
Mirar el reloj. Ver la manecilla grande girar hasta llegar a las doce. Gritar llegaron las vacaciones. Correr a la camioneta familiar y trepar con cuidado. Esquivar los cocachos de los hermanos. Aguantar que digan marica, mariquita, maricón, maricueco, marinero, mariposa, mariposón, muerdealmohadas, soplanucas, meco, trolo, sopa, badea, puto, desviado, niña, choto, cueco, galleta, loca, hasta que se cansan. Levantar la cara y sentir el viento cambiar, hacerse más puro, más lindo. Oler el mar desde lejos y sonreír. Esquivar nuevos cocachos. Escuchar otra vez lo de por qué eres así, párate como hombre, qué es esa mano. Abrazar a la abuela. Comer el pescado recién muerto con el ojo aún brillante. Correr a la playa. Correr como un perro. Correr y correr con todo lo que dan las piernas. Lanzarse al agua. Dar grititos de alegría. Bañarse en la espuma. Sumergirse a lo más profundo. Aguantar la respiración tanto que parece que el aire ya no es necesario.
Bajar y bajar. Tocar las estrellas de mar, los corales, las tortugas marinas que pastan como vaquitas acorazadas. Rogar por un rato más en el agua antes de volver a casa. Resignarse. Secarse. Comer. Hacer la siesta. Despertar colorado de sol y calor. Visitar el pueblo con su circo y su mercado. Entrar a una de las carpas y ver por primera vez al cabezón. Arrugar la nariz del espanto de la mierda. Cubrirse la boca con el pañuelo. Aguantar la náusea que sube el pescado sin digerir hasta el pecho y llena los ojos de lágrimas. Mirar al cabezón, mirarlo bien. Ser mirado por él.
Preguntar qué le pasa a ese niño, por qué tienen a ese niño entre los chanchos y la porquería de los chanchos, dónde están los padres de ese niño. Agarrar la mano de mamá con miedo. Bajar los ojos ante la mirada del cabezón. Volver a subirlos para encontrarlo llorando, extendiendo los bracitos a la gente que lo mira. Controlar la arcada cuando un chancho primero olisquea al cabezón y luego se hace caca casi sobre él. Espantar las moscas y los moscardones.
Escuchar a mamá decir pobrecito y a papá decir qué bestia y a los hermanos puto asco ese monstruo. Insistir que hay que ayudarlo, llamar a la policía, llevárselo de ahí. Gritar.
Entender que nadie, ninguno de los adultos que mira con asco al cabezón y se tapa la nariz con la mano, va a hacer nada. Ocultar las lágrimas al ver que el cabezón, después de llorar y berrear, dormita con su pulgar mugriento metido en la boca. Rabiar por ser demasiado joven para meterse en la porqueriza, levantarlo en brazos, llevárselo primero a bañar y luego a comer. Negarse a irse. Recibir un golpe en el hombro de uno de los hermanos y un empujón del otro. Volver a escuchar durante todo el camino a casa la retahíla que empieza con marica. Soñar que los chanchos se comen al cabezón, que el cabezón muerto le grita que por qué no hizo nada para ayudarlo, que lo persigue por la playa apenas sostenido por esas piernas ridículas al lado del tamaño de su cabeza, un niño cangrejo. Despertar bañado en sudor y temblando. Esquivar a los hermanos que lanzan golpes y preguntan si la niña se asustó por una pesadilla.
Verlos hacer una imitación de que lo que ellos creen que es una niña asustada. Callar. Levantarse al amanecer. Ayudar a la abuela con el desayuno. Recoger los huevos a pesar del vendaval de cacareos y plumas de las gallinas. Agradecer las monedas de la abuela. Desayunar mirando a cada uno de los miembros de la familia. Ver el pan desaparecer en segundos en las mandíbulas de sus hermanos. Ver la frente del papá, siempre tan llena de arrugas, detrás del periódico.
Ver la forma tan triste con la que mamá sostiene la taza. Devolver la mirada a la abuela que sabe, que entiende, que le dice te quiero sin decir palabra. Correr al pueblo.
Buscar al borracho que cuida la entrada del circo. Poner las monedas de la abuela en esa palma mugrienta. Temer a esa sonrisa negra y viciosa, a esa lengua que asoma, a esa mano rápida que lo quiere tocar. Entrar a la porqueriza donde duerme el cabezón. Espantar a los chanchos que se alejan gruñendo. Levantarlo en sus brazos. Sorprenderse de lo que poco que pesa. Acercarlo a su cuerpo. Sonreír.
Huir del borracho que le grita que qué hace con el monstruo, que si le quiere hacer alguna cosa tiene que pagar más. Salir otra vez al sol con el cabezón en brazos como una madre orgullosa de su criatura. Alejarse del circo y del borracho que llama a gritos a los otros para que detengan al mariconcito que se está robando al cabezón. Correr hacia el acantilado susurrando que todo va a estar bien, que van a estar bien, que todo eso se va a acabar, lo feo, los chanchos, las miradas asqueadas de la gente, los coscorrones, el miedo. Llegar a la cima con la gente del circo pisándoles los talones, gritando qué haces, maricón estúpido. Mirar al cabezón que sonríe con su boca sin dientes y sus ojitos brillantes de pescado y que le dice sin hablar hermano, hermano. Lanzarse al mar. Sentir que durante la caída las piernas se juntan en una sola y que va creciendo, rápida y violenta, una cola que al chocar con el agua levanta una espuma iridiscente, cegadora de tan hermosa.
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