
Desde su aparición en el siglo XIX, la fotografía se convirtió en una herramienta poderosa para documentar el mundo. Pero más allá de su función técnica, también fue un instrumento de poder. En pleno auge del colonialismo europeo, las imágenes capturadas por fotógrafos –profesionales y aficionados– ayudaron a construir una visión del “otro” que reforzaba estereotipos, jerarquías raciales y narrativas de dominación.
Durante la expansión colonial, las cámaras en manos de fotógrafos profesionales, soldados, misioneros, funcionarios y colonos registraron escenas de territorios y poblaciones sometidas. Estas imágenes no solo ilustraban relatos de viajes o informes oficiales, sino que también alimentaban la curiosidad y el control simbólico desde las metrópolis. La fotografía parecía ofrecer una “verdad objetiva”, pero en realidad reflejaba los prejuicios y aspiraciones del mundo occidental.
El “otro” en el espacio y en el tiempo
En el siglo XIX, Occidente construyó dos figuras del “otro”: el salvaje espacial, vinculado a tierras lejanas, y el humano prehistórico, asociado a un pasado remoto. Estas representaciones se difundieron en revistas ilustradas, novelas, exposiciones universales y museos, consolidando una visión racista que justificaba la exclusión social de los pueblos no occidentales.

En América Latina, esta mirada colonial tuvo continuidad incluso después de la independencia. En países como México, Argentina, Chile, Perú o Brasil, la fotografía se usó para representar a indígenas y afrodescendientes en el marco de los proyectos de construcción nacional. La antropología, que crecía como disciplina científica, se apoyó en la imagen para clasificar y estudiar la “diferencia cultural”. Así, muchos países latinoamericanos se convirtieron en laboratorios visuales donde se buscaba definir tipos raciales y culturales, a menudo desde una perspectiva eurocéntrica.
Incluso fotógrafos locales adoptaron esta mirada colonial hacia sus propias comunidades indígenas, como ocurrió en Estados Unidos, Australia, Argentina o Chile. La colonialidad no solo se expresaba en quién tomaba las fotos, sino también en cómo se miraba y representaba al otro.
Francia: ciencia, fotografía y jerarquías raciales

En Francia, desde mediados del siglo XIX, se consolidaron dos grandes escuelas antropológicas que usaron la fotografía como herramienta científica. La primera, liderada por Paul Broca, fundó la Sociedad de Antropología de París en 1859 y promovió una visión biologicista de la humanidad. La antropometría –medición del cuerpo humano– y la craneometría –medición del cráneo– eran centrales para establecer jerarquías raciales. La fotografía ayudaba a documentar estos estudios, mostrando rostros de frente y perfil, como si fueran fichas científicas.
La segunda escuela, encabezada por Jean Louis Armand de Quatrefages, también se interesó por los artefactos culturales y las costumbres de las civilizaciones “primitivas”. En 1878 se fundó el Museo de Etnografía de Trocadero, antecedente del actual Museo del Hombre, dedicado exclusivamente a la diversidad cultural.
Ambas corrientes compartían la idea de que las razas humanas podían ordenarse en una jerarquía natural. A veces se manifestaron voces muy radicales en significar la desigualdad racial, alineadas con la escuela antropológica poligenista norteamericana que encabezaban Samuel Morton, George Glidden y Josiah Nott.

En otras ocasiones, voces diferentes defendían la posible igualdad de las distintas razas, o al menos su capacidad para progresar al considerar que las influencias ambientales, más que la herencia, eran las responsables de la diferencias raciales. Así sucedió con los hombres de la Sociedad de Etnografía Oriental y Americana. En este contexto, la fotografía antropológica se convirtió en una disciplina auxiliar para “probar” la existencia de tipos raciales distintos y estables.
Roland Bonaparte y los “zoos humanos”
Uno de los personajes más activos en la fotografía antropológica fue el príncipe Roland Bonaparte, sobrino nieto de Napoleón. Bonaparte reunió una vasta colección de imágenes, muchas tomadas por él mismo o por fotógrafos contratados. En 1882, por ejemplo, Pierre Petit fotografió a los kaliña en el Jardín de Aclimatación de París, y al año siguiente se sumaron retratos de indígenas de la Araucanía chilena, Ceilán y Siberia.
El Jardín de Aclimatación se convirtió en un escenario de exhibiciones humanas, siguiendo el modelo del empresario alemán Carl Hagenbeck, que había mostrado a un grupo de lapones en Hamburgo en 1874. En París, se presentaron africanos, inuits, fueguinos (kawésqar), cingaleses, mapuches, calmucos siberianos y nativos americanos, entre otros. Estas exhibiciones mezclaban espectáculo y ciencia, y eran documentadas con rigor fotográfico por Bonaparte y sus colaboradores.
Las imágenes se publicaban en revistas como La Nature o L’Illustration, y mostraban a los indígenas en poses estandarizadas, con adornos y armas, reforzando su exotismo. En 1885, Bonaparte fotografió a un grupo de aborígenes australianos que habían sido parte de un “zoo humano” organizado por R. A. Cunningham. De los nueve que iniciaron la gira, solo cuatro llegaron vivos a París, donde fueron alojados en el Jardín de Aclimatación y actuaron en el Folies-Bergère.

Estas prácticas, aunque hoy nos resultan inaceptables, fueron parte de una lógica colonial que usaba la imagen para clasificar, exhibir y controlar. La fotografía no solo capturaba rostros: construía discursos, jerarquías y fronteras entre “nosotros” y “ellos”.
La fotografía fue mucho más que una técnica de registro: fue una herramienta de poder que ayudó a consolidar el imaginario colonial. Desde los estudios antropológicos en París hasta los retratos de indígenas en América Latina, las imágenes contribuyeron a definir al “otro” como objeto de estudio, espectáculo o subordinación. Hoy, revisar este legado visual nos permite entender cómo se construyeron las desigualdades.
Fuente: The Conversation
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