwelten pueden ser muy distintos. Hay animales capaces de oír sonidos en lo que a nosotros nos parece un silencio total, de ver colores donde para los seres humanos solo hay oscuridad, y sentir vibraciones en lo que percibimos como quietud absoluta.

Existen animales con ojos en los genitales, oídos en las rodillas, narices en las extremidades y la piel cubierta de lenguas. Las estrellas de mar ven con la punta de los brazos, y los erizos de mar, con todo el cuerpo. El topo de nariz estrellada tantea el terreno con la nariz y el manatí hace lo mismo con los labios.

Nosotros tampoco somos unos zoquetes sensoriales. Nuestro oído no está mal, desde luego es mucho mejor que el de los millones de insectos que son totalmente sordos. La agudeza de nuestros ojos, capaces de discernir dibujos en los cuerpos de otros animales que ellos mismos no ven, es infrecuente. Cada especie tiene sus propias restricciones y libertades, y por ese motivo este no es un libro de listas, de esos que ofrecen una clasificación infantil de los animales en función de la agudeza de sus sentidos y los valoran solo cuando sus capacidades superan las nuestras. Este libro no se centra en la superioridad, sino en la diversidad.

Este libro también trata a los animales como animales. A veces la ciencia estudia los sentidos de otros animales con la intención de entendernos mejor a los humanos, utilizando criaturas excepcionales como los peces eléctricos, los murciélagos y los búhos como «organismos modelo» para explorar el funcionamiento de nuestros propios sistemas sensoriales.

En otras ocasiones se hace ingeniería inversa a partir de los sentidos animales para crear nuevas tecnologías: las langostas han inspirado los telescopios espaciales, los oídos de una mosca parásita han influido en los audífonos y los sonares militares se han perfeccionado mediante el trabajo con los delfines. Todas estas motivaciones son legítimas, pero a mí no me interesan.

Los animales no son meros sustitutos de los seres humanos ni combustible para tormentas de ideas: tienen su propio valor. Aquí exploraremos sus sentidos para entender mejor sus propias vidas. «Se mueven completos y acabados, dotados de ampliaciones de los sentidos que nosotros hemos perdido o que jamás tuvimos. Viven siguiendo voces que jamás escucharemos», escribió el naturalista estadounidense Henry Beston. «No son nuestros iguales ni nuestros inferiores: son otras naciones atrapadas con nosotros en la red de la vida y el tiempo, compañeros de la prisión ardua y esplendorosa de la Tierra».

Quién es Ed Yong

♦ Nació en Malasia en 1981 pero emigró al Reino Unido en 1994, donde ahora es ciudadano.

♦ Es escritor y periodista científico.

♦ Es miembro permanente del personal de The Atlantic, al que se incorporó en 2015. Su trabajo también ha sido publicado por Nature, Scientific American, BBC, The Guardian, The New York Times y The New Yorker, entre otros.

♦ Creó y escribió el blog ahora desaparecido Not Exactly Rocket Science, que se publicó como parte de la red de blogs National Geographic Phenomena.

♦ Escribió libros como La inmensidad del mundo y Yo contengo multitudes.

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