De ver cómo una inundación se tragaba su hogar a ser subcampeón del mundo y convertirse en referente de la selección de básquet

La historia de película de Tayavek Gallizzi, quien junto a su familia padeció la crecida de 2003 en Santa Fe, la peor de la historia en la ciudad. Sus inicios en el básquet, deporte al que abandonó porque “no era bueno, sólo jugaba porque era alto”, hasta que entendió que podía vivir de la pelota naranja. Y destacarse, al punto que fue parte de la gesta albiceleste en China 2019

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El pivot de 206 centímetros se hace fuerte en tierra de gigantes. Y es uno de los más experimentados del grupo de deportistas que participará en la ventana de clasificación a la Americup (CABB)
El pivot de 206 centímetros se hace fuerte en tierra de gigantes. Y es uno de los más experimentados del grupo de deportistas que participará en la ventana de clasificación a la Americup (CABB)

29 de abril 2003. Santa Fe. Tayavek Gallizzi está lejos de ser el pivote duro de 2m06 que hoy en día se banca al grandote que le pongan enfrente, acá o en un Mundial. Tiene apenas 10 añitos y es un flaquito alto, de pocas palabras que está, temeroso y con ganas de llorar, en el techo de su casa en el barrio Santa Rosa. Allí se subió junto a su madre, hermana, hermano y dos perros luego de ver cómo el agua empezó a subir. La peor de las pesadillas ya es una realidad: la ciudad sufre la peor inundación de su historia y su hogar está bajo el agua.

En cuestión de minutos pasamos de tener centímetros a superar los cuatro metros, llegando al techo. Nos quedamos a un costadito, juntitos, yo apenas con una bolsita negra con mi ropa, esperando que una lancha nos rescatara a tiempo. Una pasó y nos dijo que tenía sólo tres lugares... Mi mamá nos dijo que nos fuéramos, pero mi hermana se largó a llorar y no la quiso dejar. Fue una situación tremenda, muy angustiante. Con mi hermano nos fuimos y cuando nos bajamos, a mí me subieron a los hombros de un rescatista y a él lo perdí de vista. Yo terminé en un hospital de niños, solo, perdido, con mucho miedo, llorando mientras quería salir. Hasta que la madre de una amiga me reconoció y me presentó a un hombre de la Cruz Roja que me llevó a su casa. Tuve la suerte de que yo justo me había quedado con el celular de mi madre, sin saber si estaba prendido. Y justo sonó. Era una tía… Me llevaron a su casa y ahí nos empezamos a juntar los familiares. Pero mi mamá y hermana no aparecían. Estuvieron dos días perdidas hasta que las encontramos en otro refugio. Recuerdo que, cuando nos reencontramos, nos abrazamos tan fuerte que no nos queríamos soltar. Fueron horas difíciles, muy traumáticas. Tanto como los días posteriores. Porque luego volvimos a casa y habíamos perdimos todo. Un momento que no olvidaré nunca”.

Gallizzi es de pocas palabras pero, cuando recorre su historia, habla con detalle sobre aquellas horas que marcaron su vida. Taya se siente más cómodo hablando de su historia que de básquet. Porque, más allá de algunas carencias y sufrimientos, a la infancia la recuerda con felicidad y hasta añoranza. “Eramos de clase baja, mis padres tenían más de un trabajo para que pudiéramos comer. Mi vieja era enfermera y en los tiempos libres hacía pan casero para vender. Yo no me daba cuenta de muchas cosas, ni prestaba atención a lo que no tenía. Me ponía contento lo que sí tenía. Como ir a pescar. Para mí era como ir a una juguetería. A veces uno se queja de los viejos pero yo, de grande, entendí los sacrificios que hicieron. Hoy, que soy padre de Batista (2 años), me doy cuenta. No sé cómo hicieron para criar a cuatro (se ríe). Hoy lo valoro mucho y, por caso, disfruto llevando a pescar a mi viejo al Paraná, en Corrientes. Como hacíamos antes, cuando era pibe y compartíamos momentos y éramos felices”, relata dejando claro que su emoción corre fuerte por dentro.

En la búsqueda de desentrañar su historia, elegimos empezar con su nombre. Pero, consultado, él mismo dice que buscó decenas de veces de dónde salió. Y se lo preguntó a sus viejos. Pero aún no tiene respuesta, salvo una. “Supuestamente es indígena, pero ellos dicen que lo pusieron cuando lo vieron en un libro de nombres. Les gustaban los nombres raros. Fijate que, luego de mí, vinieron Ayrton, Atenas y Nayibé (se ríe). A mí siempre me gustó. De hecho diría que, de chico, sólo me sentía especial por mi nombre…”, cuenta, dejando un indicio de lo que le pasaba de pibe. “Con el básquet arranqué a los cinco años en Macabi, club judío al que me recomendaron ir las maestras de la cole porque con mis hermanos teníamos mucha energía. Pero a los 12 lo dejé. Para ser sincero, porque no era bueno. Sólo jugaba porque era alto. Estuve dos años y medio alejado del básquet. Pero Javier Moto Martínez, mi primer técnico, nunca dejó de llamarme, pidiéndome que volviera porque tenía condiciones. Me ganó por cansancio. Y, cuando regresé, tomé la decisión de hacerlo con más seriedad y dedicación a ver hasta dónde podía llegar”, explica.

Una inesperada citación a una selección santafesina fue el click definitivo que necesitaba. “Me motivó muchísimo. Encima quedé entre los 12, fuimos finalistas del torneo y eso me incentivó a ir por más. Así fue que, desde los 14 a los 16, tuve que aprender a hacer lo que no había hecho hasta ahí, empezando por picar la pelota…”, recuerda sonriente. Y, en la continuidad del relato, deja claro que lo suyo es fruto, además de su esfuerzo, de los grandes –y pasionales- entrenadores que tiene este país.

-¿Te gustaría vivir del básquet?

La pregunta de Fernando Esquivel, el profe de básquet que Taya conoció en las colonias de la colectividad y luego lo aconsejó en cada paso de su crecimiento, dejó sin palabras al pivote. “En esa época yo no estaba ni enterado de que eso era posible. Pero él me dijo que yo contaba con potencial, que tenía mucho por mejorar pero que podía hacerlo y él me quería ayudar”, rememora. Y detalla aquella colaboración invalorable, sin pedir nada a cambio. “Fue quien me dijo que fuera al gimnasio y llegó a pagarme la cuota para que lo hiciera… Era quien, cada mañana, cuando íbamos a entrenar a Macabi, me preguntaba qué había desayunado y hasta me daba plata para que comprara lo necesario para comer bien... Cuando increíblemente llegué a la Selección argentina U17, volví con el detalle de todo lo que debía mejorar y con el Negro trabajamos día a día. A todo esto se lo agradeceré siempre, aunque nunca se lo haya dicho personalmente”, dice, al borde de la emoción. La chance de Quilmes, un equipo histórico de la Liga Nacional, fue lo que le faltaba para dar un salto más de calidad en su juego. “Fui, me probé, quedé, regresé a Santa Fe y les dije a mis papás que me iba. Al mes me cayó la ficha de que estaba lejos de todo... Pero fue parte del precio que debí pagar por elegir un camino. Hay que aguantar y resignar. Y eso me ayudó y me preparó”, analiza.

Fue un despertar al mundo para Gallizzi. Como aquel primer viaje en avión, para participar del Mundial U17 en Alemania. “Recuerdo que hubo turbulencias y yo, por dentro, estaba muy asustado, pero miraba a la gente y mis compañeros para ver cómo se comportaban. Como nadie se preocupaba, hasta se reían, yo pensé que debía ser normal... Transpiré todo el viaje, pero me mantuve tranquilo por fuera”, recuerda, entre risas. Al otro año (2011), en otra sorpresa para su vida, quedó para el Mundial U19 en Letonia y fue parte de aquel seleccionado que metió un gran cuarto puesto, con Pato Garino y Marcos Delía. “A partir de ahí, con otra motivación y un club que estaba muy encima de los reclutados, me puse más fuerte y atlético, mejoré técnicamente y, de repente, me vi en la preselección para un Sudamericano, algo que ni esperaba…”, cuenta.

Recuerda haber llorado cuando supo del corte de boca de Nicolás Casalánguida. Por eso apenas escuchó cuando el coach le informó que iba a ir de invitado a la preselección que se prepararía para el Mundial 2014. “Fue una locura, un sueño… De repente me encontré frente a Prigioni que me decía ‘hola, soy Pablo Prigioni’ y yo le decía ‘sí, te conozco’. Eran mis ídolos (se ríe). Me saqué fotos con todos, pero en los entrenamientos fue a cara de perro. Me quería mostrar… Y lo logré. Casi me vuelvo loco cuando Julio (Lamas) me dijo que pasaba de invitado a la preselección a tenerme en cuenta para el Mundial. Ahí fue cuando empezar a entrenar extra con Luis (Scola), en el tiro, el poste bajo y hasta en lo físico. Recuerdo que no le podía seguir el ritmo y yo tenía 21 años… Ahí entendí por qué Luis era lo que era. Y es lo que es… Pocos días después toqué el cielo con las manos cuando, con Matías Bortolín, nos dimos cuenta que habíamos quedado entre los 12. Ibamos todos en un micro y me guardé el festejo hasta que hablé con mi familia y me cruzaron en la radio con Javier Martínez, mi primer DT. Me quebré y me largué a llorar…”, relata.

Taya, contra Serbia, en el Mundial de China (CABB)
Taya, contra Serbia, en el Mundial de China (CABB)

-Ahora sos otro Taya. Ya jugaste dos Mundiales. ¿Cómo estás en esta concentración? ¿Te sentís un referente por llevar cinco años y ser uno de los dos subcampeones mundiales que hay en este equipo joven?

-No, no me siento referente. Vengo a esta preselección como a la primera y me siento un integrante más que debe ganarse un lugar, como lo hice antes. Porque en la Selección siempre tienen que estar los que mejor están y, sobre todo, aquellos que potencien al compañero de al lado. Me pasó cuando no fui a Río 2016 y le tocó a Roberto Acuña. Él estaba mejor, un poco más, pero es suficiente porque el mínimo detalle puede cambiar la ecuación de un equipo.

-¿No lo tomaste a mal?

-No, estuvo perfecto. Fue lo justo y lo acepté bien. Pero, eso sí, no quiero que pase de nuevo (se ríe).

-Imagino qué bronca te debe haber agarrado haberte pescado el COVID-19 en noviembre, ¿no?

-Sí, claro. Y ya no tanto por el virus sino por lo psicológico. Justo quedarme afuera de una Selección, con todos chicos de la Liga, jugando de local, fue muy frustrante. Me había ilusionado y me pegó duro, más que nada porque encima me tuve quedar solo, aislado, varios días, en una habitación del hotel. Todos, compañeros, médicos y técnicos, estuvieron conmigo, pero fue duro. Por suerte ya pasó y ahora quiero ir a Colombia.

-¿Estás ansioso por volver a ponerte la camiseta de la Selección luego del Mundial? ¿Qué te genera?

-Sí, tengo muchas ganas, sobre todo por ser con estos chicos con quienes comparto tanto en la Liga, día a día. Me ilusiona jugar con esta Selección, porque además son todos jugadores de mucha calidad que son muy importantes en sus equipos. Te diría que estoy nervioso como la primera vez, aunque con el tiempo he aprendido a disfrutar más. Me pasó en Lima y China. Te cuento una anécdota que me pasó con Marcos (Delía). Antes de dar los 12, luego de entrenar tantos días, le dije que había sido un orgullo compartir estos días con él, verlo tan bien… Luego me confirmaron y antes de la final del Mundial le volví a decir lo mismo, que estaba orgulloso de verlo tan bien y que el camino había sido un placer. Imaginate que a Marcos lo conozco desde aquel Mundial de 2011…

-Ultima pregunta: ¿cómo es Taya en la cancha? Porque afuera sos buenazo, no parece tanto dentro de la cancha.

-Menos bueno (se ríe). Más duro y calentón. Antes, incluso, me enojaba muy fácil, con todos, rivales, árbitros y hasta compañeros.

-¿Por qué?

-Con los rivales cuando se quejaban o hacían flop. Con los árbitros por algunos fallos, les decía de todo. Y a veces también terminaba explotando con compañeros. Me cegaba y, a veces, arruinaba el trabajo del equipo. Pero un día, cuando escuché un DT rival, me di cuenta que tenía que cambiar, no podía ser que todos me tildaran de calentón. Era una debilidad. Y así fue que cambié bastante el trato con todos. Fue clave que empezaba a aceptar mis errores. Antes no me permitía equivocarme. Y en eso ha sido clave la confianza de mi técnico y compañeros en Regatas. Allí, como pasa en cada Selección, tenemos esa sensación de hermandad, ese real y sincero deseo que al otro le vaya bien. Por suerte, ya con 28 años, he podido madurar y me siento otro jugador.

Otro Taya. Aunque sólo adentro. Porque afuera sigue siendo el mismo chico querible y bonachón, hasta sufrido, que la pasó mal pero que nunca renegó de sus orígenes y se levantó, cada vez, con tesón y sacrificio, siempre con esa polenta que refleja su propio nombre. El gran Tayavek.

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