En la apacible mañana del 8 de octubre de 1958, mientras la brisa otoñal acariciaba las colinas Albanas, decenas de periodistas mantenían una tensa vigilia frente al Palacio Apostólico de Castel Gandolfo. En el interior, el papa Pío XII, nacido Eugenio Pacelli, agonizaba a sus 82 años tras casi dos décadas guiando a la Iglesia Católica a través de la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la Guerra Fría.
La atmósfera entre los reporteros era eléctrica. La inminente muerte de un pontífice representaba la noticia más codiciada, y la competencia por obtener la primicia era feroz. Bruno Bartoloni, un joven de apenas 18 años enviado por su padre —un veterano vaticanista que trabajaba para Reuters y France Press—, tenía una misión específica: esperar una señal desde una ventana determinada del palacio. Según el acuerdo establecido con un informante interno, el agitar de un pañuelo anunciaría la muerte del papa antes que cualquier comunicado oficial.
Lo que ocurrió después cambiaría el curso de los acontecimientos. Bartoloni creyó ver “algo” —posteriormente admitiría que tal vez fue solo el movimiento accidental de una cortina— y notificó inmediatamente a su padre, quien se encontraba en la oficina de prensa del Vaticano en Roma. La noticia se filtró a un reportero de la Agenzia Italia, quien a las 11:11 de la mañana lanzó el despacho: “Ha muerto Pío XII”.

En cuestión de minutos, cuatro importantes diarios italianos —Il Tempo, Il Messaggero, Il Giornale d’Italia y otro más— publicaron ediciones especiales anunciando el fallecimiento. Miles de ejemplares circularon por las calles de Roma propagando la noticia falsa. El único problema: el papa Eugenio Pacelli seguía vivo en su lecho, y no fallecería hasta casi 17 horas después, en la madrugada del 9 de octubre, a las 3:52 a.m.
El médico que traicionó al pontífice
En el centro de este caos informativo —y de lo que vendría después— se encontraba el Dr. Riccardo Galeazzi-Lisi, médico personal del papa. Este oftalmólogo, nombrado arquiatra pontificio, no solo habría estado posiblemente implicado en el plan de la señal desde la ventana, sino que además traicionó flagrantemente la confianza depositada en él.
Durante la agonía del papa y después de su muerte, Galeazzi-Lisi se dedicó a vender información privilegiada y fotografías íntimas del pontífice a publicaciones como la revista francesa Paris Match. Utilizando una pequeña cámara oculta, capturó imágenes del Papa moribundo que luego comercializó por sumas considerables, violando toda ética profesional.

Pero la traición del médico no terminaría allí. Tras el fallecimiento real de Pío XII, Galeazzi-Lisi tomó una decisión que convertiría el funeral papal en un espectáculo dantesco. Junto al profesor Oreste Nuzzi de Nápoles, implementó un método de embalsamamiento “revolucionario” y completamente experimental, supuestamente inspirado en rituales antiguos aplicados a Jesucristo. El procedimiento consistía en cubrir el cuerpo con una mezcla de hierbas, aceites esenciales y resinas, para luego envolverlo herméticamente en celofán.
Un funeral de pesadilla
Los resultados fueron catastróficos. El cálido clima otoñal combinado con la falta de ventilación provocada por el celofán aceleró drásticamente la descomposición del cuerpo. Un hedor insoportable comenzó a emanar del cadáver, tan intenso que varios miembros de la Guardia Suiza apostados como guardia de honor se desmayaron. Los turnos de guardia tuvieron que reducirse a apenas 15 minutos para resultar soportables.
El cuerpo sufrió transformaciones horripilantes: la piel adquirió tonalidades verdosas y negruzcas, el rostro se arrugó hasta desfigurarse y, según múltiples testimonios, el tabique nasal colapsó. La retracción de los músculos faciales creó una macabra expresión que dejaba los dientes expuestos en una especie de sonrisa espectral.

El punto culminante del horror ocurrió durante el traslado procesional desde Castel Gandolfo a la Basílica de San Pedro, en Roma, el 11 de octubre. Los gases acumulados por la descomposición, atrapados por el sellado de celofán, generaron tal presión interna que el tórax del papa “explotó” o “implosionó”, según reportaron varias fuentes.
Desesperadas, las autoridades vaticanas convocaron urgentemente a los mejores embalsamadores de Roma, quienes poco pudieron hacer ante el avanzado estado de deterioro. Para los nueve días de exposición pública, fue necesario aplicar una máscara de cera y látex que ocultara el rostro desfigurado, mientras el féretro era elevado para mantener a los fieles a una distancia que dificultara la visión cercana de los restos.
Las consecuencias
El escándalo tuvo repercusiones inmediatas. Galeazzi-Lisi fue despedido fulminantemente por el Colegio Cardenalicio, posteriormente expulsado del Colegio Médico italiano por “comportamiento indigno” y, finalmente, el papa Juan XXIII le prohibió de por vida la entrada a la Ciudad del Vaticano. El médico intentaría sin éxito defender su reputación publicando unas memorias en 1960, pero pasaría a la historia como “l’archiatra corrotto” (El arquiatra corrupto).

Para el Vaticano, el episodio supuso una profunda vergüenza que obligó a revisar drásticamente los protocolos funerarios papales. La necesidad de evitar que se repitieran los “abusos” de 1958 se convirtió en una consideración explícita para futuros funerales pontificios.
Pero quizás la mayor tragedia fue que estos eventos macabros añadieron una nota sombría y sensacionalista al recuerdo del significativo pontificado de Pío XII, cuya compleja figura histórica quedó en parte eclipsada por el caos de sus últimos días. Todo a partir de una cortina que se movió, una ventana que se abrió, o una señal que nunca debió ser.



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