
"Como te ven te tratan, y si te ven mal, te maltratan".
(Mirtha Legrand)
Pero, ¿cómo nos vieron los sabios, los exploradores, los intelectuales del siglo XIX que se aventuraron en estas pampas?
Oferta amplia. De todo, como en botica.
Según Charles Darwin, el hombre que cambió la concepción de la especie humana con su teoría de la evolución, los argentinos éramos sumamente extraños. El científico británico llegó a Buenos Aires en 1832 a bordo del histórico Beagle y exaltó al gaucho: "Invariablemente muy servicial, cortés y hospitalario. No encontré un solo ejemplo de falta de cortesía o de hospitalidad. Es modesto, se respeta, respeta a su país, pero también un personaje enérgico y audaz", calificó.
Pero no aprobaron su examen la policía y la justicia, "completamente ineficientes. Si un hombre comete un asesinato, quizá sea encarcelado o fusilado. Pero si es rico y tiene amigos influyentes, nada le pasará…".
Su juicio no fue menos piadoso con "las clases altas y educadas". Les cayó a palo y rebenque: "Cometen muchos otros crímenes, pero carecen de las virtudes del gaucho. Son sensuales, disolutas y corruptas, y se mofan de toda religión. Asombra su falta de principios".
Claramente, no le gustamos. Y para colmo de males, en sus exploraciones andinas –en Mendoza, concretamente–, enfermó del Mal de Chagas, que deterioró su corazón y lo mató en 1882, a sus 73 años.

Otros, en cambio, se afincaron en estas tierras, entonces de indios en cueros y de señores de galera y levita en los palcos de los teatros.
Por ejemplo, el muy british George Thomas Love.
Aunque la mayoría realizó visitas ocasionales, un porcentaje importante encontró aquí su verdadero hogar. Este fue el caso del británico George Thomas Love: contador, agente comercial de su país, y fundador del periódico Argentine News. Firmaba sus puntos de vista sobre el país y su gente como "un inglés" (¿modestia o instinto de superioridad?).
Veamos cómo le caímos…
"La ciudad de Buenos Aires tiene un aspecto imponente. Cuando desembarqué –octubre de 1820¬, vi dos cañones en excelente estado emplazados en el muelle y grabados con el sello de las armas reales españolas…" (Nota: diez años después de la Revolución de Mayo, las huellas coloniales seguían vivas).
Love, en sus veinticinco años porteños, no flaqueó en su devoción por las damas locales: "Son seres de otro planeta, vestidas casi siempre de blanco, y paseando sin más adornos que los diamantes de sus ojos".
Obesivo, arriesgó detalles eróticos: "Algunas, hermosas y provocativas, llevan la falda y la enagua tan cortas, que exponen una parte del tobillo y de la pierna, aumentando nuestra tentación (¡!). No usan polvos ni otros artificios para disimular su edad. En sociedad son desenvueltas, habladoras y muy alegres. Los niños de Buenos Aires son hermosos. Algunas niñas, perfectos serafines".

Pero no todo fue miel sobre hojuelas… A contramano de Darwin, los gauchos le cayeron como plato de chorizo con huevos fritos, esa "tropelía gastronómica", según el refinadísimo dandy y escritor Eugenio Cambaceres.
Los describió como "gente muy rara, de cabello largo y trenzado, como los chinos, y con la extraña costumbre de atarse pañuelos bajo la barbilla, que cuelgan sueltos por detrás. Sentados en el suelo, alrededor de una hoguera, recuerdan a las brujas de Macbeth…".
Pero gauchos aparte, jamás volvió a Inglaterra. Murió en la Buenos Aires que lo deslumbró apenas desembarcado, en noviembre de 1845 a los 52 años. Su tumba está en el Cementerio Británico.

Extraño periplo el del aventurero norteamericano John Anthony King… Llegó al país apenas adolescente (16 años), se quedó un cuarto de siglo, pero volvió a su tierra en 1841.
Precoz guerrillero, apenas pisó estas pampas, teñidas de sangre unitaria y federal, se alistó en la montonera del caudillo entrerriano Francisco (Pancho) Ramírez. Y nadie como él narró la muerte de su jefe.
"¡Pobre Ramírez! –escribió-. Todos presenciamos su suerte. Aquellos carniceros [hombres del santafesino Estanislao López] no necesitaron ceremonia alguna (…) se lo condujo al frente de los pequeños restos de su propio ejército, con los brazos atados (…) Levanté mis manos al cielo y murmuré una oración por su alma. No pronunció palabra. Pero cuando el valiente se arrodilló delante de sus asesinos, me dirigió tan larga y ardiente mirada que jamás olvidaré, y un instante después cayó frente a mí, ejecutado por una bala. Pero el designio de su asesino no estaba cumplido. La cabeza de Ramírez fue separada del tronco, en ese mismo lugar, y paseada como un trofeo".

Volvió a la lucha seis años después, como soldado del general José María Paz, el manco, y en 1829 enfrentó a los federales en La Tablada, cerca de Córdoba. Su descripción de Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos, es un modelo de prosa.
"Se había despojado de toda su ropa, menos de los calzoncillos, que llevaba arremangados y atados alrededor de los muslos. Los dos, él y su caballo, estaban cubiertos de sangre, y presentaban un aspecto que no podía ser considerado humano. Enfurecido con la perspectiva de la derrota, saltaba de aquí para allá, derribando con su propio sable a sus propios si veía que flaqueaban o cuidaban sus vidas (…). Desnudo como estaba, surcado por rayas de sangre de sus víctimas, parecía un verdadero demonio, dominando sobre la matanza (…). Al ponerse el sol se decidió la batalla. Paz quedaba triunfante, y Quiroga, considerando por fin inútiles todos sus esfuerzos, dio la vuelta, y sin una señal para la retirada, se escapó del campo".

Pero no todos los cronistas extranjeros fueron anglosajones. El ingeniero francés Alfredo Ebelot, también profesor universitario y periodista, llegó al país durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento, contratado para trabajar en la frontera. Y dejó este testimonio en su libro La Pampa.
"Los niños de corta edad cuyos padres han desaparecido se entregan a diestra y siniestra. Las familias distinguidas de Buenos Aires buscan celosamente a estos jóvenes esclavos, para llamar las cosas por su nombre…. En esas ocasiones, un oficial de la frontera se complace en enviar a su novia una joven doncella india. (…). Después de abolida la esclavitud, ha sido de todo punto necesaria esta variación, para seguir llenando la casa de servidores… ¡que no sirven para nada! (…). Algunos se adhieren fuertemente a las familias con las cuales han crecido, y con ellas envejecen y mueren. Son los menos. Los otros, tratados sin rudeza pero sin cariño, como animalitos domésticos, no piden más que una ocasión para emprender el vuelo".
Ebelot volvió a Europa en 1908, pero nunca olvidó ni perdió su relación con la Argentina. Murió en Francia en 1920, a sus 81 años.
Por cierto, los que por esta nota desfilaron no fueron los únicos extranjeros que respiraron el aire de este país nuestro (¡tan joven en el siglo XIX!), lo juzgaron con ojos extranjeros, y algunos lo adoptaron como segunda patria.
Si esas aventuras fueron un examen, lo aprobamos con buen puntaje. No menos de 8.
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