Eso tan peligroso que los abuelos transmiten a sus nietos

En libros recientes, grandes ensayistas vienen explicando el mundo de las ideas a los chicos. El autor, psicoanalista, muestra por qué eso tiene que ver con un cambio en el papel de madres y padres. Y qué enseñan.

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Hacia mediados de la década de 1980, el filósofo francés Jean-François Lyotard publicó La posmodernidad explicada a los niños. Si bien no se trataría del primer libro que tendría a los niños como destinatarios –sin que se tratara de literatura infantil o manuales escolares–, es el primer mojón de una serie de ensayos que surgieron en los últimos años y que, curiosamente, necesitan aclarar de antemano a quien se dirigen y así quizá recaer en una discriminación “adulto-céntrica”.

¿Por qué habría que explicar a los niños ciertas cosas de una manera diferente? En realidad, se trata de ideas. Ninguno de estos libros busca enseñarle a un niño cómo usar una licuadora o hacer una instalación eléctrica. Más bien a los niños los tenemos lejos de todo lo que implique un riesgo. Sin embargo, ¿las ideas no son riesgosas? ¿Por qué estos libros no podrían ser acusados de adoctrinamiento?

En primer lugar, porque se trata de libros que los niños no leen. Sería extrañísimo encontrarse en el subte con un pre-púber que tuviera en sus manos un libro de Lyotard. A lo sumo puede ser que, con gesto irrisorio, un adulto regalara una versión ilustrada de El capital o, como más recientemente pude ver en el colectivo, un cómic basado en El Anticristo de Nietzsche.

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Por otro lado, ¿por qué los adultos queremos que los niños piensen –según lo que nosotros llamamos “ideas”–, en lugar de escuchar sus creaciones espontáneas, esas que Freud llamaba “teorías (sexuales) infantiles”? Seguramente esta sea una nueva defensa contra la infancia, para evitar encontrarnos con su carácter desafiante; la nueva versión del niño intelectual –comprometido con una historia, con opiniones políticas, que sabe de qué lado están “los buenos”– encubre lo que más nos inquieta de la niñez: la falta de interés por el mundo adulto, como no sea para espiar eso que esas personas que se creen que son padres y/o madres hacen cuando son hombres y/o mujeres.

Si algo caracteriza a la infancia, es un modo de interrogar. “¿Por qué?” preguntan los niños, no tanto porque quieran saber; no les importa la respuesta, por eso cuando se les ofrece una, la pregunta vuelve a plantearse: “¿Por qué llovió?”, me preguntó una vez uno de mis hijos. “Porque las nubes estaban cargadas”, le respondí. “¿Por qué las nubes están cargadas?”, me retrucó y así, entonces, le expliqué rudimentariamente (de acuerdo con mis posibilidades) todo el ciclo del agua. Por supuesto que toda mi explicación no fue suficiente, pero no porque su curiosidad anticipase a un futuro científico, la cuestión es más simple: el niño apunta al deseo del adulto que le dice tal o cual cosa.

Entendemos mal la pregunta, porque cuando un niño pregunta “¿Por qué?” no está interesado por una respuesta adulta, sino por algo que a duras penas puede argumentarse y que podría parafrasearse con esta otra inquietud: “¿Por qué me decís lo que me estás diciendo?”. Recuerdo todavía al adulto que, una vez ya cansado del interrogatorio de su hijo, lo cortó en seco y le dijo: “Porque soy tu padre y punto”. Entonces el niño dio un paso más: “¿Por qué decís que sos mi padre?”. Los niños no quieren saber mucho más que dos o tres cosas acerca del deseo que los trajo al mundo, para las que nosotros –los adultos– no tenemos respuesta.

Un quiebre en la diferencia generacional

Volvamos a Lyotard. Si algo llama la atención de este libro, ya un clásico, es que se hace eco de un problema contemporáneo. En el pasaje al siglo XXI, padre e hijos ya no viven en universos diferentes, la diferencia generacional (junto con otras diferencias, como la sexual) está quebrada. Hoy vivimos con un mismo horizonte y quizás esta sea la causa principal de hablar a los niños, pero no tanto para contarles mejor de qué va la cosa, sino para contarles nuestras dificultades, impotencias y fracasos.

Incluso en el concierto de libros al que ahora me voy a referir, se destaca que haya reaparecido una figura que en la vida cotidiana de los niños ocupa cada día menos lugar: los abuelos; pero antes de hablar de estos libros, recuerdo haber leído hace unos años uno muy pequeño, de Chimamanda Ngozi Adichie, cuyo origen fue un posteo en la red social Facebook. Alguien le preguntó: “¿Cómo puedo educar a mi hija para que sea feminista?”. En 2017, la respuesta se transformó en el libro Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo.

No sé si nuestros hijos serán más feministas si se lo enseñamos, quizás ocurra todo lo contrario

Este es un libro bellísimo, como todos los que leí de la también autora de Todos deberíamos ser feministas (basado en una charla TED y del que hay incluso una edición ilustrada para niños). Sin embargo, sus afirmaciones son prescriptivas; por ejemplo, al decir: “Enséñale a tu hija que los roles de género son una solemne tontería. No le digas nunca que haga algo o deje de hacerlo porque sea una niña”; “Enséñale a cuestionar el lenguaje, pero para enseñárselo tendrás que cuestionar tu propia lenguaje”; “Enséñale a rechazar la obligación de gustar”.

Sin duda, detrás de cada frase hay una reconstrucción empírica y sensible de situaciones prácticas, para las que aplica el planteo de lo que se ganaría con esa enseñanza. Sin embargo, el tono normativo tal vez no sea ajeno a que se trate de la relación madre-hija. La parentalidad es el campo de esa profesión fallida que es la educación. Con esto quiero decir que no sé si nuestros hijos serán más feministas si se lo enseñamos, quizás ocurra todo lo contrario. Porque si hay algo que a los hijos no les gusta, es que los padres y las madres les enseñen cosas; en los mejores casos, quizás permitan que otros educadores les enseñen algunas cuestiones útiles (leer, escribir, etc.), como ocurre en la escuela, pero a condición de que los docentes sean sustitutos de las figuras parentales.

¿Transmitir o enseñar?

Lo que me importa, entonces, es lo que se transmite y no tanto lo que se enseña. En la diferencia entre estas dos acciones es que tenemos una serie de libros recientes que, como dije antes, recuperan la relación entre abuelos y nietos. En los últimos años, prestigiosos intelectuales se dedicaron a escribir libros que no solo son para niños, sino que invocan la necesidad de la tercera generación. Esto es lo novedoso y más valioso, porque parece una respuesta implícita a lo que antes mencioné a propósito de Lyotard: donde padres e hijos comparten un mismo horizonte, donde la distinción generacional es cada día más relativa, entonces se volvió necesario que la tercera generación pidiera la palabra.

En 2015, con 71 años de edad, la psicoanalista Élisabeth Roudinesco publicó El inconsciente explicado a mi nieto. En 2020, Jean Ziegler, otro prestigioso analista, pero esta vez de política internacional, publicó El capitalismo explicado a mi nieta. Ambos ensayos se publicaron recientemente en nuestro país y tienen en común el estar basados en supuestas conversaciones con esos niños tan particulares que son los nietos.

Donde padres e hijos comparten un mismo horizonte, donde la distinción generacional es cada día más relativa, se volvió necesario que la tercera generación pidiera la palabra

Sería interesante pensar por qué Roudinesco conversa con su nieto y Ziegler con su nieta, pero esta sería una reflexión para un artículo independiente. Más notable es que ambos textos están estructurados en torno a los “por qué” infantiles y lo más divertido de estas conversaciones es leer cómo dos especialistas eruditos hablan con pasión, desde una actitud llana y empática, que no subestima a los niños y, sobre todo, no busca bajar línea –están lejos de querer convencer a estos niños acerca de qué tienen que hacer. Roudinesco no quiere que su nieto sea psicoanalista. Ziegler no invita a su nieta a que salga a hacer la revolución. Ambos quieren lo mismo: que sus descendientes vivan una vida plena, que se apropien del sentido de existir y es para eso que les transmiten su experiencia.

Uno de los pasajes más hermosos del libro de Roudinesco está en el momento en que conversan sobre el mecanismo psíquico de la represión y el sueño como formación privilegiada del inconsciente. La psicoanalista le cuenta a su nieto (con ejemplos claros, como el de la película Titanic) que a través del sueño descubrimos que toda una parte de nuestra vida nos resulta extraña y que eso ocurre porque somos seres sexuales. Entonces el niño pregunta: “¿No te parece que todo eso está un poco pasado de moda? Hoy en día, los niños miran películas porno por Internet y están perfectamente informados de todo”.

Elisabeth Roudinesco. Maestra de psicoanalistas, le habla a su nieto.
Elisabeth Roudinesco. Maestra de psicoanalistas, le habla a su nieto.

Roudinesco responde como solo una abuela –de esas lúcidas, que no se andan con sermones morales– puede hacerlo: “Sí, es cierto, todo ha cambiado desde la época de Freud. Y es un gran avance. Pero no porque miremos actos sexuales en la televisión necesariamente entenderemos lo que estamos viendo. Eso sería demasiado simple. ¿De veras crees que el hecho de mirar tales películas permite convertirse en un campeón del amor y del sexo?”.

Por esta vía, abuela y nieto comienzan a recordar situaciones en que el niño supo de asuntos sexuales, a través de la escuela, los medios, etc., y con muy sutil ironía, la abuela le demuestra que lo mejor que sabe es lo que no sabe. Pero esto no quiere decir que haya cuestiones que le falta saber. Más bien se trata de que hay algo que sabe y no sabe al mismo tiempo. Ese “saber no sabido”, al que no se accede con información ni a través de la conciencia, es el inconsciente.

Contra el capital

Con un mismo estilo casi socrático es que Ziegler conversa con su nieta. Aunque es cierto que este abuelo es un poco más enérgico que la encantadora Roudinesco. No duda en decirle a esta pequeña que el sistema capitalista hambrea al mundo y debe ser destruido. Sin embargo, no la insta a sumarse a sus filas, no le pide que se identifique con él, sino que le cuenta sus propias vivencias.

Por ejemplo, después de explicarle la diferencia entre capital económico y capital financiero y cómo éste gobierna el mundo hoy, Ziegler dice: “De un tiempo a esta parte, los oligarcas, los fondos de inversión y otros accionistas principales, que son los dueños de las fábricas, los comercios, los bancos y las sociedades anónimas, van enmascarados. Muy pocos conocen su verdadera identidad. Anónimos, por lo tanto, invisibles, viven a menudo a miles de kilómetros de sus empresas. Es muy difícil, en estas condiciones, identificarlos para movilizar a la opinión pública en su contra”. Entonces la nieta dice: “Pero, Jean, nunca entiendo cómo funciona realmente esta omnipotencia de los oligarcas. ¡Es totalmente injusto! ¿Cómo hacen para imponerse en todas partes, incluso a los Estados que tienen leyes, policías y ejércitos?”

 Jean Ziegler. Leccines de vida. (Foto Reuters)
Jean Ziegler. Leccines de vida. (Foto Reuters)

La respuesta del abuelo es preciosa, porque no se evade normativamente ni con cuestiones teóricas: “Te doy un ejemplo que yo mismo he vivido” y así es que narra su fracaso –en sus años como relator oficial de la ONU– en la experiencia guatemalteca.

Ziegler habla como un derrotado, pero no de manera derrotista. Con un cierto aire paranoide –que, por lo demás, resulta adorable–, le explica a su nieta como decodificar la publicidad, cómo resistir a la sociedad de consumo y otros yeites que –según reza el dicho– más sabe el diablo por viejo que por diablo. En última instancia, se trata de que la nieta aprenda a resistir y ¿para qué necesitamos a los abuelos si no es para introducir a los niños en todos esos vicios de que los padres se quejan y que llaman “malcriar”? ¿Qué son el psicoanálisis y el marxismo sino esos malos hábitos, vetustos y que cada tanto se busca erradicar de la sociedad, a los que solo se ingresa de la mano de un deseo?

Corromper, como Sócrates

¿Qué hacen los abuelos –desde la mirada parental– sino corromper a los nietos? En nuestros días es frecuente el malestar de esa tercera generación (más bien, primera) que siente que sus hijos (ahora padres) no los dejan participar de la crianza. No pocas veces los abuelos cuentan, con incomodidad, que sus hijos buscan decirles cómo criar a un niño, cuando ellos quizá ya tuvieron tres o cuatro. Las familias del siglo XXI, cada día más replegadas sobre sí mismas, con cada vez menos hijos y padres devenidos casi especialistas en infancias (en plural), pero hiper-temerosos, expulsó a los abuelos como referentes de transmisión. La aparición de este tipo de libros quizá sea la expresión de un síntoma colectivo.

De acuerdo con esta orientación pueden entenderse las palabras del filósofo Alain Badiou, quien en 2016 publicó una serie de conferencias para jóvenes con el título La verdadera vida y en las primeras páginas llama la atención sobre su situación: un viejo de 79 años con la pretensión de hablar a y sobre la juventud. En efecto recuerda que, si por algo fue condenado a muerte Sócrates, el padre de todos los filósofos, fue porque se lo acusó de corromper a los jóvenes.

 Alain Badiou. Retrato de un filósofo.
Alain Badiou. Retrato de un filósofo.

Con una voz cristalina, Badiou retoma la misma idea que planteara Lyotard en su momento: vamos hacia una sociedad sin distinción entre generaciones, en la que ya se perdieron los rituales de iniciación en la adultez: “El hecho de que no haya iniciación es una circunstancia que tiene un doble sentido. Por un lado expone a los jóvenes a una suerte de adolescencia infinita y […] también acarrea una puerilización del adulto. Una infantilización”. Con algo de cascarrabias, Badiou les dice a los jóvenes que no se dejen engañar, que la obsesión actual por la libertad esconde caer en la trampa del mercado y no deja convocar a un acto parricida: “Les propongo una idea militante. Sería muy justo organizar una amplia manifestación para una alianza de los jóvenes y los viejos, a decir verdad, dirigida contra los adultos de hoy. Los más rebeldes de los menores y los más duros de los mayores de sesenta contra los cuarentones y los cincuentones”. ¡La revolución de los abuelos!

Está claro que Badiou no es un romántico. Está muy preocupado por el mundo de hoy; en particular por el desvío sexual de los jóvenes, para los cuales la sexualidad dejó de ser el inicio en una actitud adulta y permanece como mero goce infantil, como placer vacío que no compromete con nada. La adolescencia infinita se vuelve exclusivamente pornográfica. Lo explica en estos términos: “Entiendo por pornografía una sexualidad a-subjetiva. Esta se sostiene en el orden del mercado del cuerpo en la repetición de la inercia. Está claro que la violación en banda puede ser una figura de esta pornografía, así como además la evidente miseria sexual, la abstinencia forzada frente al diluvio de imágenes”. Leer estas líneas a la luz de los episodios más recientes de nuestro país, es la manera de conceder que los abuelos no nos hablan desde la nostalgia ni con la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Son quizá quienes mejor conocen el futuro.

Los abuelos nos nos hablan desde la nostalgia ni con la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Son quienes mejor conocen el futuro

Podría sumar muchos otros libros a esta serie. Podría mencionar la reedición en el país de Pulgarcita, del epistemólogo Michel Serres, quien a los 82 años recreó la figura mítica del joven que vive en un mundo a disposición de su dedo pulgar (aplicado a una pantalla). Podría recordar la conferencia para niños ¿Qué significa partir?, en la que el filósofo –recientemente fallecido, a sus 81 años– Jean-Luc Nancy dice lo siguiente: “La infancia en este caso no se refiere a un momento de la existencia ni a un estado psicológico. Hay viejos que tienen apenas veinte años. Se trata de un impulso de insumisión repleto de paciencia, un amor del riesgo cargado de memorias”. Creo que no hay mejor definición, en estas últimas dos líneas, de la palabra de un abuelo.

Salvo el de Lyotard, todos los libros que mencioné en este artículo son del 2010 a esta parte. Sus autores están entre los más grandes intelectuales de la segunda parte del siglo XX y el comienzo del nuevo milenio. Y no piden hablar de su especialidad, con la voz que da la academia y los premios a la trayectoria. Piden hablar desde su eslabón en una cadena generacional. Quieren hablar con sus nietos, con los jóvenes, con el porvenir, en un mundo que condena a los viejos a la decrepitud y al favor.

Próximamente se publicará en Argentina otro libro para niños de Jean-Luc Nancy, La verdad de la mentira, en el que demuestra cuánto tenemos para aprender de cómo los niños usan las palabras y qué móvil es su relación con el saber. Los niños no buscan la verdad para invalidarse recíprocamente. No quieren una verdad única, metafísica, que sea un castigo, sino como un proyecto abierto a lo inexistente –cuando, por ejemplo, pueden hablar de “monstruos de verdad”–, entrelazada con la ficción, cuyo reverso no es la mentira –si esta no se confunde con el mero arte de engañar. Los filósofos, con los años, pueden aprender a escuchar a un niño o, mejor dicho, reconocer con entusiasmo al filósofo espontáneo (como decía Gilles Deleuze) que en todo niño habita.

Los niños no preguntan “por qué” para saber una verdad tonta, reducida a certeza. Preguntan para jugar con el deseo del adulto, como apuesta de una transmisión que no se confunde con la enseñanza ni con la aplicación de recetas. Esa abuela que nos explicó cómo hacer una torta a ojo, el abuelo que nos dio un primer vaso de vino a espaldas de los padres (que hoy temen que un hijo tome gaseosas) y muchos otros abuelos más, nunca se enteraron de que transmitieron algo más peligroso –para un mundo como el de hoy– que el psicoanálisis y el marxismo: la pasión de vivir.

Y sin embargo, lo saben. Donde quiera que estén.

*Luciano Lutereau es psicoanalista y doctor en Filosofía. Es autor de “El fin de la masculinidad” y “La comedia de los sexos”, entre otros libros.

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