En un rincón de su habitación, en el segundo piso que alquilaba en Boulogne sur Mer, Francia, el general José de San Martín tenía colgado su más fiel compañero de su epopeya americana: su sable corvo.
Cuando en septiembre de 1811 pidió la baja del ejército español con la idea de embarcarse al Río de la Plata, en el interín estuvo unos cuatro meses en Gran Bretaña. En ese tiempo en Londres, en el que vivió en el número 23 de Park Road, en el distrito de Westminster, se relacionó con políticos, intelectuales y con logias masónicas con intereses en lo que sucedía en el Río de la Plata.
Fue en esa ciudad que adquirió, de segunda mano, el sable corvo que dicen es un fiel reflejo de su personalidad.
De origen árabe o persa, se calcula que fue forjado durante el siglo XVIII en el Lejano Oriente. Con su vaina incluida pesa un kilo y medio. De 95 centímetros de largo, se destaca su sencillez, la ausencia de detalles en oro o de piedras preciosas.
Posee una hoja de acero de Damasco, de aproximadamente 100 años de antigüedad al momento de ser adquirido. Lo que caracteriza a este material es su calidad, filo, resistencia y ligereza. La empuñadura es de madera de ébano y su vaina está recubierta en cuero y bronce. Se cree que San Martín habría sido el primero en introducir este tipo de arma en América del Sur.

Lo acompañó en su campaña libertadora y al regreso a Mendoza, luego de la entrevista con Simón Bolívar en Guayaquil, dejó el sable en esa provincia, en manos de María Josefa Morales, viuda de Pascual Ruíz Huidobro. Los rumores señalaban a esta mujer como una de las amantes del Libertador, aunque otros historiadores sostienen que habían sido solo buenos amigos. Se habían conocido en 1813, luego del combate de San Lorenzo.
Cuando su hija Mercedes y su esposo Mariano Balcarce viajaron a Buenos Aires, recibieron el encargo del viejo general: “Traigan mi sable corvo, que me ha servido en todas las campañas en América y servirá para algún nietecito, si es que lo tengo”.
Cuando una fuerza anglo-francesa bloqueó el Río de la Plata, quedó impresionado por la defensa de la soberanía que realizó Juan Manuel de Rosas. Por eso, en su cláusula tercera de su testamento, redactado en enero de 1844, estableció que “el sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sud, le será entregado al General de la República Argentina D. Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que tratan de humillarla”.

Fue así cuando luego de su fallecimiento, el 17 de agosto de 1850, el sable quedó en poder de Rosas quien, a su vez, había decidido legar el suyo al presidente paraguayo Francisco Solano López, en reconocimiento a la defensa que hacía de su país. No llegó a mandárselo por su muerte el 1 de marzo de 1870, que marcó el final de la guerra de la Triple Alianza.
Cuando Rosas se exilió en Southampton, recibió el sable. Conservó el arma como una reliquia: la depositó dentro de un cofre en cuya tapa hizo colocar una placa de bronce donde mandó grabar la famosa cláusula testamentaria.
En su testamento, Rosas se lo dejó a su amigo de toda la vida, Juan Nepomuceno Terrero, pero falleció antes que él.

A su muerte, ocurrida el 14 de marzo de 1877, quedó en poder de su hija Manuela y su yerno Máximo Terrero. Ellos recibieron cartas de Adolfo Carranza, director del Museo Histórico Nacional, donde les ofrecía preservarlo allí. La respuesta, si bien demoró, fue positiva.
El 4 de marzo de 1897 el vapor correo inglés “Danube”, que había zarpado de Southampton –ciudad donde había vivido Rosas y donde estaba enterrado-, ancló en aguas cercanas a la ciudad de La Plata. A su encuentro fue la corbeta “La Argentina” y el nieto de Rosas, Juan Manuel Ortiz de Rozas, recibió el sable. Al día siguiente, este buque recaló en el puerto de la ciudad de Buenos Aires.
En un primer momento se pensó en que una comisión de generales y almirantes lo recibiera, pero el hecho de que venía de manos de Rosas produjo resistencias y muchas ausencias en el acto. El único alto oficial fue el general Donato Álvarez, veterano del combate de la Vuelta de Obligado y que, en las filas de Justo José de Urquiza, peleó en Caseros. Se había retirado del servicio activo dos años antes.
El nieto del Rosas fue quien lo entregó en mano en Casa Rosada al presidente José Evaristo Uriburu, quien firmó el decreto para que fuera conservado en Museo Histórico Nacional. Desde entonces se exhibió allí.
El 12 de agosto de 1963 fue robado por un grupo de la juventud peronista, para llamar la atención. Devuelto días después, fue nuevamente robado el 19 de agosto de 1965 también por peronistas y recuperado meses después.
Entonces lo colocaron en un templete blindado en el Regimiento de Granaderos a Caballo hasta que el 24 de mayo de 2015 la presidente Cristina Fernández de Kirchner encabezó el acto de su traslado, nuevamente, al Museo Histórico Nacional. Hasta ese lugar lo llevaron los granaderos, previo paso por la Catedral Metropolitana, donde fue bendecido por el cardenal Mario Poli.
Actualmente,en el museo se exhibe ese sable corvo que el anciano general San Martín quiso tener hasta el último momento.
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