
El sábado 30 de octubre de 1999, Diego Graieb cayó inconsciente tras un choque de cabezas y su corazón se detuvo por dos minutos. El estadio enmudeció y la desesperación ganó los rostros de los futbolistas, sobre todo de su hermano mellizo Rodolfo, que también jugaba en Huracán y le gritaba: “¡Diego no te vayas! ¡Diego no me dejes!”.
Un par de días antes, Graieb tuvo un sueño. Distinto e inédito, como preludio de lo que iba a vivir: “Se me aparecía la Virgen María, parada en la iglesia de San Nicolás, desplegando su manto y escribiendo en un idioma que no podía comprender, pero con la clara intención de comunicarme algo. En ese momento no lo tomé como una señal, hasta que llegó aquella jugada, donde choqué con Ruffini, de Banfield. Inmediatamente me dio un paro cardiorespiratorio y me salvó la vida el médico de Huracán, el querido doctor Locaso, a quien le agradecí infinitamente y lo sigo haciendo aunque ahora esté en el cielo, y también al kinesiólogo Daniel Arias, que me hizo los masajes de reanimación”.
La ambulancia ingresó y lo derivó con celeridad al sanatorio Mitre, mientras el partido, increíblemente, se seguía disputando, aunque a nadie le interesara. En una camilla de la clínica, Diego volvió a abrir los ojos, inmerso en una gran confusión al verse con el torso desnudo y el pantalón de futbolista aún en su lugar. Un médico se le acercó: "Mirá Diego, sufriste un golpe, tuviste un traumatismo de cráneo con pérdida de conocimiento y ahora te vamos a revisar bien, vos quedate tranquilo”.
Aturdido por la situación, sin comprender lo que ocurría, solo tenía en claro algo que había vivido unos momentos antes, como una continuación de aquel sueño: “Me veía parado en la iglesia de San Nicolás, mirando hacia afuera y comencé a caminar por el famoso túnel del que hablan todos aquellos que han tenido una experiencia así con la muerte. Mis pasos iban hacia la luz sintiendo una paz muy grande, como si todas las mochilas que hubiese cargado hasta ahí no pesaran nada, con una inmensa sensación de alivio. En ese momento escuché una voz que me decía: ‘Diego no te vayas, no me dejes solo’. Era mi hermano Rodolfo, en la iglesia, pidiéndome que regresara. La primera reacción que tuve fue: ‘Rodo, venite conmigo’, porque sentía una gran alegría. Pero en ese instante, decidí volverme ante el pedido de mi hermano. Y ahí es donde me invade una angustia muy grande y me comienzo a despertar, observando las luces de la clínica”.
A los pocos minutos, la angustiada llegada de su hermano Rodolfo al sanatorio. Con un cruce de miradas ambos se reconfortaron. Diego, con las pocas fuerzas que tenía, le preguntó: “¿Vos me hablaste o me dijiste algo cuando yo estaba golpeado?” Rodolfo se lo confirmó: “Sí, obviamente, tenía una gran desesperación. Y te pedía que no te vayas, que no me dejes solo”. El impacto de esas palabras desbordó su alma, porque no le había contado a nadie la situación que había atravesado antes de recobrar la conciencia. “Fue el punto de partida de una hermosa historia de vinculación con la Virgen. Para todos fue un evento traumático, menos para mí”, recuerda 20 años más tarde con una emoción que contagia.

Se recuperó y volvió a jugar, desarrollando con normalidad su campaña futbolística. Una vez finalizado el contrato con Huracán, continuó su carrera por otros clubes, aunque una persistente lesión en la rodilla lo obligó a retirarse a los 32 años, luego de tres operaciones. Un tiempo antes, al volver de un paso por el fútbol de Guatemala, su suegra le comentó de la existencia de una mujer en la provincia de Salta, que recibía mensajes de la Virgen. Hacía allí fueron en busca de una solución para su crónica osteocondritis: “Fuimos en auto con la familia a la ciudad de Tres Cerritos y había más del 2.000 personas esperando a María Livia. Me produjo un gran shock, porque ella los va tocando en la frente, sin hablarles, y la gente se desvanece hacia atrás, donde están sus servidores, que te ayudan a descansar hasta llegar al suelo. Cuando llegó a mí, me miró de manera muy fuerte y me dijo: ‘¿Quién sos?’ Ante mi sorpresa, les respondí que me llamaba Diego, pero que ella no me conocía. Recibí otra mirada similar y nuevamente me interrogó: ‘¿Decime quién sos?’ Fue muy fuerte. Siguió caminando, al tiempo que me ayudaron a sentarme, porque estaba mareado, pero nunca me caí hacia atrás”.
Lo que se había presentado como un sueño, luego tuvo diversas derivaciones en su vida. Y aquel periplo salteño, le iba mostrar una más. Como cuando al día siguiente de lo vivido en el cerro donde María Livia se presentaba ante miles de personas, acudieron con la familia a una conferencia de ella en un teatro, en la que relataba aspectos de su vida. De pronto, en forma sorpresiva, una nueva vivencia para Diego: “Entre toda la concurrencia se le podían hacer 10 preguntas y yo no me animaba a consultarle porque me había hablado. Cuando terminó de responder la novena pregunta, hizo parar la música y los rezos para decir: ‘Aquí hay gente que se ha quedado con dudas y yo se las quiero sacar. La Virgen me dice que entre nosotros hay personas a las que ella les ha dicho algo. Y ellos se tienen que dar cuenta cuál es su función y qu’ es lo que deben hacer'. Fue muy movilizante”.
El eslabón final de su carrera profesional se dio en Estudiantes de Buenos Aires. Allí también lo estaba aguardando una situación especial con un compañero, Luciano Mazzina: “Al finalizar un entrenamiento se me acercó: ‘¿Vos conocés gente o tenés parientes en Mar del Plata?’, a lo que le respondí que no. Entonces me contó: ‘Mi mamá fue a visitar a una mujer que recibe mensajes de la Virgen (igual que María Livia) y al momento de la bendición le dijo: Señora: su hijo tiene un amigo que se llama Diego. Yo necesito habar con él, que por favor me vaya a ver a mi casa en Quilmes’”.

Graieb se volvió a sentir protagonista de algo que jamás supuso que podía cruzarse en su vida. Fue hacia esa casa para conocer a Claudia, una mujer que cargaba con una difícil historia de vida por la enfermedad de su hijo, motivo por el que frecuentaba la Basílica de Luján: “Al arribar nos atendió su hija y nos comentó que Claudia recién había llegado de un viaje y como estaba muy cansada nos iba a poder recibir más tarde. En ese instante ella apareció. Se acercó, me miró y dijo: ‘Vos sos Diego, pero no venís a pedir por el nene que tenés en brazos’. Me sorprendió. Hizo que dejara a mi hijo en brazos de mi esposa y me llevó hasta el altar que tiene en su hogar con una Virgen, comprada en Luján y que por momentos, llora sangre. Me miró de la misma forma que María Livia y me preguntó ‘¿Quién sos?’, igual que me había sucedido en Salta. ‘Vos sos Diego Graieb, hijo de Dios. Bienvenido, porque fuiste llamado por ella’. Y allí comienzo un hermoso camino junto a la Virgen Peregrina, que me ha permitido recorrer muchos rincones del país al lado de Claudia, viviendo cosas maravillosas, con gente que se ha sanado y curado. Hay que tener en claro, para que no haya confusiones, que esto no es una secta. Aquí hablamos de Dios, de la Virgen y de tratar de entender que Dios existe, que está entre nosotros y que nos va a ayudar siempre”.
La actualidad lo encuentra con el siempre afectuoso aire de los pagos que lo vieron nacer, en la tranquilidad de Río Ceballos con el calor familiar de su esposa y sus tres hijos. Cuando el tiempo del profesionalismo se archivó, el fútbol siguió vigente en sus días, ya que cumplió la función de manager deportivo en Temperley y luego la de administrador de Rampla Juniors en Uruguay. Los tres años allí, lejos de la familia, fueron demasiados y por ese motivo emprendió el regreso a Córdoba, donde lo esperaba Talleres, para ser asesor, aunque por un corto tiempo.
Sin embargo, su futuro cambió al ser contratado por una empresa alemana para hacer scout, porque descubrió que eso era lo que realmente le gustaba: “Tenemos una academia junto a mi hermano Rodolfo en Río Ceballos, donde hay más de 600 chicos. También con él somos directores de un proyecto llamado “Detrás de mi sueño”, donde vamos probando pibes a lo largo del país y luego los llevamos a competir contra equipos como Racing, Lanús, Huracán, Unión, entre otros. Nos ha ido muy bien y hemos podido expandirnos también en el plano internacional. En cada cosa que encaramos pregonamos siempre lo mismo: no nos podemos dar el lujo de equivocarnos. Y si lo hacemos tiene que ser en el plano profesional, pero nunca como personas. Es el lema que defendemos a cada lugar que vamos”.

Diego Graieb destila en sus palabras una sencillez y unas ganas de ayudar al prójimo difíciles de encontrar en estos tiempos de corridas y egos sin medida. Lo que se había iniciado en su infancia como un berretín, el de estar pegado a una pelota, signó cada uno de sus días, desde su debut con la camiseta de Talleres de Córdoba hasta el presente. Pero aquella situación límite de hace 20 años lo marcó y le hizo modificar el foco. En cada concepto se muestra agradecido: “A mí me cambió la vida. Y poder ver que a mucha gente también, es un gran regalo que quizá no merezca, porque es mucho más grande que uno”. Sensatez y sentimientos, como aquella película. Pero la historia de Diego Graieb, que podría ser para un guión, se viste de una tremenda realidad a cada paso. Desde hace 20 años.
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