A nadie le importa más ganar ni le duele más perder que a los que entran en la cancha

Que se nos termine un Mundial es muy distinto a una derrota deportiva, dice el autor. Si bien todo el país late junto a la suerte de su Selección, son los jugadores quienes disfrutan o sufren el resultado en carne propia

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Lionel Messi festeja su gol junto a Julián Alvarez, Angel Di María, Nahuel Molina y Enzo Fernández. Ese grito alejó el fantasma de quedar fuera del Mundial en la segunda fecha REUTERS/Pedro Nunes
Lionel Messi festeja su gol junto a Julián Alvarez, Angel Di María, Nahuel Molina y Enzo Fernández. Ese grito alejó el fantasma de quedar fuera del Mundial en la segunda fecha REUTERS/Pedro Nunes

Saint-Etienne es un poco más grande que un pueblo y mucho más pequeño que una ciudad del centro de Francia, en el departamento de la Loire. Con menos de 200.000 habitantes y 80 kilómetros cuadrados de extensión, es la vecina modesta de Grenoble y, especialmente, de Lyon, esa pequeña París que vio nacer a los hermanos Lumiere.

Para muchos argentinos –me incluyo- durante décadas, Saint-Etienne no era más que un equipo de fútbol a cuyo tricampeonato en la Ligue 1 le adosó una memorable campaña en una Copa de Campeones de Europa –actual Champions League- a la cual solo le puso fin el Bayern Munich de Beckenbauer, Sepp Maier y Gerd Muller. Fue en el partido decisivo y por la mínima diferencia. La gran estrella de aquel equipo fue Osvaldo Piazza, un extraordinario defensor surgido la Lanús (de regreso de Francia brilló en Vélez) cuyas imágenes pasando armónica y poderosamente al ataque, melena leonina al viento, lo asemejaba mucho más a un personaje de Games of Thrones que al liberó del campeón de Francia. Gracias a él, mucho más que a su equipo, es que los argentinos identificamos como propia esa ciudad en la que, en 1998, nos tocó enfrentar ni más ni menos que a Inglaterra.

Esa historia es bien conocida: empate en 2 durante los 90 –Batistuta y Zanetti para nosotros, Shearer y un extraordinario junior llamado Michael Owen para ellos-, sin goles en el suplementario y una serie de penales que comenzó con la angustia de Hernan Crespo, neutralizado por David Seaman, y la euforia de todos gracias a las manos de Carlos Roa. Fue un espectáculo vibrante, discutido y tenso hasta el temor debido a un error de logística que permitió que, durante un rato, barras bravas argentinos y hooligans ingleses cohabitaron en la misma cabecera.

Nada más que los típicos cantos amenazantes matizaron un encuentro que se impuso a cualquier posibilidad de episodios violentos a fuerza de emociones dentro del campo de juego.

Bien entrada la madrugada francesa, la idea de desplazarse a Lyon para conseguir una cama que ayudara a relajar tanta tensión fue infinitamente menos seductora que la posibilidad de tomar el tren de regreso a París: en poco más de dos horas y media estaría cómodamente acostado en la cama del Hotel Haussmann St.Augustin.

Durante ese viaje comprendí lo que significa para cualquier hincha quedar fuera del Mundial. Inclusive para los más violentos. Fueron vagones y vagones repletos de hooligans desdentados y con brazos y abdomen de pilar de rugby retirado de los años ‘70 pero que, lejos de apretar los puños buscando algo de violencia catártica, tenían los ojos rojos, hinchados, seguramente con la misma desazón con la que habían padecido, de niño y televisión de por medio, no haberse clasificado para las copas de 1974 y 1978.

David Beckham recibe la tarjeta roja tras golpear a Diego Simeone en el mundial de Francia 1998 (Grosby)
David Beckham recibe la tarjeta roja tras golpear a Diego Simeone en el mundial de Francia 1998 (Grosby)

Que se nos termine un Mundial es algo muy distinto a una derrota deportiva. Es ver cómo, abruptamente, se nos termina la fiesta que esperamos durante cuatro años. Es volver al colegio, a la facultad, al trabajo o al jefe gruñón que, seguramente, nos esperara entre socarrón y jodido mirándonos como si hubiésemos sido los responsables del maleficio que condenó a todo un país al ostracismo futbolero.

Es ver como se quedan, repletos de ilusión y de vouchers para paseos durante los días sin partido, hinchas de equipos que, sin dudas, nos parecen infinitamente inferiores a nosotros.

Hasta en los espacios comunes de trabajo de las cadenas de televisión extranjeras se nota el impacto. Y cuando te toca la buena –Brasil 2014- vas despidiendo con un falso gesto de condescendencia a amigos y no tan amigos de la la tele de Italia, España, Francia, Inglaterra o Portugal. A los brasileños no podías despedirlos, de locales que eran nomás. Y ustedes y yo sabemos por que tampoco pudimos despedir a los alemanes (en modo whatsapp, acá correspondería el emoji de la carita tapada por las manos).

Simplificando. Llegar a la final y hasta perder en semifinales, significa que esa fiesta inconmensurable dura hasta el último día; en el peor de los casos, hasta el último fin de semana.

Desde la vanidad que caracteriza a muchos hombres de prensa, también en este caso simplifico todo creyendo que no solo las cosas pasan por una sola razón –ya hemos hablado al respecto-, sino que, además, esa razón es la que uno esgrime.

En línea con esta arbitrariedad, imagino que esto mismo de la fiesta que se termina, la nostalgia por lo que tanto se desea y demás emocionalidades, es lo que eleva al nivel de presión casi insoportable el lógico estrés que padecen nuestros futbolistas cuando de altísimo rendimiento se refiere.

Ni abro el paraguas ni pretendo justificar nada antes de tiempo. Es más. Sueño con que todo aquello que hizo este seleccionado durante buena parte de este ciclo Mundial –casi cuatro años- asome esta tarde en el 974, ese estadio que no es mucho más que un artificio dentro de otro artificio.

¿Qué debería alcanzar para, al menos, avanzar a octavos? Sin dudas. Pero permítanme un modesto arrebato de empatía y pensar en que nuestra noche de vigilia, de insoportable ansiedad, no tiene porque ser ni distinta ni más pesada que la de aquellos que tienen que salir a la cancha.

¿Porque juegan con 45 millones de argentinos sobre sus espaldas? No. Porque a nadie le importa más ganar ni le duele más perder que a ellos, que son los únicos que no la miran de afuera.