
Dublin. “Bienvenida a Irlanda, Rosie”, le dijo la mujer que se acercaba mientras ella regresaba de la tienda la noche de Halloween con dulces. La transeúnte —una completa desconocida para Rosie O’Donnell— añadió despreocupadamente: “Nosotras también lo odiamos”.
Aquí, todo el mundo parece reconocer a la artista estadounidense y saber por qué dejó Estados Unidos para mudarse aquí en enero. “Sentí que estaba a punto de llorar cuando estaba allí, cuando él fue elegido”, contó O’Donnell a una audiencia de la televisión irlandesa durante una aparición en un programa de entrevistas en marzo. Es un alma sensible, un gran nervio expuesto que ha posado, con éxito, durante la mayor parte de su vida y carrera como una chica ruda de Long Island. La primera administración de Donald Trump le pasó factura emocionalmente a esta liberal acérrima, incluso mientras tuiteaba, marchaba y lanzaba invectivas contra el presidente cada vez que podía.
No creía poder soportar un segundo mandato. Además, sentía que había más en juego. Lesbiana, casada y divorciada de dos esposas y madre adoptiva de varios hijos, Rosie O’Donnell, de 63 años, temía por la vida bajo una administración hostil a los derechos de los homosexuales y a las personas con identidades de género no conformes en general; su hijo menor, Clay, de 12 años, es no binario. O’Donnell se preocupaba por lo que significaría el desmantelamiento del Departamento de Educación para los servicios de educación especial para Clay, a quien se le ha diagnosticado autismo.
Esta vez, tenía un plan, que elaboró junto a su terapeuta. Sus abuelos paternos eran de Irlanda, lo que facilitó su camino hacia la ciudadanía, y conocía el país desde un viaje que hizo aquí de niña, poco después de que su madre muriera de cáncer de mama. “La gente decía: ‘¿Por qué no te fuiste a Italia o Francia?’”, contó en su aparición televisiva en marzo. “Porque soy irlandesa. Así que me fui a Irlanda”.
La verdad es que no tenía idea de cómo sería vivir en la Isla Esmeralda, exiliada de la tierra donde nació y del lugar de su fama. Muchos famosos hablaron de irse del país si Trump recuperaba la Casa Blanca, pero la mayoría se quedó, salvo ella y Ellen DeGeneres, quien se mudó de Montecito, California, a la campiña inglesa junto a su esposa, Portia de Rossi.
Por supuesto, hay muchas buenas razones para que una persona fabulosamente rica viva en Europa, y para algunos, el exilio autoimpuesto es un lujo accesible al servicio de sus genuinas opiniones y preocupaciones políticas. La mayoría, en otras palabras, no tiene la historia personal única de Rosie O’Donnell con Donald Trump ni el sentido de urgencia que eso le generó.
En la década de 1990, Trump y O’Donnell compartían el mismo nivel de fama (claramente de segunda categoría) e incluso personalidades públicas similares: bocazas de tres distritos neoyorquinos que podían garantizar 15 minutos de fanfarronería entretenida en los programas nocturnos. Él era el magnate inmobiliario de Manhattan que intentaba globalizarse, insinuando siempre mayores ambiciones. Ella era la comediante de stand-up que se abría camino en Hollywood como actriz secundaria: la robusta y desafiante tercera base Doris Murphy en Un equipo muy especial (“A League of Their Own”), la mejor amiga sarcástica de Meg Ryan en Sintonía de amor (“Sleepless in Seattle”).
Luego, una carrera despegó. La de ella.

Su talento difícil de encasillar encontró su medio en los programas de entrevistas diurnos, primero con su programa sindicado The Rosie O’Donnell Show, donde se especializaba en cantantes de Broadway, niños adorables, recaudación de fondos para caridad, ex ídolos adolescentes y una amabilidad generalizada. Su lado más cáustico resurgió en 2006 durante la primera de dos etapas para impulsar la audiencia de The View en ABC, donde se enfrentó a la administración de George W. Bush, la industria de las armas, la Iglesia Católica, sus coanfitrionas conservadoras y a Trump, quien para entonces ya había incursionado en el negocio de los concursos de belleza.
En diciembre de 2006, ella dedicó varios minutos de un segmento de mesa redonda en The View a criticar la forma ostentosa en que Trump prolongó su decisión sobre si despedir o no a Miss USA Tara Conner tras un escándalo de drogas y alcohol. También se burló de su cabello, lo llamó en bancarrota y lo comparó con “vendedores de aceite de serpiente”. “Dejó a la primera esposa, tuvo una aventura; dejó a la segunda esposa, tuvo una aventura. Tuvo hijos en ambas ocasiones, pero él es la brújula moral para los veinteañeros de Estados Unidos”, dijo, provocando las risas del público en el estudio. En una aparición televisiva separada ese mismo día, Trump amenazó con demandarla. “Rosie O’Donnell es repugnante, tanto por dentro como por fuera”, dijo. “Mírenla, es una cerda. Habla como un camionero”.
Dos décadas después, él está en la Casa Blanca y ella al otro lado del océano. Sin embargo, él sigue sin poder sacarse su nombre de la boca. Su relación va al corazón del modus operandi de Trump. Incluso ahora, ningún agravio es demasiado antiguo para recordar, ningún objetivo demasiado lejano para atacar. Así, mientras sus perfiles públicos tomaban caminos opuestos —él, de estrella de reality a presidente por dos mandatos; ella, de ícono de los talk shows a actriz ocasional en programas de cable—, él no pudo resistirse a reavivar su enemistad.
En agosto de 2015, durante un debate de las primarias presidenciales republicanas: “Usted ha llamado a las mujeres que no le gustan cerdas gordas, perros, vagas y animales repugnantes”, dijo la moderadora Megyn Kelly, entonces presentadora de Fox News, al preparar una pregunta. “Solo a Rosie O’Donnell”, interrumpió Trump, provocando las risas de sus seguidores. Incluso este año: cuando el primer ministro irlandés Micheál Martin visitó la Casa Blanca en marzo, Trump —guiado por una pregunta de un reportero del canal de derecha Real America’s Voice— le dijo que estaba “mejor sin conocer” a O’Donnell.
El intercambio fue tan surrealista, contó O’Donnell después, que le escribió una nota a Martin explicándole su historia con Trump y disculpándose por haberlo puesto en esa situación. De repente, lo que antes parecía una clásica rivalidad del mundo del espectáculo —una pelea al estilo Joan Crawford-Bette Davis adaptada a la era de la telerrealidad— empezaba a sentirse más ominoso que absurdo. En julio, Trump publicó en redes sociales una foto distorsionadamente grande del rostro de O’Donnell y pidió que le quitaran la ciudadanía porque es “incapaz... de ser una gran estadounidense”. ¿Estaba bromeando? Los expertos coincidieron en que los presidentes no tienen ese poder. Aun así, en los meses siguientes, otros críticos de Trump mencionados en las publicaciones del presidente sentirían la presión, directa o indirecta, de los poderes investigativos y regulatorios de su administración: Stephen Colbert, Jimmy Kimmel, James B. Comey, Letitia James, Adam Schiff.

Sin inmutarse, O’Donnell respondió publicando una foto de Trump sonriendo, con el brazo alrededor del difunto y desacreditado financiero y delincuente sexual convicto Jeffrey Epstein. “Tú eres todo lo que está mal en Estados Unidos”, escribió, “y yo soy todo lo que odias de lo que aún está bien en él”. Se despidió con una referencia al sádico joven tirano de Juego de Tronos: “¿Quieres revocarme la ciudadanía? Adelante, inténtalo, Rey Joffrey con bronceado de mandarina”.
Quienes conocen a “Ro”, como la llaman sus amigos, entienden por qué se fue. Es ese nervio expuesto. Otros pueden cambiar de canal. Ella se siente atraída, consumida, abrumada. La raíz de su sensibilidad no es un misterio. La muerte de su madre, poco antes de su undécimo cumpleaños, creó una tristeza omnipresente en casa que ha pasado la vida intentando compensar. Por eso se comprometió tanto con la maternidad, ya sea a través de los cinco hijos que adoptó o de la agencia de adopción sin fines de lucro que financió. Sabe que es demasiado indulgente con sus hijos porque, como admite, lo único que le importa es que sean felices. También siente debilidad por los desconocidos en peligro.
Cuando tenía 12 años, encendió la televisión y vio la evacuación de Saigón, mientras la gente luchaba por subir a los aviones. Comenzó a llorar al ver a una anciana ser empujada por la escalera y desaparecer del encuadre. ¿Qué sería de ella? ¿Cómo podían hacerle eso? La respuesta de su padre: Deja de ver las noticias.
En 1999, estaba en pleno auge de su primer programa de entrevistas ganador del Emmy cuando un par de adolescentes abrieron fuego en la escuela secundaria Columbine de Colorado y mataron a 13 de sus compañeros. Ella lloraba todos los días, atormentada por la idea de que había niños matándose entre sí en las escuelas. Eso llevó a un inesperado enfrentamiento al aire con Tom Selleck, quien eligió ese desafortunado momento para aparecer en su programa y promocionar la olvidable comedia romántica La carta de amor. O’Donnell lo acribilló con preguntas sobre el control de armas y su defensa de la Asociación Nacional del Rifle. “No vine a tu programa para debatir”, respondió el exasperado actor. “Vine a tu programa para promocionar una película”.
Sus amigos la han visto, impotentes, involucrarse en otros dramas exóticos. Hubo una madre que llamó a la agencia de adopción buscando ayuda para su hija adolescente, Stacie, quien había sido violada por un ministro juvenil y estaba embarazada. O’Donnell localizó a Stacie, habló con ella a diario y finalmente le ofreció volar para quedarse con su hermano Eddie y su familia mientras llevaba el embarazo a término. El plan se vino abajo cuando resultó que Stacie no estaba embarazada ni era “Stacie”. Era una mujer llamada Michelle, de quien se decía que tenía múltiples personalidades. Tras documentar la peculiar relación en sus memorias de 2002, Find Me (Encuéntrame), O’Donnell terminó dándole a Michelle la mitad de las ganancias del libro: 1,5 millones de dólares. Y aún mantienen contacto.
También entabló amistad con Lyle Menéndez, quien fue condenado, junto a su hermano Erik, por asesinar a sus padres en 1989; y con Lynndie England, la ex reservista del Ejército condenada por abusar de prisioneros en Irak. Ella se siente obligada a ayudarlos porque cree, tras escuchar sus historias, que han sido juzgados injustamente.

Luego están los actos aleatorios de bondad. Rescató a navegantes en su moto acuática cuando quedaron varados frente a Miami. Levantó a una mujer obesa que se había caído al salir de su auto, esfuerzo que contribuyó al infarto casi fatal que sufrió la estrella en 2012. Incluso en Irlanda, ya ha tenido un incidente. Estaba cenando fuera cuando vio a una anciana atragantarse con su filete. Corrió y le aplicó la maniobra de Heimlich, atrapando el trozo de carne masticada en una servilleta. “Y mientras yo entraba en pánico”, cuenta O’Donnell, “ella se sentó y se comió el resto del filete”.
Este impulso de ayudar —a cualquiera, en cualquier lugar, cueste lo que cueste— es una fuente constante de frustración para sus amigos. “La quiero, me preocupo por ella y temo por ella”, dice Sheila Nevins, la pionera productora de documentales que trabajó con O’Donnell en varios proyectos. Pudo convencerla de hacer su último especial, A Heartfelt Standup (Un monólogo conmovedor), convenciéndola de que hablar sobre su infarto concienciaría a las mujeres. “Al rescatar a otros, siempre está intentando rescatar a su niña interior herida”, dice la actriz Fran Drescher, amiga cercana. “Y sabes, no es realmente la forma de arreglarse a uno mismo”. Pero Carolyn Strauss, amiga de toda la vida y exdirectora de programación original de HBO, dice que O’Donnell no lo hace por elección. Tiene que hacerlo.
“Su membrana entre ella y el mundo es muy porosa”, dice Strauss. “Todos, para sobrellevar la vida, tenemos una especie de capa protectora. Puedes pensar intelectualmente, ‘Dios, eso es terrible’. Pero creo que ella tiene una atracción gravitacional particular hacia los heridos entre nosotros, especialmente los heridos emocional y psicológicamente”.
Esa conexión con los desconocidos podía ser abrumadora cuando estaba en la cima de su fama. Pero aquí, en Irlanda, el ambiente es diferente. La gente se le acerca constantemente —en restaurantes, pubs, en la calle—, pero sin la insistencia que define la experiencia de la celebridad en Estados Unidos. Pueden ofrecerle una tarjeta de presentación si están involucrados en una causa que creen que le interesará, pero no le exigen nada.
Es un clima perfecto para alguien que siempre encontró curiosa su relación con la fama.
Se autodenomina la “celebridad no celebridad”. Se codea con Madonna, envía mensajes a Natasha Lyonne y recibe consejos de adopción de Martin Short. Sin embargo, el público la trata como a una de los suyos, alguien que resulta ser un puente hacia ese otro mundo: el “E-ZPass” de las celebridades, bromea. “La gente se me acercaba, me tocaba el hombro y decía: ‘¿Ese que está a tu lado es Bruce Springsteen?’”, cuenta O’Donnell. “Yo decía: ‘Sí, ¿puedes creerlo?’”
Mudarse a Irlanda también la ha reconectado con su oficio. Interpretará a una madre en una comedia irlandesa que comenzará a filmarse este verano. Y le han preguntado si estaría dispuesta a hacer un programa semanal de entrevistas en televisión. Su hija Viv, de 23 años, percibe un nuevo ánimo cuando hablan por teléfono.
“Antes, yo le preguntaba: ‘¿Cómo estás?’ Y ella respondía: ‘Sí, estoy bien. Solo otro día’, y luego hablaba mucho de las noticias”, cuenta Viv. “Ahora la llamo. Habla de Clay. Habla de lo hermoso que es Irlanda. Habla de trabajo”.
Fuente: The Washington Post
[Fotos: Doreen Kilfeather/The Washington Post]
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