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Los zenetes eran bereberes de piel clara que entraron desde el norte de África por el Levante español y de ahí se esparcieron por lo que hoy es España y entonces –bajo dominación árabe– se conocía como Al Andalus. Con el tiempo se agruparon en Granada, donde hay plazas y fuentes que llevan su nombre. “El apellido de mi abuela era Zenet, que es como se castellanizó tras la Reconquista”, cuenta Tony Zenet, que fue bautizado Antonio Mellado Escalona y en algún punto de su vida decidió honrar a su abuela y su linaje en la elección de un nombre artístico.
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La evocación de la multiculturalidad mediterránea en su nom de guerre dice mucho de este “crooner andaluz”, quien desde el jazz coquetea con una naturalidad fascinante con un sinfín de géneros: bolero, bossa, tangos, son y tantos más. Con seis discos en su haber y un reconocimiento unánime en la escena musical española, se presenta por primera vez en la Argentina. Con su gira Amor a tres llega al escenario de Niceto Club.
“Hace mucho, pero mucho tiempo que yo andaba absolutamente encabezonado con la idea de ir a Buenos Aires, un lugar con el que siento una conexión especial, pese a que nunca lo he pisado en mi vida”, arranca la charla Tony Zenet. “Lo teníamos cerrado justo antes de la pandemia, pero luego pasó lo que pasó y ya no se pudo hacer hasta ahora. Por razones económicas no vamos a poder tocar con la versión más grande de la banda, así que lo haremos en formato trío, con Manuel Machado en la trompeta y Dayan Abad en guitarra española. Me hubiera gustado venir con todo el grupo –en el que brilla la contrabajista argentina Lila Horovitz, a la que le prometí que ya volveríamos juntos– pero, bueno, no hay mal que por bien no venga: con este formato las canciones estarán más desnudas, se tendrán que defender solas frente a un público nuevo. Ya que es la primera vez que voy, la intención es hacer una especie de paseo por distintos momentos de mi carrera, de mis discos, en un formato pequeño, íntimo, que a mí me apetece mucho hacer”.
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—Si bien tu identidad musical tiene una pata muy puesta en el jazz, por todas partes aparecen resonancias caribeñas, brasileñas y hasta tangueras…
—Es que yo soy muy ladrón de géneros. Haciendo una metáfora futbolística, el jazz es como uno de esos mediocampistas que se dedican a pasar el balón de un lado a otro y logran que el juego fluya y los demás brillen. Es un lenguaje que te permite saltar de un esquema armónico a otro, y de un género a otro con mucha naturalidad. Hay temas míos que comienzan como una bossa nova –con una guitarra y una manera de cantar alla Toquinho–, y de pronto toman un giro que lleva a un arranque tanguero que te hace pasar volando por un momento por sobre Buenos Aires, para terminar con un estribillo final que parece sacado de Django Reinhardt.
No es algo que hagamos de manera forzada. Siempre estamos un poco al servicio de lo que el tema va pidiendo y de alguna manera nos gusta que las canciones no sean literales en términos de género, sino que haya evocaciones, aires o sensaciones que te lleven por otros sitios.
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—Evitar la pureza a toda costa…
—Exactamente. Porque yo siempre he pensado que para hacer música cubana ya están los cubanos y para hacer tango ya están los argentinos… A mí lo que me interesa es tomar cosas que me sirven de estos géneros –tanto desde lo musical como desde lo interpretativo– y pasarlo por mi filtro de andaluz que siempre ha amado el flamenco y que de chico en casa escuchaba a Atahualpa Yupanqui, Chavela Vargas, los Beatles, Chet Baker, El Camarón de la Isla…
—Hablabas al principio de tu conexión con la Argentina, ¿tiene que ver con la música?
—Sí, sin dudas que comenzó con la música. Yo crecí escuchando el mejor rock and roll que se ha hecho en España, que lo hicieron unos argentinos en un grupo llamado Tequila. Dos tipos llamados Alejo Stivel y Ariel Roth, que nos mostraron cómo se podía hacer esta música en nuestro idioma. Sacudieron fuerte a una España que todavía era como en blanco y negro, en la que lo que había de rock se cantaba en inglés. A partir de ellos, yo comencé a escuchar un rock and roll en español que era, en el fondo, argentino. Y eso que yo era más del blues, un género que siempre me ha parecido muy similar al flamenco en cuanto a su alma, a su desgarro. Otra conexión muy fuerte que tengo es con Astor Piazzolla, que para mí es rock and roll también. Sus composiciones me dan ganas de levantarme a bailar, me producen una energía altísima.
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—Quizás te sorprenda, pero en la Argentina pocos conocen la existencia de Tequila y el impacto que tuvo en la historia del rock español.
—¿En serio? Pues ellos se llevaron a su exilio la larga sombra de Charly García, trajeron en cierto modo el ADN del rock argentino de los años 70 y lo implantaron aquí. Lo de Tequila fue muy fuerte, un fenómeno enorme, llenaban plazas de toros en toda España, la gente se volvía loca… Por sobre todo hacían un rock and roll fresco, armónica y melódicamente muy bien construido. Aquí había un complejo de cantar ciertos géneros en español y de pronto llegan los argentinos –pienso también en gente como Sergio Makaroff– y flexibilizan el lenguaje de tal manera que lo hacen dinámico. Fue un descubrimiento de la hostia, fue la primera vez que se hacía de esa manera. Y, a partir de ahí, se rompieron muchos complejos. Hacer rock and roll se convirtió en algo mucho más liberador.
Personalmente, tengo una admiración muy especial por Ariel Roth. Tuvimos la ocasión de compartir un rato en distintas ocasiones, me lo he encontrado aquí en Madrid también y tengo buena onda con él. Un sueño que tengo es alguna vez colaborar con él, o que cante conmigo… quizás tendría que empezar por pedírselo (risas).
—Ariel Roth deja su marca primero en Tequila y luego en Los Rodríguez…
—Claro, su madurez artística y musical se cristaliza en Los Rodríguez, donde se suma la chispa de Calamaro. Lo que lograron Los Rodríguez en los 90 fue fantástico, crean un puñado de canciones de esas que son para toda la vida y logran un público que no solo va creciendo con ellos, sino que luego se renueva generacionalmente. Una cosa muy difícil de conseguir para cualquier músico o artista.
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—Como previa del fenómeno de Los Rodríguez, en España había explotado la fusión del flamenco con el blues y otros géneros, artistas como Pata Negra, Kiko Veneno, Raimundo Amador y Ketama. ¿Fueron influencias para tu estilo mestizo?
—En aquella época, los años 80 y 90, en España se vivía mucho de la fusión, todo se fusionaba de manera muy libre, armonías de distintos orígenes se colaban por todas las paredes y creo que fue muy interesante. Pero en términos de inspiración yo aprendí a cantar escuchando gente como Silvio Rodríguez o Pablo Milanés, creo que me sentí siempre un punto cantante melódico. Y en cuanto al blues, no me atraía tanto el lado como más agresivo del género, sino más bien la onda de Billie Holiday y de Chet Baker. Me gustaban las tesituras dulces y femeninas, más seductoras que rastreras o arenosas.
En términos de fusión creo que lo más revelador para mí fue el disco Free boleros, que hicieron Mayte Martín y Tete Montoliu a mediados de los 90. Una cantante flamenca haciendo “Reloj no marques las horas”, con piano, contrabajo, batería con escobillas y todo el feeling cubano. Ahí es donde veo de alguna manera la herencia que los hispanoparlantes tenemos en toda esa música cubana y caribeña de las décadas del 40 y el 50, que para los anglosajones fue el jazz. Y casi sin planearlo me va saliendo un estilo que se nutre de esas cosas.
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—En todas partes se te define como “crooner andaluz”, ¿te sentís cómodo en ese traje?
—Sí, porque siempre admiré a los crooners, la elegancia de tipos como Sinatra o Tony Benet. Yo antes llevaba un traje de tres piezas, llevaba sombrero, tengo una banda de jazz, me gusta mucho ese imaginario… Y luego está la necesidad de siempre ponerle nombre a las cosas, de etiquetarlas y encajonarlas. Eso de “crooner andaluz” es todo un tema, sobre todo para las tiendas de discos, que siempre lo han tenido difícil conmigo, no saben dónde coño ponerme, si en pop, en rock, en música del mundo... Nunca está muy claro dónde encontrarme y me encanta eso.
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