Su nueva novela se llama El último día de la vida anterior y es una novela de fantasmas. El personaje es una mujer de 36 años que trabaja en una inmobiliaria: muestra departamentos para la venta. Un día entra a una casa y se encuentra con un chico de 7 años que está sentado. El chico no pestañea. Ella le dice que tiene que irse porque va a venir gente, pero el chico sigue ahí y se convierte para ella en una obsesión.
Andrés Barba nació en Madrid en 1975 y actualmente vive en la Argentina. Es un autor con una obra vasta, ecléctica y celebrada, que encontró consagración definitiva a partir del premio Herralde que recibió por su novela República Luminosa, una historia inquietante sobre la infancia y la violencia, en 2017.
Autor que apuesta a diversos géneros, entre sus libros se encuentran La hermana de Katia, Ha dejado de llover, Ahora tocad música de baile, Versiones de Teresa, Muerte de un caballo, Caminar en un mundo de espejos, La ceremonia del porno (ensayo coescrito con Javier Montes y Premio Anagrama de ensayo), El libro de las caídas, La risa caníbal y Vida de Guastavino y Guastavino.
En la nueva novela de Barba, publicada por Anagrama, la obsesión de la protagonista, su necesidad de descifrar el mensaje del chico fantasma, es el punto de partida para una suerte de viaje al interior de ella misma y a su pasado como niña. Sobre el final del libro, el autor de la historia apunta algo de información sobre la construcción de la novela y señala que la obra es producto de una crisis: una hermosa declaración para iniciar esta conversación, que tuvo lugar días atrás en la sala Alfonsina Storni de la Feria del Libro.
— Decís que se trata de una novela que fue escrita en un momento particular, en un momento especial.
— Bueno, como todas las novelas del género, es una novela fácil de spoilear. Como Sexto sentido, aquella película que acababa con un cartel que decía “por favor no cuente el final de esta película a sus amigos”. Era otro mundo, eran otros tiempos ¿no? Pero era una alerta. Las novelas de género tienen esto, son fácilmente spoileables. Efectivamente esta novela es fruto de una crisis. Charles Dickens fue un gran escritor de novelas fantasmales y de espectros pero era un escritor que no creía en el más allá, era completamente ateo y no tenía absolutamente ninguna creencia en fantasmas. Consideraba que las novelas de fantasmas eran en realidad grandes metáforas y son poderosas precisamente porque ahí están, digamos, los miedos más radicales de los lectores. Son novelas muy esquemáticas, con estructuras narratológicas simples. Con personajes que son casi funcionales muchas veces. Pero que, en realidad, esa estructura simple responde a la intención de que el lector, si se entrega, utilice realmente todo el material de su propia inquietud, desasosiego, miedo, ansiedad, angustia, para potenciar el efecto de la novela. Cuando uno se asusta de una novela de fantasmas en realidad está utilizando su propio miedo para asustarse. Son como conceptos huecos, como categorías vacías, en un punto.
— Y el lector repone con lo propio.
— Exacto. Y, como autor, uno tiene que funcionar como el luchador de judo, es decir, utilizar la energía con la que te están pegando para sacar al adversario completamente fuera. El último día de la vida anterior es una novela que es fruto de una crisis relacionada con una crisis geográfica vinculada con la pandemia, que provocó un traslado nuestro primero de Estados Unidos a España y luego de España a Argentina, en un mundo que ya era espectral. Todos vivimos un drama colectivo que era muy espectral porque nos convertimos en espectros. Nuestra propia vida real quedó como cancelada y suspendida en su verosimilitud y quedamos entrampados en una casa. Nos convertimos en el fantasma de nuestra propia casa. Hacíamos una vida en bucle, donde de repente la noción del tiempo y de lo real se trastocó completamente. El futuro despareció como expectativa. Estábamos en un mundo absolutamente suspendido. Y esta novela, si bien no es una novela de pandemia -porque hablamos bastante de lo mucho que nos deprime leer libros sobre la pandemia, estamos en la época de negación absoluta-, pero sí esa experiencia ha quedado sublimada en las cosas que hacemos. Hay muchas cosas que hacemos que tienen que ver con el trauma colectivo que tenemos.
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— Como una marca de guerra. Las novelas que vinieron de la posguerra no necesariamente hablaban de la guerra pero estaba; aparte estaba la belleza.
— Exacto. Incluso nuestras fórmulas de la alegría, o las formulaciones de la alegría post traumática, tienen que ver con el trauma, siempre. Esta novela comienza, con una mujer que entra en una casa que pretende vender y se ve a sí misma en un bucle haciendo una cosa, que es limpiar una encimera (N. de la R.: mesada). Está preparando la casa para que vengan los clientes y esa escena se repite una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Y, al repetirse, como todas las escenas que se repiten en bucle, se va cargando de intensidad. Y su contenido va cambiando y se va transmutando. Una estela que se repite, puede pasar a ser normal, a ser cómica, inmediatamente después a ser siniestra, inmediatamente después a ser cómica y siniestra al mismo tiempo.
— Hay escenas que se repiten, como esta especie de hechizo del tiempo en donde todo vuelve, pero vuelven también frases. Dicen lo mismo pero las palabras también se van cargando de otro sentido en la medida en que se repiten.
— Exacto. Y como el trauma es fijo y sabemos las frases que nos han dicho, uno puede utilizar esas frases para reformular las preguntas a las que esas frases contestan. Una frase que ha sido dicha con una intención sarcástica puede convertirse en amorosa si uno hace la pregunta apropiada para responder a esa frase. Entonces, nuestra forma de relacionarnos con el trauma es una estructura impenetrable, digámosle así. Uno no puede atravesar el trauma sino solo orbitar alrededor de él. Pero tiene una densidad y una gravedad tan brutal que quedamos absolutamente atados a una situación que ya ha ocurrido, que es inalterable, pero que revisitamos una y otra vez. Y revisitarla en cierto modo también modifica nuestra perspectiva del trauma; incluso podemos llegar a crear una ficción del trauma, ¿no? Inventar una cosa, un trauma totalmente nuevo. ¿Cómo se sale de un trauma? Impactando contra otro objeto igualmente poderoso. La única forma de salir del trauma es con la ayuda de otro agente, o impactando contra otra cosa que nos lleve a orbitar a otro lugar.
— En este caso, lo que aparece en tu novela es esta idea de que una persona ayuda a otra persona.
— La literatura de género espectral tiene mucho que ver con la vida real en ese punto. Ver un fantasma es como que alguien te diga que está enamorado de ti. O sea, no hay forma de hacer como que eso no ha ocurrido y cuando alguien te lo dice, ya estás vinculado a la otra persona. Tanto si es para negarlo como si es para hacerte cargo o como si es para huir de esa persona para siempre. En la literatura de espectros ocurre igual: cuando el fantasma aparece, estás perdido. Estás vinculado y estás comprometido con el fantasma. El fantasma tiene un encargo.
— Viene a anunciarte algo.
— O viene a pedir algo. Y en esa petición establece una relación en la que dos personas tienen que ayudarse. Uno no es casualmente elegido por el fantasma, uno es elegido por el fantasma como si fuera un destino. Es como si uno hubiese sido elegido desde antes de la creación del mundo para esa función.
— ¿Antes de empezar dijiste: voy a escribir una novela de fantasmas?
— No.
— Vos ya escribiste sobre niños y sobre la infancia. ¿Dijiste: voy a escribir una vez más sobre niños y sobre la infancia?
— No. Dije: que no haya niños en este libro.
— ¿En serio?
— Y luego dije: ¿y si pongo un niño? No fue así exactamente, pero casi.
— Sos un escritor con mucha obra, pero también hubo experiencias personales que en estos últimos años te cambiaron de manera radical como, por ejemplo, tener hijos. Tener niños en casa. Así que me imagino que eso también habrá cambiado el modo de enfrentarse con los chicos y con los personajes que son niños en tus ficciones, ¿no?
— Es curioso, sí, ha cambiado y no. Porque mi manera de relacionarme con la infancia es en realidad la de relacionarme con mi propia infancia. Y eso no se ha modificado mucho. O sea, se ha modificado en la experiencia real de lo que es un niño de verdad y cómo funciona, y qué desea, qué le da miedo y cómo te tienes que relacionar con él, cómo le puedes ayudar.
— Y cuán malo puede ser.
— Sí. Pero cuando pienso en la violencia en la infancia pienso en cómo viví yo la violencia, cómo la experimenté yo siendo niño. Porque siempre es un misterio cómo experimentan la violencia los demás. Igual que siempre es un misterio cómo experimenta el amor la persona que tienes delante. No lo sabes del todo. Puedes especular proyectando tu propio sentimiento sobre la otra persona, pero es difícil saberlo.
— Entonces siempre recurrís a lo que tiene que ver con tu propia experiencia.
— En realidad, a ver, yo creo que más que un niño esta novela habla sobre la transición. La transición de un lugar a otro lugar, de una edad a otra edad, yo creo que esa es una cosa muy propia del género de fantasmas; ese pacto, ese vínculo que se establece entre el fantasma, el espectro, y el que no lo es, es un vínculo que se establece también entre dos mundos o entre dos espacios temporales diferentes. Yo creo que tendemos a pensar que nuestra vida es una especie de progresión permanente, que vamos tomando decisiones y que acabamos siendo un X que es 1+1+1 cuando en realidad somos lo que somos por largos períodos de tiempo y cambiamos lo que somos en esos breves intervalos de transición entre un estado y otro estado. Y en esas transiciones, por ejemplo, entre querer a una persona, dejar de quererla y empezar a querer a otra, en ese intervalo de no querer a nadie, o estar buscando a alguien a quien querer, o no querer, o lo que sea, que es un estado anti gravitatorio, uno no está fijo, está sin gravedad, flotando, y es donde se toman decisiones que luego acabarán afectando y determinando la década siguiente completa. Entonces, cuando más indefensos o inseguros estamos o menos sabemos quiénes somos y lo que deseamos, tomamos decisiones con las que luego tenemos que lidiar, que luego mantenemos obcecadamente durante un largo período de tiempo hasta que volvemos a estar en un período de transición.
Pues es divertido, me resulta muy interesante cuándo se producen esas transiciones. Qué hace que una persona deje de ser un niño y se convierta en un adulto. ¿Es algo que ocurre en un día? ¿Hay un evento que lo produce? Porque una cosa que se ve cuando tienes niños cerca es que las transiciones son rápidas. De repente ayer el niño no tenía pensamiento abstracto y hoy sí.
— Estamos hablando de la transición y pensaba en una frase que aparece en la novela y es la de que “Un niño la ha sacado de la vida. Un niño la ha devuelto a ella”. Esa frase también tiene que ver con la transición.
— Sí. Porque tanto salir de un lugar como ingresar en otro son siempre cosas que hacemos de la mano de alguien, orgullosamente. O sea, uno casi nunca hace solo las transiciones. Siempre hay como un agente interventor. Alguien que te dice algo que es revelador. Alguien que ejecuta una acción o lleva a hacer una acción que es reveladora, ¿no? Nunca solos. En el caso de esta protagonista, un niño es el que hace que pueda ingresar al mundo. Hay dos personajes paralelos en este libro, uno es una aparición, una aparición física pero es una aparición al fin y al cabo, de un niño en esa casa ¿no?
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— O sea, el aparecido es el chico.
— Está en la primera página de la novela así que…
— Tampoco spoileamos.
— Nada. Una agente inmobiliaria va a vender una casa y el primer día que entra hay un niño que obviamente no es de este mundo, entre comillas, porque no pestañea. Y esa relación que tienen es básicamente la estructura del libro. Ella tiene un impedimento natural y es que no consigue relacionarse con el mundo. No consigue sentir, establecer una relación real con las personas. Y yo creo que es algo muy contemporáneo, también, esa sensación de irrealidad de no poder tocar a la gente. De no verse realmente afectado por las cosas, de tener que teatralizar nuestras emociones porque, en el fondo, estamos inseguros de estar teniéndola realmente.
— Como una sobreactuación, en un punto.
— Sí, una sobreactuación que nos convierte en fantasmas, también. O sea, las propias redes sociales son una estructura fantasmática donde creamos una figura de nosotros mismos que es una extensión sublimada y falsa.
— Y más feliz.
— Y obviamente más feliz. Pero de la que todo el mundo es consciente de su falsedad. O sea, yo miro el Instagram de Margarita y sé que todo eso es mentira. Margarita mira el mío y sabe que todo eso es falso.
— Pero a veces sufrís por la felicidad de Margarita.
— Interactuamos como si ambos fueran ciertos. Pero es un espectro generado por nosotros mismos que está en funcionamiento, que puede apoderarse de nosotros, que puede volverse contra nosotros y tomar posesión de nosotros, digamos, y entonces ya no sabemos quiénes somos. A mí una historia que me fascinó, es la de una campesina en Asturias a la que conocí. Ella era coja, cojeaba. Era una señora mayor, una anciana, o sea, una señora de casi 90 años que cojeaba de una manera ostensible. Y bueno, entonces me comentó que ella no era coja en realidad. ¿no? Pero señora, sí es coja. Y me contó lo que había ocurrido. Se notaba que había sido una hermosa mujer. Contaba que había tenido una hermana no tan hermosa como ella y que ella sentía como una especie de sensación de lástima por su hermana y empezó desde muy niña a cojear para que su hermana no le tuviera envidia. Empezó a cojear de niña sin tener necesidad de cojear, ¿no? Y durante muchos años cojeó hasta que su hermana falleció con 40 años y ella era una mujer de 40 años que había estado cojeando toda su vida y no podía dejar de hacerlo, de modo que luego no pudo dejar de cojear. Digamos que su personaje ficticio se había apoderado de ella.
— Lo siguió haciendo en homenaje a su hermana…
— Y era más real que la real. De hecho fue al médico porque no podía conseguir dejar de cojear y el médico le dijo: Pues, señora, usted no es coja, usted podría caminar normalmente si quisiera. Y no podía. Y siguió siendo coja. Y lo más alucinante es que sabía que no era coja, en realidad, pero no podía evitar cojear.
— Impresionante.
— Es fantástica.
— Me quedé pensando en lo que decías en relación a lo que reponemos en la literatura de fantasmas. Y pensaba que, por ejemplo, no hay nombres de los personajes y pensaba que aparece la figura de “el padre” o la de “el hombre con el que vive”. Eso también da como una sensación de anonimato que de pronto ayuda a esta idea de que somos nosotros quienes respondemos con nuestros propios miedos y con nuestros propios terrores.
— Bueno, sí, es eso sin dudas, pero también es como que en la estructura del género de fantasmas, de la literatura de género, diría yo en general, los personajes no son estrictamente un personaje complejo, subjetivo, sino una función. Y en ese sentido se parece más a la tragedia griega que a otra cosa. Edipo no es un señor complejo, con emociones: es aquel que ha sido destinado a asesinar a su padre y a cohabitar con su madre. Listo. Él es esa función. Y, de hecho, Edipo no puede evitar ser Edipo. No importa lo que haga en contra.
— Es ese destino.
— Es su destino. Y esa inestabilidad hace que los personajes queden un poco desdibujados, sean un poco anónimos, ¿no? El viaje interno es lo que haría la novela realista. Por ejemplo, pensemos en el Quijote. El Quijote es una novela originalmente cómica. Es una parodia de un libro de caballerías. Ha desaparecido el motivo de la parodia del Quijote y entonces una cosa que era una parodia y que respondía a un modelo ahora se ha convertido en una novela canónica. Si todavía hubiera novelas de caballerías no sería la novela canónica el Quijote porque percibiríamos directamente lo paródica que es. Tenemos una lectura sublime del Quijote porque hemos perdido la conciencia de lo cómico que es el Quijote. Sancho Panza era un personaje prototípico. Un lector de la época de Cervantes sabía que era un personaje de comedia natural. Cuando aparecía un personaje así en una narración todo el mundo sabía cuál era su función. ¿Qué es lo que hace Cervantes? Tomar una función y convertirla en un ser, en una criatura única, irrepetible, Sancho Panza. La novela de género, como la novela de fantasmas, hace todo lo contrario, toma un personaje y lo convierte en una función. Y al estar vaciado, el lector rellena con su miedo. Eso es lo fascinante de la literatura de género: los personajes están llenos de los miedos del lector.
— Hay una figura importante que es el padre de la protagonista, que fue peluquero. En realidad, por lo que aparece en la novela, se es peluquero toda la vida. Y es un personaje bastante interesante, muy cercano a ella.
— Bueno, la peluquería es un oficio siniestro si lo piensas. Hay una parte bastante siniestra. Primero, los peluqueros están muy habituados a relacionarse con los fantasmas. O sea, la gente llega con una expectativa espectral de sí misma y se pone en manos del peluquero como si fuera un chamán: “conviérteme en Uma Thurman”, ¿no? Como decía mi hermana, que llevó una foto de Uma Thurman y el peluquero le dijo: “Pero tú sabes que no eres así, ¿verdad? Lo sabes, ¿no?”. Pasé por una peluquería aquí en Buenos Aires, que ponía: “No hacemos milagros, cortamos el pelo”. (Risas). Pero no solo es espectral porque el peluquero tiene que relacionarse con una imagen sublimada e invisible que la persona tiene al llegar a la peluquería sino porque el pelo es una sustancia que ha crecido en nosotros, que se corta… El mismo sonido de cortar el pelo se parece a cortar la carne. Es como si algo que era querido de repente se vuelve desagradable y queremos alejarlo de nosotros. La relación con el pelo cortado es de repugnancia, siempre. Me parece fascinante. Y luego, aparte, la peluquería está en este mundo llena de olores artificiales. El pelo planchado que huele como a fiambre. El pelo tiene un olor muy particular cuando se quema, es como una cosa asquerosa. Como una especie de rasta quemada.
— Me comentabas recién que desde muy chico te interesaba la peluquería.
— Me interesaba mucho, como a Almodóvar, los secadores. Parecía que las señoras iban a aparecer en Mercurio y no sabía qué iba a pasar. Y sobre todo en la peluquería femenina, la peluquería de señoras, era el lugar del gran secreto, ¿no?
— Es el lugar de la circulación del chisme por supuesto.
— Por eso Almodóvar ha explotado tanto el mundo de la peluquería. Es el lugar de la confidencia. Es el lugar de muchas cosas. Gerard Damino, que fue director de Garganta profunda, la película porno más famosa del mundo, era peluquero de señoras. O sea que él hizo Garganta profunda gracias a las confidencias de las señoras en la peluquería, a las cosas que le contaban.
— Andrés, hay una imagen que no tiene que ver con la cuestión espectral pero que también se repite en algunas oportunidades y tiene que ver con el perro viejo del jefe de la protagonista, que está en el baño ya ahí en los estertores. ¿Qué significa, de dónde sale esa idea?
— Sí. Yo he escrito algunos libros en los que, de hecho, hay animales que se mueren. Todos los que tienen animales saben que una de las cosas más fascinantes de tener un animal en casa es que uno se está relacionando con una inteligencia no humana, pero que es una inteligencia coherente. Entonces, es enriquecedor tener un animal porque amplía tu conciencia del mundo, te hace percibir el mundo a través de una conciencia que no es humana. Esa es una de las cosas más fascinantes. Pero hay una parte de la conciencia del animal, hay momentos donde uno se queda mirando a un animal, respondiendo a su mirada, que son vertiginosos. Quedarse mirando a un animal fijamente y ser absorbidos por esa mirada, que es una mirada neutralizante, que se apodera de ti, que te absorbe, que te devora y te hace ingresar en un mundo a veces aterrador.
— Estoy autorreferencial, pero como mi perro murió hace pocos días, la imagen me llegó mucho. Esa mirada puede ser aterradora pero también de un nivel de amorosidad que no encontrás a un humano.
— Bueno, ver fallecer a tu perro es como ver fallecer a un humano. Literalmente. Yo creo que casi no hay apenas diferencia, es como ver fallecer a un compañero. Es dolorosísimo. Aparte, bueno, en esta novela hay una muerte de un animal que es la muerte de un perro. Escribí una novela que se llama Muerte de un caballo. Dos chicos muy jóvenes ven cómo cae uno de esos cajones que transportan caballos por un barranco y el caballo está durante varias horas agonizando delante de estos chicos. Entonces, básicamente, el relato era cómo es la agonía de un animal tan majestuoso como un caballo. Para mí, los caballos están como en una especie de Olimpo de los animales. Y cómo estos chicos se quedan mirando como si allí estuviera muriendo toda la belleza del mundo, como si fuera una gran catástrofe mundial. Pero bueno, lo de los perros en concreto es una muerte humana.
— En la novela se repite mucho una cláusula inicial que es “Sucede así”. Lo vamos a ver repetido en varias ocasiones y vamos a ver este juego también de frases que están dichas por un personaje y luego por otro. ¿Cómo trabajás la lengua, que es una lengua poética dentro de la narrativa. Es decir, ¿cuándo aparecen esas ideas?
— Bueno, lo que dices de las expresiones es muy bonito. Yo he traducido muchos libros de Natalia Ginzburg, que es una genia, una de las grandes escritoras del siglo XX, sin duda. Y es muy interesante cómo trabaja precisamente con esto; cómo caracteriza a través de los giros lingüísticos que tienen los personajes. Y una cosa que hace muy bien, la tengo calada porque he traducido siete libros de Natalia Ginzburg, y ahora estoy haciendo todo el teatro. Ginzburg tiene una forma, ya la he registrado, de hablar de cómo se produce un proceso de admiración de un personaje por otro porque el personaje B digamos se apropia de un giro del personaje A, algo de lo que el lector es totalmente consciente. Y es curioso porque esa es una cosa que hemos hecho todos. “Ah, mira, esto me lo voy a quedar. Este chiste me lo voy a quedar. Lo voy a contar como si fuera mío dos días después”. Que en el fondo es un ejercicio como de posesión, robar el alma de otra persona y apropiarse de ella en un punto. Eso con respecto a las variaciones. Henry James decía que los buenos novelistas se ven en las junturas de las escenas, no tanto en cómo plantean o en si las escenas funcionan bien sino en la cadencia. Qué escena viene detrás de otra y cómo conecta esta escena con la siguiente para que nosotros sintamos que es inevitable y necesario que a esta escena continúe la anterior y la siguiente, la siguiente, la siguiente. Y a mí eso me sorprendió cuando lo leí. Es verdad, es cierto. Porque lo que hace que uno tenga la sensación de que está leyendo un buen libro es que resbala por un tobogán inevitable.
— Cuando traducís, y sobre todo cuando traducís autores gigantes como Natalia Ginzburg, imagino que más allá del placer de ese trabajo puede también puede llegar a ser un trauma para un escritor. ¿Cómo lidias con eso?
— A ver, hay autores que realmente son terribles porque te posesionan. O sea, posesionan tu alma. Sobre todo si estás mucho tiempo traduciendo. Yo tuve varios episodios de posesión diabólica con autores. Uno fue Conrad, del que traduje casi 3.000 páginas seguidas, todos los cuentos y novelas cortas de Conrad. Fue un encargo que me hizo Sexto Piso y dije: “vamos, venga”. Y una parte de Conrad se posesionó de mí. Hay autores particularmente contagiosos. Está Thomas de Quincey, a quien he traducido mucho, cuatro o cinco libros. Y, sí, me salían unas frases larguísimas. Henry James, a quien también he traducido bastante, depende la época de que estés traduciendo porque los primeros libros de Henry James tenían frases muy cortas, pero a partir de La copa dorada, empieza a dictar sus libros y escribe al dictado y así empieza…
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— Ahí empiezan las subordinadas.
— Claro, las subordinadas infinitas. Cuatro subordinadas con estas traducciones es como la sensación de estar estudiando el latín de secundaria. ¿Cuál es el verbo principal? Sí, como cuatro subordinadas, esta frase dónde arrancaba. Pero el verbo este no es… Con Proust pasaba bastante. Estela Canto hablaba mucho de lo desesperante que era traducir a Proust porque está lleno de anacolutos, ¿no?
— Claro, esas figuras que no terminan nunca.
— Un anacoluto es una frase que está inconclusa, que el propio autor ha perdido el hilo. Tienes que traducir o bien modificando la frase y diciendo una cosa distinta de la que decía o literalmente y corriendo el riesgo de que has traducido mal el libro.
— Hablabas antes de Natalia Ginzburg.
— Natalia Ginzburg es una genia de la caracterización verbal. O sea, yo creo que lo más maravilloso es que tiene un vocabulario de 2.000 palabras, porque no tiene una palabra más alta que la otra, con un vocabulario realmente muy básico: ella elige que su vocabulario literario sea un vocabulario extraordinariamente sencillo y hace auténticas maravillas. Y por eso hacer que algo suene bien, lo hacía Fitzgerald también. A Fitzgerald también lo he traducido. Es mucho más fácil traducir a un autor barroco y literario, sale mejor la frase. Sale inmediatamente bien, perfecta. Si es una frase escrita con un lenguaje muy sencillo en el idioma original y que tiene una cadencia maravillosa…
— No siempre se reproduce.
— Es muy difícil reproducir eso, es muy difícil reproducir esa música. Porque es realmente muy genuina. Muy extraordinaria. Esa es una de las cosas complicadas de Natalia Ginzburg. Es literalmente escuchar a gente muy sencilla hablando pero con una cadencia totalmente literaria.
— En tus libros el lenguaje también es protagonista de tus historias. Me gustaría que me digas algo sobre eso.
— Bueno, yo creo que hay algo que está cada vez más sobre la mesa y es que disponemos de una atención bastante limitada. Y cada vez más, yo creo, y esto es una visión totalmente personal de la situación, creo que si algo puede ser dicho en 100 páginas, que no sea dicho en 150. Y eso es un ejercicio que uno tiene que hacer como autor en el sentido de que tiene que dirimir qué es esencial, qué es importante. Yo creo que es una obligación de estos tiempos y que tiene que ver con la velocidad a la que vivimos, con la velocidad a la que pensamos y con el tiempo del que disponemos. Entonces, al mismo tiempo es sorprendente que proliferen cada vez más novelas monumentales, ¿no? Yo no conozco ni una sola novela de 500 páginas que no podría tener 400. Ninguna. Y he leído y traducido muchas.
— Bueno, tal vez eso pueda ser cierto para un porcentaje de lo que se produce, no sé si para todo…
— Y sigo. No hay ninguna novela de 400 páginas que no podría tener 300. Y sigo. No hay ninguna novela de 300 que no podría tener 250. Y sigo. Una de 250 que no pueda tener 180. Y sigo. No hay ninguna de 180 que no pueda tener 130. No digo que una de 400 pueda tener 130, ojo, eh. Pero todas permiten una condensación. Que esa condensación cada vez es más importante, más necesaria. Está del lado de los escritores. Y obviamente no es sencilla, requiere un esfuerzo extra. Pero cuando estoy del lado del lector y veo que los escritores se esfuerzan, lo agradezco enormemente.
— ¿Cuándo advertiste esto?
— Yo creo que cada vez fui condensando más. Llegará el día en que escribiré un haiku. Un libro que se llame “Chau”. (Risas) Probablemente haya llegado para quedarse esa forma de escribir.
— ¿Para quedarse en vos o para quedarse en general?
— En mí. La forma en la que un libro se escribe es siempre tentativa. Si tú escribes cualquier frase verás que uno dice, y en el primer borrador más o menos lo mismo, de dos o tres formas distintas porque tu cabeza está probando cuáles de esas cosas es falsa o verdadera, o cuál es más aproximada a la realidad o no. A veces escribimos exactamente lo contrario de lo que queremos escribir. Es una cosa muy extraña pero cuando uno tiene cierta profesión se da cuenta de que quiere exactamente lo contrario. Una de las cosas maravillosas que me ocurrió estando en Nueva York, era que podía acceder a todos los fondos de la Biblioteca Pública de Nueva York. Y una de las locuras de verdad que me dio por curiosear era el manuscrito original de La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde, que está allí. Si uno mira el estilo de Wilde, tiene estas frases que son como un calcetín, ¿no? Que dice una cosa, luego dice la contraria y es una ironía en los dos sentidos. El subtítulo de La importancia de llamarse Ernesto es A serious comedy for trivial people. Una comedia seria sobre gente trivial, que es muy wildeano. Pero la frase original que escribió era A trivial comedy for serious people, y lo tachó, tachó esos adjetivos y los invirtió. Y, hostia, así escribía Oscar Wilde. Era una persona que de manera obsesiva, y se veía en ese manuscrito, estaba cambiando los adjetivos de lugar a ver qué pasaba. Y yo creo que grandes frases de Oscar Wilde han nacido de una frase completamente banal a la luego ha cruzado los adjetivos y las cláusulas y se ha asombrado del efecto. Todas esas cosas salen en la edición.
— De la autoedición.
— Hay una cuestión de comodidad obvia de los autores de que cuando el libro está ya más o menos bien, uno tiene la tentación de dejarlo estar. Porque al final uno está muy cansado cuando está terminando un libro y quiere acabarlo y dedicarse a otra cosa. Y es ahí donde curiosamente te estás jugando el libro entero. O sea, te estás jugando que el libro sea uno sin más o que sea mediocre o que sea bueno. Hay una cosa que a mí me gusta de Henry James y que percibí en la traducción, y era cómo dejaba caer en frases aparentemente banales y también altivas en la narración, o sea, Menganito entró a la habitación como si no sé qué, y de repente ponía una comparación luminosa que era fruto de décadas de observación de la condición humana de tal forma que, como estaba ensanguchada en la acción, uno podía pasar por esa frase sin darse cuenta. Y dices qué generosidad.
— O decís: “Yo pagaría por escribir esa frase”.
— Claro. Yo me la habría tatuado como Justin Bieber, sabes.
— Claro (risas).
— Yo podría morir tranquilo cuando Justin Bieber se tatúe una frase mía. Quiero estar en la piel de Justin Bieber.
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