El disparatado reino más pequeño del mundo donde el dueño del mejor restaurante es el rey

Tavolara mide cinco kilómetros de largo por uno de ancho, ubicada en el Mar Tirreno no tiene fuerzas armadas y es sede de una base de la OTAN, tiene once habitantes fijos y treinta y tres ocasionales. La familia Bertoleoni lo gobierna desde hace 185 años

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La isla de Tavolara, ubicada al norte de Cerdeña. Shutterstock 162
La isla de Tavolara, ubicada al norte de Cerdeña. Shutterstock 162

Hay un reino que es el más chico del mundo, que debe su origen y supervivencia a unas cabras de dientes amarillos que hicieron correr la leyenda, y la ilusión, de que eran de oro. Cabras con dientes de oro justifican cualquier disparate.

El reino más chico del mundo es Tavolara, una isla de piedra caliza, con un cascotazo central que se eleva 545 metros sobre el nivel del mar, unos acantilados verticales y amenazantes a los que apenas si se les animan las cabras, y una lengua pachucha de arenas blancas que, en toda su furia, mide un kilómetro de ancho. Es un reino de cinco kilómetros de largo y, como se dijo, uno de ancho. No es un gran dominio. Ahora, qué mar lo rodea: impresionante, el mar Tirreno, que es uno de los tantos nombres que elige el Mediterráneo para regalarse por el mundo, de Algeciras a Estambul, dice Serrat.

Semejante monarquía en unos dominios que, en el último censo diario y a ojo, arrojaba once habitantes y unos treinta residentes ocasionales, se alza desde hace más de 185 años, en la costa norte de la isla de Cerdeña, en la provincia de Sassari. Es tomada como parte de Italia, pero nunca fue anexada de manera formal, porque fue declarada reino por un antiguo rey.

En los tiempos gloriosos de la Grecia fundacional, aquellos muchachos anduvieron también por allí, la isla era conocida como Hermea. La leyenda dice que el papa San Ponciano murió allí después de su abdicación y exilio en el año 235. Y tal vez sea esa isla la que se llamó Tolar y fue usada por naves árabes en el 849 para atacar las infieles costas cercanas.

En estos días, su rey es Antonio “Tonino” Bertoleoni, descendiente directo de la familia fundadora de la monarquía. Es también dueño del restaurante “Da Tonino”, el más importante de la isla. Su hermana, la princesa Maddalena, regentea el restaurante “La Corona”. Que monarca y princesa de una monarquía activa se ganen el pan de cada día con el sudor de sus manos, es de por sí un mérito que excede incluso el gusto culinario.

El rey de Tavolara, Antonio "Tonino" Bertoleoni
El rey de Tavolara, Antonio "Tonino" Bertoleoni

Tonino Bertoleoni nació en 1933 y hoy ronda los 88 años. No hace mucho filosofaba con ruda sencillez: “Soy probablemente el rey más ordinario del mundo. El único privilegio que disfruto es el de tener comida gratis”. Comida gratis tienen tuvieron y tendrán todos los reyes del mundo y hasta algunos republicanos aguerridos. En cuanto a lo ordinario, se ve que Tonino no ha frecuentado mucho a las monarquías europeas.

La isla no tiene más atractivos que los que da el mar: avistamiento de delfines, nadar en el azul más profundo imaginable, paladear los frutos de ese mar desprendido y generoso, unas puestas de sol que te dejan tambaleando y unas lunas graciosas y serenas que convierten a la noche en atardecer. Quién puede quejarse. También brillan en la isla los dos restaurantes de la familia reinante, el palacio real, que no es otro que la casa de los Bertoleoni que hacen las veces de guías turísticos. También es atracción el cementerio local, vinculado a los orígenes de la monarquía isleña. No hay mucho más. Bueno, también están los alrededores. Del vecino puerto de San Paolo, separado de Tavolara por un estrecho, parten ferrys de todo tipo y calado para recorrer los peñascos vecinos, las islas solitarias, y las costas de Cerdeña, al alcance de la mano: un buen mar y un buen bote, hacen del hombre un aventurero.

El que fue un aventurero fue el patriarca del reino, Giuseppe Celestino Bertoleoni Polo, que fue el primer colono de Tavolara. A los veintiocho años, Giuseppe estaba casado, al menos de palabra y de común acuerdo, con dos hermanas, dicho sea esto sin juzgar a sus majestades. Para escapar del juicio por bigamia por el que era buscado en Italia y, también es probable para huir del malhumor de la familia de las muchachas, Giuseppe se instaló en Tavolara, donde no había nada ni nadie, con sus dos familias y sus hijos con ambas mujeres. Allí supo de primera mano que las cabras montesas de la isla tenían los dientes amarillos por la dieta obligada de algas y líquenes locales, y no porque una rara alquimia los hubiese convertido en oro. Ya se sabe que, a las cabras, a la hora de comer, se les nefrega lo gourmet.

Sin embargo, atraído por la leyenda áurea de aquellos animalitos, un día de 1836 fue a visitar la isla el rey de Cerdeña, Carlos Alberto. Un poquito de historia: Italia era un polvorín. Los italianos peleaban duro en el norte y contra Austria, para desterrar a la casa de Habsburgo y para instalar, en principio, una nación federada, liderada por el Papa. Después, la idea fue que a aquella Italia que nacería tras la caída de los Habsburgo fuera regida por la casa Saboya, como sí sucedió en 1861 con la llegada al trono de Vittorio Emanuele II. Eran los años en los que los admiradores y fanáticos del gran Giuseppe Verdi, escribían en las paredes “Viva Verdi” porque el acrónimo del músico se podía leer como Vittorio Emanuele Re d’Italia.

La familia Bertoleoni en el comienzo de su reinado. La reina Victoria de Inglaterra pidió que se hicieran esta foto para colgar el cuadro en su galería de "colegas" y bautizó a Tavolara como "el reino más pequeño del mundo"
La familia Bertoleoni en el comienzo de su reinado. La reina Victoria de Inglaterra pidió que se hicieran esta foto para colgar el cuadro en su galería de "colegas" y bautizó a Tavolara como "el reino más pequeño del mundo"

Carlos Alberto de Cerdeña había prestado su apoyo y sus tropas en la lucha contra los austríacos, pero se sintió abandonado, o lo abandonaron de verdad, por el papa Pío IX y por el rey Fernando de las Dos Sicilias. Esa es otra historia, pero parece que, después de tanta guerra y entre tanta lucha, su majestad quiso darse un banquete con las cabras de los dientes de oro de Tavolara. Lo recibió y lo guio por la isla, y le ayudó a cazar algunas cabras, Paolo, el hijo de 24 años de Giuseppe. Dice la leyenda que Carlos Alberto se presentó así, rampante: “Soy Carlos Alberto, Rey de Cerdeña”. Y Paolo, que era al parecer un enorme caradura, astilla de aquel basto, le contestó: “Bueno, yo soy Paolo, rey de Tavolara”.

Se zamparon cinco o seis cabras en una gran comilona que duró tres días, y que hoy llenaría de aprensión a las nobles almas veganas, y el rey de Cerdeña concedió al final del banquetazo: “Paolo, de verdad sos el rey de Tavolara”. Ja, ja, ja, pero no era una simple alabanza. De regreso a su reino, Carlos Alberto constató que Tavolara nunca había sido parte de sus dominios y envió a Paolo una “carta real” de la casa de Saboya que le dio al islote estatus de monarquía. Y ahí queda eso.

Lo primero que hizo Paolo fue diseñar un escudo de armas para unas fuerzas armadas inexistentes y sin probabilidad de formarse. Pero lo pintó y lo fijó en la puerta de su casa. Después armó un árbol genealógico real, no tuvo que viajar demasiado al pasado, destinado más bien al futuro de la monarquía. Y, tercero, ordenó construir un cementerio para él y sus descendientes, su majestad era consciente de la finitud, y ordenó que una corona de cemento se colocara sobre su lápida. Todavía está allí. El rey de verdad era Giuseppe, pero le cedió el trono a Paolo en 1845, cuatro años antes de su muerte en 1849. Después de creado el reino de Italia y con la casa de Saboya en el trono, Paolo, un incansable, consiguió para Tavolara el reconocimiento como monarquía de Vittorio Emanuel II.

Paolo murió en 1886 y lo sucedió en el trono su hijo Carlo I. Lo del trono es nominal y simbólico. No hay en Tavolara una sala del palacio destinada a las asentaderas reales, ni cetro, ni capas de armiño que representen honor y valentía. Fue durante el reinado de Carlo I que, en 1900, pasó por la isla el barco británico “HMS Vulcan”, con un encargo de la reina Victoria: fotografiar a la familia Bertoleoni para que su majestad la colgara en su galería de retratos reales en el palacio de Buckingham. Hicieron la foto y colgó la reina el cuadro con la leyenda: “El reino más pequeño del mundo”. Una reproducción de esa foto adorna hoy las paredes del restaurante “Da Tonino”, de Tavolare.

El Rey de Tavolara en la puerta de su restaurante Da Tonino
El Rey de Tavolara en la puerta de su restaurante Da Tonino

Si todo en ese reino diminuto parece extraño y disparatado, esperen a leer algo sobre la reina Victoria de Inglaterra, que se sentó en el trono un ratito por cumplir, y reinó durante sesenta y cuatro años. Una tarde, Victoria decidió invadir Bolivia. Así como lo leen. ¿Qué había pasado? Bolivia estaba gobernada por un dictador un poco chiflado, Mariano Melgarejo, que cuando se enteró que el embajador británico había hecho un comentario despectivo, muy despectivo, sobre la chicha que parecía ser entonces la bebida nacional boliviana, ordenó que desnudaran al embajador, lo llenaran de brea, lo emplumaran y lo pasearan en burro por las calles de La Paz ante el no documentado, pero previsible, regocijo popular.

Enterada en Londres del atropello, la reina Victoria ordenó alistar sus naves y tropas para escarmentar a aquel país chusco y atrevido. Por suerte, uno de sus buenos consejeros, en todo gobernante lo mejor son los buenos consejeros, hizo notar a su majestad dos detalles; primero, que Bolivia quedaba no lejos, lejísimos, en el otro lado del mundo. Y, segundo, que aún cuando la aguerrida armada imperial atravesara océanos y tempestades, llegar a Bolivia era difícil dado que era un territorio mediterráneo, sin costas por ninguna de sus fronteras y que, en fin… La reina entonces cortó por lo sano y decretó: “Bolivia no existe”, y la tachó con un lápiz rojo del globo terráqueo que marcaba lo ilimitado de su imperio. Debemos esta historia al gran periodista y escritor Gregorio Selser, que la relató en una de sus obras imprescindibles, “El Onganiato”. Selser afirmaba que muchos de los mapas victorianos del mundo no incluyeron a Bolivia como país existente.

Al lado de semejantes disparates, Tavolara parece un encomio a la sensatez. Es un reino que no ha provocado ni guerras, ni golpes de estado, ni crisis económicas, ni dramas por su descendencia, ni tribulaciones por algún desorbitado deseo de expansión, que falta le hace al reino, pero ¿hacia dónde expandirse? Es una monarquía tranquila que no aspira sino a la paz y a la tranquilidad. Carlo I lo resumió también con crudelísima sencillez: “No me interesa mucho el reino. Prefiero saber hacer las ollas de langosta como las hacía mi padre”. Un deseo genuino y sabroso pero un poco mezquino como ideal político. Pero así son las monarquías.

Tavolara vista desde Cerdeña. Un pequeño canal las divide
Tavolara vista desde Cerdeña. Un pequeño canal las divide

En los años de la Guerra Fría, el reino de Tavolara no estuvo al margen de aquel conflicto casi secreto y escalofriante. En 1962, bajo el reinado de Carlo II; hijo mayor de Carlo I, se instaló en la isla una base de la OTAN. También suena a disparate, pero así es el poder militar. Poco podía hacer la monarquía para enfrentar una decisión de otros, dado que no tuvo nunca, y no tiene pensado tener, alguna fuerza armada capaz de defender su anciana soberanía.

Base militar mediante, la mitad de la isla quedó cerrada a sus habitantes, lo que provocó un éxodo de habitantes exiguo en cantidad, pero masivo en representación. Desde esa base militar se transmiten y reciben, o se transmitían y recibían, mensajes cifrados de los submarinos aliados de la organización, que patrullaban las aguas azules del Tirreno, entre otras tantas aguas azules.

Así vive hoy Tavolara, un cascotazo de 545 metros que se levanta del mar como un vigía, una lengua de playa de arena blanca que invita al sosiego, el reposo y hasta a los deportes de agua, un rey sin aspiraciones de conquista que maneja un restaurante, una princesa que maneja otro restaurante, unas langostas y unos cangrejotes a la cacerola dignos de ser regados con un vino blanco de Cerdeña y esa magia del mar, un eterno horizonte en movimiento.

A ver si resulta ahora que Tavolara es un paraíso.

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