De las manos de Perón a los restos de Rosas, ¿cómo se explica la necromanía argentina?

A 30 años de la mutilación del cuerpo de Juan Domingo Perón, está claro que el ritual de la profanación de cadáveres forma parte del patrimonio de la Argentina

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Por Claudio R. Negrete y Juan Carlos Iglesias

Un profundo hedor salía de ese frasco que empujaba la curiosidad de los que participaban de ese acto extraño pero ineludible. Parecían contemplar la ceremonia previa a un truco mágico, como si de esa galera de vidrio fueran a salir las verdades ocultas del mito. Sabían que no era cosa buena lo que estaban haciendo, que violaban un mandato divino: los muertos son sagrados. La culpa flotaba en ese cuarto pobre, chico, irrespirable por el intenso calor. El mal ya se había consumado y se debía seguir con el operativo pautado paso a paso y sin memoria. No había tiempo de arrepentimientos ni era un momento para cobardes. Los que estaban allí entendían que esas debilidades no cabían. Había que convivir con la muerte de la misma manera en que el cuidador del cementerio de la Chacarita se sienta a comer su vianda rodeado de huesos, pelos secos, tumbas malolientes, flores que se pudren y se marchitan en horas. Como la carne enterrada.

Las manos estaban guardadas perfectamente seccionadas por las muñecas, casi simétricas, sin desgarros, apoyadas en el fondo de ese cofre improvisado, apuntando hacia arriba como si quisieran salir. El corte se había hecho con prolijidad de cirujano. A través del formol que las conservaba tenían un color blanco pálido. Eran las manos del muerto más temido, del hombre que desató pasiones y odios profundos, al que nadie se hubiese animado a tocar con tanta osadía. Todos querían estar seguros de que eran ésas, las ahora más buscadas, luego del secreto y exitoso operativo de su secuestro. Las miraban con curiosidad macabra y sus yemas eran estudiadas sin piedad, dando vuelta su carne, como si alguna verdad se escondiera en su profunda frialdad.

Era octubre de 1967 en Bolivia. Las manos cortadas del argentino-cubano Ernesto "Che" Guevara estaban listas para que miembros de la Policía Federal Argentina comenzaran el trabajo: identificar si correspondían al líder guerrillero. Al cuerpo se le inyectó formol para conservarlo unos días más. Sus asesinos no sabían qué hacer con él. Sin quererlo, y en el mismo instante en que lo ejecutaron, habían transformado al enemigo marxista en un mito para siempre. Una vez terminada la exposición pública del cuerpo muerto del "Che", decidieron cortarle las manos. Más tarde el ministro del Interior de Bolivia, Antonio Arguedas, logró robarlas y las hizo llegar a Cuba, vía Moscú, junto con el microfilme del diario personal del guerrillero.

Treinta años después, en el pueblo boliviano de Vallegrande, se encontraron sus huesos y los de sus compañeros guerrilleros asesinados y enterrados a unos seiscientos metros de la pista de aterrizaje. Todos fueron a una fosa común que los puso en la misma puerta del infierno. En el hospital de Santa Cruz de la Sierra, los especialistas reconocieron en esos huesos mezclados los restos del "Che". Hubo tres puntos de coincidencia con la información que se tenía de él: dos protuberancias en el cráneo sobre los ojos, la ficha dentaria y la falta de sus manos. En una sórdida escena repetida intencionalmente, el esqueleto armado del "Che" fue mostrado al mundo, en una bandeja de aluminio, en la misma posición de aquella foto histórica tomada por el fotógrafo Freddy Alborta, de United Press International, cuando se lo conoció con su torso desnudo y sus ojos abiertos mirando el cielo. Ahora, millones de personas vieron por televisión los huesos del Cristo del comunismo. Una forma de desmitificarlo.

Las coincidencias entre los destinos de las desaparecidas manos del "Che" y las de Juan Domingo Perón son parte de la trama de una historia signada por manipulaciones de muertos e intrigas de poder. Ambos casos muestran esa pasión tan humana de jugar con los cadáveres. Los muertos, y sus cuerpos, son utilizados como instrumentos de guerra y venganza, como trofeos que simbolizan el ejercicio de un poder que se cree divino pero que, en esencia, quizás esconda miedo, el terror a morirse.

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El ritual de la profanación de cadáveres también forma parte del patrimonio de la Argentina. Muchos lo llaman la "necrofilia" nacional aunque, para ser justos con su definición etimológica, ésta se refiere a los que mantienen relaciones sexuales con los muertos. La enfermedad social practicada por muchos argentinos y comprobada a lo largo de la historia es "necromanía", es decir, la manía por los muertos que lleva a la locura de profanar cuerpos en forma permanente. En esa línea, además, se practica la "necrodulia", que es el culto por los muertos, a la que se debería agregar "necrolatría", que es el culto exagerado a la memoria de los muertos.

Como en otros tantos temas, en la Argentina se hizo un cóctel de todas estas deformaciones. Los antecedentes delatan nuestra condición de necrómanos, y contamos con una historia jalonada por robos de cadáveres o de sus vísceras; mutilaciones varias; disputas de cabezas, manos y corazones; huesos en exilios permanentes; escondites secretos donde el trozo de un muerto pudo valer más que el oro mismo. Cuando murió Fray Mamerto Esquiú, el 10 de enero de 1883, su cuerpo debió recorrer kilómetros de calores insoportables mientras se lo veneraba. Después de décadas, abrieron el féretro. No quedaba nada de él excepto su corazón intacto. Un milagro, creyeron. Y lo llevaron a Catamarca, a una capilla lateral del templo de San Francisco.

Permaneció allí durante 107 años, hasta que en octubre de 1990 fue robado poco después del asesinato de la adolescente María Soledad Morales, que conmocionó a la sociedad. El corazón del fraile terminó siendo una prenda de canje: lo robó el hijo del dueño de la clínica donde estuvo la joven moribunda y misteriosamente regresó a su lugar sagrado cuando dejaron de inculparlo. Posteriormente fue sustraído por un demente que lo tiró a un tacho de basura de la vía pública catamarqueña.

Sobre la muerte del general Juan Lavalle y el destino de su cadáver se escribió infinidad de historias. Para evitar que fuera robado por el enemigo, sus partidarios lo llevaron bajo un sol implacable hasta la frontera boliviana. Fue envuelto en un poncho y depositado sobre su caballo, que encabezó el cortejo. Al día siguiente, el olor nauseabundo se volvió insoportable. Entonces, le sacaron las vísceras y las enterraron. La cabalgata siguió por catorce días más. Cuando llegaron a Potosí depositaron lo que quedaba de sus despojos en la Catedral.

La necromanía argentina no se detuvo ante nadie. Se practica desde todos los sectores. Parece ser una enfermedad de difícil extinción y asombroso perfeccionamiento. En marzo de 1988, en plena investigación judicial por el asesinato de la modelo Alicia Muñiz a manos del ex campeón mundial de boxeo Carlos Monzón, los médicos forenses denunciaron que se habían quitado los músculos del cuello y "la carótida primitiva y la yugular interna". En esas piezas anatómicas faltantes estaban las huellas y las evidencias de que el acusado la habría estrangulado antes de arrojarla por el balcón de su casa.

En 1990 el gobierno de Carlos Menem decidió meterse con un muerto ilustre. Había que repatriar los restos de Juan Manuel de Rosas, sepultados en el cementerio de Southampton, Inglaterra, desde 1877. Era un pesado ataúd de plomo de 400 kilos. El féretro estaba envuelto con la misma bandera argentina que había sido arriada de la embajada en Londres el día en que estalló el conflicto armado por las islas Malvinas. Lo destaparon y vieron que, en lugar de aquel temido Rosas, en el interior había un fango espeso, sólo se hallaron el cráneo y los huesos grandes de su esqueleto. Un crucifijo de madera que apenas fue tomado se partió, un plato de porcelana blanca, que podría haber sido usado en el velorio para poner agua bendita, y su dentadura postiza. Los restos fueron prolijamente limpiados y puestos en otro ataúd. La dentadura la tomó uno de sus descendientes y se la guardó en el bolsillo.

La última dictadura militar argentina llevó al extremo esta manía de vengarse de los muertos con la forma más brutal: hacerlos desaparecer. Previo a esto, tiros en las muñecas y corte de manos fue algo de todos los días. Laura Bonaparte es madre de un desaparecido. De acuerdo con lo que le relataron los sepultureros del cementerio de Avellaneda, en aquellos tiempos violentos llegaban camiones del Ejército cargados de muertos y prisioneros aún vivos. Los remataban ahí mismo, mientras cavaban sus tumbas. El Equipo Argentino de Antropología Forense comprobó que muchos de los cuerpos hallados habían sido mutilados a nivel del antebrazo y tenían las manos seccionadas. Los cortes fueron hechos con sierras quirúrgicas, como las que se usaron después con el cadáver de Perón.

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En esta larga lista de historias necrómanas de la Argentina, la de Eva Perón es, quizá, la más emblemática. Insumió más de dos décadas, con una travesía de miles de kilómetros por el mundo. Fue santificada antes de morirse; después, su cuerpo se transformó en una obsesión de varias generaciones de argentinos. Fue orinado por los golpistas del 55 y cuando se lo devolvieron a su ex marido el viernes 3 de septiembre de 1971 (los militares se lo dejaron en el jardín de su casaquinta en España), el informe médico de Isidro Ventura Mayoral afirmó que tenía un corte importante en el cuello, hundimiento y fractura del tabique nasal, una cicatriz que abarcaba la mejilla y el pómulo izquierdo abriendo un colgajo de carne, cuatro cortes en ambos senos de 16 milímetros cada uno, otro en el brazo izquierdo a la altura del húmero, fractura de ambas piernas producida por presión o por un cuerpo pesado colocado sobre ellas, y los dedos de los pies aplastados y encimados.

Muerto Perón en 1974, la necromanía se ensañó una vez más con el cadáver de Evita. Para asegurarse de que el gobierno de Isabel Perón lo repatriaría desde España, el grupo guerrillero Montoneros se robó del cementerio de la Recoleta el féretro con el cuerpo del general Pedro Eugenio Aramburu, símbolo del golpe de Estado que derrocó a Perón en 1955. Tres horas antes de que aterrizara en el aeropuerto de Ezeiza el avión con los restos embalsamados de Evita, Aramburu apareció dentro de una camioneta en una de las calles laterales de la Recoleta.

El cuerpo de Juan Perón no iba a escapar a esta serie de manipulaciones y violaciones de cadáveres. Algunas señales de lo que ocurriría con él pareció recibirlas durante su exilio madrileño. Cada vez que entraba en la cocina y en el comedor diario de la quinta "17 de Octubre", se topaba con una imagen que el destino transformaría en estigma. En cuatro azulejos con fondo celeste se reproducía una pintura con dos manos juntas, en posición de rezo, perfectas, con los detalles de sus venas y finos perfiles. La figura se cortaba en el exacto lugar donde comenzaban las muñecas. La obra origina es de 1508 y se llama Manos que oran, del célebre artista alemán Alberto Durero.

Muchos años después, en un día de junio de 1987, ese estigma se concretó gracias a los profanadores que entraron en la tumba de Perón y seccionaron sus extremidades con prolijidad. Los brazos quedaron mutilados al nivel de las mangas de su uniforme militar. Se habían robado las manos de un ex presidente, símbolo de toda una época de la Argentina. Las que practicaron box siendo cadete; escribieron el diccionario mapuche; despidieron a su primera esposa cuando murió; acariciaron con amor a Evita; dieron esperanzas a millones de pobres al firmar las leyes sociales y la ley que permitió votar a la mujer; escribieron libros y miles de cartas desde su exilio, acompañaron discursos encendidos, sellaron acuerdos políticos, apadrinaron candidaturas y se apretaron con las de líderes mundiales. Las que se unieron a las de Ricardo Balbín, tratando de pacificar la política argentina en los años 70. Para otros, las manos de Perón pueden simbolizar historias oscuras. Verán en ellas el instrumento con el que se aprobaron decretos para encarcelar opositores; ofrecieron la bienvenida a López Rega; bendijeron el accionar de grupos guerrilleros.

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Pero cualquiera que sea el caso, representan un símbolo difícil de reemplazar, el atributo que marcó los días de gloria y ocaso de Perón. Ya no están en el cuerpo. Fueron secuestradas, escondidas y usadas para otros fines hasta ahora inconfesables. La profanación de la bóveda y el robo de las manos de Perón conmocionaron a la sociedad argentina. Fue una operación política de alto nivel. Faltaban algo más de dos meses para las cruciales elecciones de gobernadores, y el país estaba inmerso en un clima polarizado entre el gobierno radical, cada día más débil, y un peronismo que renacía, dispuesto a recuperar su lugar. Los comicios cambiaron la relación de poder en el país y fueron la antesala de un profundo cambio que se consumó en la década siguiente. La derrota electoral del gobierno presidido por Raúl Alfonsín sepultó su proyecto de reforma constitucional.

El peronismo regresó y poco tiempo después nació su propia contrarrevolución: el menemismo, que cumplió con éxito el proyecto alfonsinista de quedarse en la presidencia por una década. Desde que se conoció la profanación, todos creyeron encontrar la primera parte de la verdad en el agujero del Blindex de seguridad que protegía el ataúd presidencial del viejo general. Se llegó a decir que los violadores habían logrado penetrar en el interior del féretro para cortar las manos y sacarlas de su oscuro letargo. Fue otra de las decenas de pistas falsas y dudas sembradas a propósito.

¿Qué seguridad hubo en la bóveda de Perón durante los diez años previos a su violación? Ninguna. Los profanadores entraron en el lugar utilizando una copia del juego de llaves que abría el Blindex para llevar adelante un operativo de varios días. Aquel hombre que manejó el poder a su antojo por décadas quedó mutilado dando lugar a uno de los más grandes y extraños misterios de los últimos tiempos. Una trama que se alimenta de una rara mezcla de policial negro con prácticas esotéricas, fortunas escondidas, donde aparecen políticos y operadores de los gobiernos de turno, personajes de la farándula local, policías, militares y un grupo variado de personajes marginales. Una triste secuencia de hechos que describe a los argentinos en su propio masoquismo histórico: utilizar a los muertos como macabros trofeos en las disputas terrenas.

Este texto está incluido en el libro "La profanación. El robo de las manos de Perón", de Claudio R. Negrete y Juan Carlos Iglesias (Sudamericana)