La trágica vida de Stu Ungar, la leyenda del póker que perdió 30 millones de dólares en apuestas y cocaína

Fue uno de los mejores jugadores de la historia. Ganó tres Eventos Principales de la Serie Mundial, un récord. Sus inicios en el juego en la infancia. El predominio en el Gin Rummy y su coeficiente intelectual superior al normal. Cómo fue su desembarco en el póker. Su estilo agresivo

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Stu Ungar fue una leyenda del Póker. ganó tres series mundiales. Obtuvo millones de dólares y los perdió detrás de sus adicciones (AP Photo/Lennox McLendon)
Stu Ungar fue una leyenda del Póker. ganó tres series mundiales. Obtuvo millones de dólares y los perdió detrás de sus adicciones (AP Photo/Lennox McLendon)

Stu Ungar fue una leyenda del póker. Muchos sostienen que integra el podio de los más grandes de la historia. Su estilo era salvaje e impiadoso. Era agresivo y estentóreo. Deshacía a los rivales: se quedaba con sus fichas y con su orgullo. Tenía una habilidad sobrenatural para descubrir el juego de los demás: además de vencerlos revelaba qué cartas tenían en la mano. Como si fuera el hombre con la visión de rayos X. 3 veces fue campeón del evento principal de la Serie Mundial. También obtuvo el tricampeonato en el Amarillo Slim´s Super Bowl de Póker, el segundo torneo en importancia en esos años. Protagonizó el regreso más espectacular de todos los tiempos cuando ya todos creían que estaba acabado y que su talento se había apagado.

Ganó más de 30 millones de dólares a lo largo de su carrera. Y los perdió. Su decadencia fue veloz y muy dolorosa. Las adicciones lo devoraron. La cocaína y las apuestas desbocadas. Muchos sostienen que su coeficiente intelectual era de más de 164. Pero no le bastó con la inteligencia. Murió joven en un hotel de mala muerte. En Las Vegas, en el único lugar en el que podía morir. Con nada más que 800 dólares en su bolsillo. El mayor talento del mundo póker, a un año de haber vuelto a la cima de su juego, estaba solo y quebrado. Su corazón terminó explotando.

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El nene que nació sabiendo jugar a las cartas

Stu Ungar nacio en 1953 en Nueva York. Es bastante fácil entender de dónde provino su afición por las apuestas. Su padre era usurero y corredor de apuestas. Tenía su sede en un bar que manejaba que, en realidad, era la excusa para encubrir un garito. Desde muy chico, Stu se paraba detrás de los jugadores y seguía las partidas. Él aprendía; cada mano era un mundo, fue aprendiendo a valorar cada carta jugada, cada gesto, cada movimiento en la mesa. Fue incorporando conocimiento en silencio, casi con naturalidad, sin que nadie se diera cuenta. Para todos no era más que un chico revoloteando en el trabajo de su padre. Cuando cumplió los 10 años, mientras esperaban la llegada de los otros, le pidió a uno de los mejores jugadores de gin rummy de la ciudad disputar unas manos. El otro, casi con condescendencia, aceptó. Stu le ganó el primer juego. Alguien dijo: “Este chico tiene buena suerte”. Al finalizar la quinta partida con el quinto triunfo consecutivo, la pequeña multitud que se había amontonado alrededor de la mesa, estaba azorada. Se convencieron de que era un niño prodigio de los juegos de baraja.

En el colegio le iba muy bien empujado por su gran inteligencia. Se salteó dos grados. Pero de nada sirvió. A los 13 abandonó para dedicarse a apostar. En la decisión influyó la muerte de su padre de un infarto. Sucedió cuando Stu estaba de vacaciones con su madre y su hermana. La primera versión fue que el problema cardíaco le sobrevino estando en su auto. Pero la familia política, alimentando disputas añejas, le contó la verdad a la madre. El señor Ungar había muerto, desnudo, en los brazos de su amante, una joven que vivía a pocos edificios de ellos. Algunos hampones lo vistieron y lo dejaro ndetnro del auto para evitarle inconvenientes a la dama. A los pocos meses, la madre tuvo un accidente cardiovascular y quedó imposibilitada de mover la mitad de su cuerpo. Stu se encargaría de mantener a su madre y a su hermana con su mayor talento: la habilidad para jugar a las cartas.

Durante años jugó al gin rummy. Dicen que fue el mejor jugador de la historia del juego. Era invencible. En ese juego ganó su primera plata importante
Durante años jugó al gin rummy. Dicen que fue el mejor jugador de la historia del juego. Era invencible. En ese juego ganó su primera plata importante

Apenas entrado en la adolescencia, fue derrotando a todos los jugadores de gin de la ciudad (un juego en el que se reparten 10 cartas y hay que formar tres juegos de 3 y 4 naipes integrando piernas o escaleras). Ganaba buen dinero. Pero cada uno de esos pozos los arriesgaba en las carreras de caballos. Muchas veces, buscando una trifecta imposible, perdía todo.

Fue apadrinado por Victor Romano, un mafioso que le daba protección. Romano había pasado muchos años en la cárcel. Allí había aprendido todas las palabras del diccionario y sus significados. Esa era su gracia principal. También era un gran jugador de bridge y de gin. Reconoció de inmediato la habilidad de Stu y se convirtió en su capitalista y protector.

Si el gin era su juego favorito, también aprendió otros y se destacó en ellos: Klaberjass, Ziganet, Pinochle y el Hearts. No se dedicó al bridge pese a que Romano le insistía porque en ese ámbito no había dinero. Cualquier juego de cartas en el que se apostara era útil para ganar plata. Los aprendía con pasmosa facilidad y en pocas partidas superaba a los que lo practicaban hacía décadas. Su cerebro parecía formateado para entender la lógica de cada uno y dominarlo.

Los rivales cuando veían aparecer a ese chico joven (en esos años parecía de menos edad de la que tenía), con esa cara algo graciosa, su corta estatura y la extrema delgadez creían que se trataba de una broma. Como Romano lo enviaba a las partidas con un guardaespaldas, siempre suponían que su rival era el matón.

Su primer gran éxito en su primera Serie Mundial en 1980. Su aparición revolucionó el mundo del póker
Su primer gran éxito en su primera Serie Mundial en 1980. Su aparición revolucionó el mundo del póker

La cumbre de Stu como jugador de gin fue su enfrentamiento contra Henry Stein, conocido como Yonkie. Era una leyenda de la ciudad. Lo creían invencible. Stein sufrió la paliza de su vida. Perdió 27 partidos consecutivos (81 manos seguidas) y una pequeña fortuna. Ungar retiró para siempre a Yonkie. Nunca más se lo vio sentarse en una mesa de gin. Pero esa gran victoria significó el ocaso de Stu en Nueva York. Ahuyentó a todos los posibles rivales. Nadie quería enfrentarlo.

El encanto de engañar al rival

Además de saber jugar, los grandes tahúres sabían disimular, hacer caer en la trampa a sus oponentes. Los tahúres (Hustlers) a veces se dejaban ganar, para que los pozos fueran más grandes, para que el otro se confiara, para engañar incautos y sacar mayor ganancia. Stu no perdía nunca.

Alguna vez alguien le propuso que se dejara ganar al gin, que apostarían en su contra y se harían millonarios: un negocio perfecto. Stu Ungar no aceptó la propuesta, no porque le pareciera inmoral estafar a la banca sino porque lo inmoral era afectar su propia reputación como jugador invencible: ese era su mayor orgullo, su logro irreprochable y no iba a permitir que nadie lo horadara, ni siquiera su propia pulsión autodestructiva.

“¿Cuántos premios MVP le dieron a Michael Jordan? ¿Cuatro? Bueno si hubiera MVP de jugador de gin, yo lo hubiera ganado cada año desde que cumplí los 16″, le dijo a su biógrafo poco antes de morir.

Algunos dicen que el gin rummy era el juego ideal para él por dos motivos. Porque el azar interviene poco y el jugador de mayor talento puede controlar la partida: no sólo hay que armar sus piernas y escaleras sino impedir que el otro las consiga. El otro motivo era, tal vez, el más relevante: se juegan todas las manos, no hay que esperar, no se necesita ser paciente.

Droga y deudas

En ese tiempo también empezaron sus problemas con las drogas y con las apuestas compulsivas. Las deudas se fueron acumulando y ya no alcanzó la protección de Romano. Debió buscar un nuevo destino.

Llegó a Las Vegas para jugar gin. En realidad llegó fugándose de Nueva York. Tenía deudas y lo perseguían algunos mafiosos. Ahí ya no encontraba rivales. Nadie quería jugar con él. En los últimos meses ofrecía hándicaps ridículos para que alguien se animara a enfrentarlo. Pero sin importar la ventaja que tomaran, caían derrotados y, para peor, eran maltratados y humillados por la soberbia de Stu.

A las pocas semanas vio una posibilidad en el Texas Hold Em. Él abonaba la leyenda de que el primer torneo que jugó fue la Serie Mundial de 1980, la primera que ganó. Pero hay al menos un registro de que se anotó en otro unos días antes y quedó eliminado muy pronto.

Ungar sabía todo lo que pasaba en la mesa. Podía leer a sus rivales como nadie
Ungar sabía todo lo que pasaba en la mesa. Podía leer a sus rivales como nadie

Doyle Brunson, otro personaje mítico de ese mundo (reconocido por su sombrero de cowboy y fallecido hace un par de semanas) contó que nunca en toda su carrera vio a otro jugador ir aprendiendo y progresando en su juego a lo largo de un torneo como Ungar en esa primera Serie Mundial. Su último obstáculo fue Brunson, al que derrotó con facilidad. Por ese torneo ganó más de 350.000 dólares.

Al año siguiente regresó. Y volvió a triunfar. Uno de los pocos en hacerlo en años consecutivos.

El jugador sin rivales

Era de la escuela de Carlos Monzón. Le quería arrancar la cabeza al rival. Los odiaba. No había piedad ni compasión. Buscaba detalles, muecas, pequeños tics, alguna prenda de mal gusto para justificar su desprecio. Lo que no fallaba nunca: la sonrisa algo arrogante y segura que se les fijaba cuando ganaban algún pozo importante, el brillo en la mirada tras una victoria efímera. Ahí encontraba su móvil homicida. Se prometía a sí mismo (y por lo general cumplía) masacrarlos por su pecado de soberbia, por haber osado pensar que podían derrotarlos. Anhelaba quedarse con todas sus fichas y verlos alejarse de la mesa con lágrimas en los ojos. Los molestaba, se mofaba de sus malas jugadas, a los gritos revelaba las cartas que tenían en la mano.

Se habla de la cara de póker, la que no da señales, la que carece de gestos, en la que cada músculo está controladamente inmóvil para no delatarse, para que las emociones no se expresen. La de Stu se fue deformando con el paso del tiempo y sus adicciones. Las fosas nasales estaban deshechas, la nariz adquirió la forma de una caricatura, la boca enorme, que en su juventud se parecía a la de un tiburón, terminó en una mueca del Guasón pero sin maquillaje, como si hubiera sido trazada por un dibujante con mal pulso. Los anteojos tornasolados trataban de ocultar el deterioro. Aunque algunos hicieron correr el rumor de que esos lentes le permitían ver las marcas que tenían las cartas. Un mito que recorrió las mesas de póker durante décadas. Porque, para muchos, era inconcebible que Stu Ungar siempre supiera qué cartas tenían los rivales en la mano. Ese era su gran don, el súper poder: descubrir el juego ajeno, leer cada señal a una velocidad ultra sónica y nunca malinterpretarlas. Era un cazador voraz.

Los oponentes sentían como si jugaran con las cartas dadas vuelta. Él siempre sabía qué tenía el rival. Cada pequeño gesto era un dato para Stu.

Cuando entraba a una sala provocaba murmullos. Se sabía que habría acción. Su estilo era kamikaze, algo bonzo. Atacaba, presionaba. Jugaba todas las manos posibles. Se ensañaba con las debilidades de sus rivales. Cuando él estaba sentado, a la mesa la envolvía un halo de peligro.

Su ultimo triunfo en el Evento Principal, el torneo más importante del mundo en 1997. cuando ya nadie confiaba en él, regresó y se quedó con un millón de dólares (AP Photo/Lennox McLendon)
Su ultimo triunfo en el Evento Principal, el torneo más importante del mundo en 1997. cuando ya nadie confiaba en él, regresó y se quedó con un millón de dólares (AP Photo/Lennox McLendon)

En la Serie Mundial de 1990, no se lo veía bien. Ya había empezado a usar esos anteojos redondos, azules, espejados, que apenas cubrían sus ojos, porque los apoyaba en la punta de la nariz para tapar como su cara se iba convirtiendo en una máscara estrangulada por la cocaína. Tuvo un comienzo con vaivenes pero a medida que pasaban las horas él mejoraba: todo era una cuestión de ritmo. Al día siguiente la secuencia fue parecida. Un inicio aletargado, resacoso y luego una topadora, que arrasa sin clemencia. Elimina rivales serialmente. Al terminar el día, el penúltimo de juego, Ungar es chipleader, el que más dinero tiene. Parece que va a ganar su tercer título. Pero la última jornada empieza sin él en las mesas. Lo llaman y no responde. Fuerzan la puerta de su habitación. Está tirado boca abajo, en calzoncillos e inconsciente. Sobredosis. Lo llevan de urgencia al hospital. Mientras tanto, en las mesas, sigue el Campeonato Mundial. Ponen sus fichas y el croupier le va quitando las apuestas obligadas. Era tanto lo que había acumulado hasta ese momento, que sin jugar ni una mano, le bastó para llegar a la mesa final, entrar noveno y llevarse más de 25.000 dólares.

El que ganó ese año fue Mansur Matloubi. Stu Ungar para demostrarle que sólo se había quedado con la pulsera porque él estaba en terapia intensiva, lo desafió a jugar un mano a mano. Cada uno debía apostar 50.000 dólares. En una de las primeras manos, Matloubi intentó un bluff. Fue All In. Ungar no tenía juego, ni siquiera un par bajo. Su carta más alta era un 10. No tardó más de un segundo en tomar la decisión. “Pago”, dijo. Y antes de dar vueltas sus cartas le dijo al atónito rival: “Tenés un 4 y un 5 o un 5 y un 6″. El otro, efectivamente, tenía un 4 y un 5. Stu Ungar se quedó con los 100.000 dólares y con lo que más le interesaba: con una de las manos más icónicas de la historia del póker (se convirtió en un clásico de YouTube).

La caída ya había empezado. No importó que se hubiera casado, que hubiera tenido una hija o que hubiera adoptado al hijo de su esposa. El juego lo arrastraba, absorbía sus energías y su dinero. Los casinos le prohibieron jugar black Jack. Con su memoria fotográfica contar cartas era una tontería para él. Jugaba en las mesas de póker más importantes, sin interesar si tenía o no dinero. Siempre alguien ponía el dinero. Hizo las apuestas más ridículas. Perdió 5.000 en un partido de tenis de mesa contra un campeón chino y 80.000 dólares el primer día que piso un green de golf.

La caída del campeón

El resto del dinero se fue en dealers, autos carísimos (Jaguars, Mercedes y hasta alguna Ferrari) que chocaba o dejaba abandonados, mujeres que lo olvidaban con facilidad.

A veces parecía que se empeñaba en perder su dinero, sólo para tener que volver a enfocarse en el póker, para demostrar una vez más que era el mejor. Para él las fichas no eran plata, sólo redondeles de plástica que le permitían desplegar su miedo, imponerse en su lugar en el mundo: el tapete verde.

Su frase más célebre fue una oda al exitismo, casi una explicación del desprecio por sus rivales, a su voracidad en las mesas de juego: “No quiero que nunca nadie diga que soy un buen perdedor. Porque alguien que es un buen perdedor, por muy bueno que sea, sólo es un perdedor”.

Después de siete años de ausencia, en 1997 volvió al Evento Principal de la Serie Mundial. Mal vestido, las uñas largas y sucias, sin afeitar, hasta despedía mal olor en su caminar errático entre las mesas, los trazos de la adicción tatuados en la cara. Ya nadie confiaba en él. Estuvo casi una semana buscando a alguien que le pagara la inscripción de 10.000 dólares. Lo encontró a último momento. Fue Bill Baxter, un antiguo enemigo. Stu Ungar fue el último en inscribirse en el torneo, sobre el límite del vencimiento del plazo. Otra vez, el inicio fue lento. Parecía que había perdido la magia. Su mente estaba demasiado abotagada. Pero la adrenalina de las fichas yendo hacia él como si tuviera un imán y la excitación de ver los gestos de derrota y desesperación de sus contrincantes, lo fueron enfocando. Aún a media máquina era mejor que los demás. Su socio capitalista se encargó del resto. Le hizo marca personal. No lo dejó solo en los restantes cuatro días. Se ocupó de que comiera sano, de que se bañara, de alejarle el alcohol, de que nadie entrara a su habitación (y de que Stu no saliera de ella en medio de la madrugada). Stu Ungar volvió a ganar el campeonato más importante del póker. Lo hizo por tercera vez. Un récord. Era el gran comeback, el que ya nadie esperaba. Se llevó un millón de dólares. Pero, en realidad, nada cambió. Los caballos, los galgos, el primer touchdown, la primera falta personal, el último strike. Las apuestas deportivas se llevaron casi todo en muy poco tiempo. O al menos la mitad. El resto lo gastó en drogas.

Doyle Brunson fue otra leyenda del Póker. Ungar lo derrotó en su primera Serie Mundial en 1980. Brunson dijo que nunca en su vida había visto a un jugador progresar tanto a lo largo de un torneo  (John Locher/Las Vegas Review-Journal via AP, File)
Doyle Brunson fue otra leyenda del Póker. Ungar lo derrotó en su primera Serie Mundial en 1980. Brunson dijo que nunca en su vida había visto a un jugador progresar tanto a lo largo de un torneo (John Locher/Las Vegas Review-Journal via AP, File)

Ese triunfo fue el último, el canto del cisne. El descenso se aceleró. Cuando lo encontraron en el suelo de la habitación del motel barato de Las Vegas, había pasado menos de un año de su gran momento de gloria, del regreso soñado, de la confirmación de su genio con las cartas (y con las fichas: de eso se trata el póker, de saber fichar).

En su cuerpo encontraron rastros de cocaína y de alguna otra droga. Pero la autopsia determinó que no se trató de una sobredosis. Su corazón no resistió el maltrato auto infligido.

De los 30 millones que alguna vez ganó, no quedaba nada. En los bolsillos sólo tenía 800 dólares que alguien le había prestado unas horas antes. Stu Ungar se había convertido en una leyenda del póker hacía años.

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