
Catedrales, la última novela de Claudia Piñeiro, nos interpela como sociedad. Nos obliga a detenernos y reflexionar. El texto exige no ser indiferentes. Ateos o cristianos, como está planteado en el conflicto al que nos somete la escritora, obliga que al leer “siempre”, la última palabra del libro, reflexionemos sobre nuestra posición ante un tema central que desde hace décadas debate la sociedad: el aborto, una palabra que, como sostiene la autora a través de sus personajes, estaba prohibida de mencionar en las familias más conservadoras -y no tanto- del país.
Quien escribe estas líneas trabajó durante diez largos años en un hospital materno infantil en la profundidad del conurbano bonaerense.
Como técnico de laboratorio; como jefe de turno de todos los domingos del año, fui testigo de cada una de las calamidades que sufren las mujeres que se someten por desamparo del Estado y las leyes vigentes a prácticas clandestinas como alguna de las que describe con maestría la autora de Las viudas de los jueves.
Perejil, sondas, agujas de tejer, gusanos, condiciones antihigiénicas, septicemia, infección, sangrado, anemia, hemorragia, urgencia, quirófano, síndrome de Mondor, muerte. Eran palabras, frases, recortes de desgracias ajenas que escuchaba a diario de boca de anestesistas, parteras, obstetras, ginecólogos, instrumentadoras y enfermeras. Piñeiro hoy las devuelve con la fuerza de látigo a la memoria.
Catedrales parece encuadrar en una sórdida historia policial. El hallazgo, 30 años atrás, del cuerpo de una jovencita descuartizado, quemado y descartado en un basural de Adrogué, y el autor de semejante atrocidad libre, -como el de muchas mujeres asesinadas y que llegaron a aparecer hasta en valijas-, por impericia o corrupción de jueces, fiscales y detectives.
Pero no lo es. Sostener eso es ignorar la realidad de esta Argentina que duele.

En Catedrales Claudia Piñeiro no solo cuestiona los mandatos religiosos de las familias más conservadoras, sino que vuelve a describir de manera puntillosa la hipocresía que anida en buena parte de nuestra sociedad.
El funcionamiento, la manera de actuar, de pensar, de engañarse (se), del clan familiar de la novela, y que tuvo su máxima expresión en la muerte de Ana, la adolescente de 17 años cuyo único “pecado” -palabra que encaja a la perfección- fue enamorarse de un hombre que nunca la correspondería, se replica en miles y miles de hogares a lo largo y ancho del país.
Lo mismo ocurre con nuestros gobernantes que, claro está, no nacieron de un repollo.
¿O no hubo quienes impulsaron leyes que parecían de vanguardia, que apuntaban a que las mujeres decidieran sobre su cuerpo para tomar la decisión de interrumpir su embarazo en un lugar donde se les garantizara una práctica médica segura, para ganar un puñado de votos, o una presunta simpatía popular, pero que opinaba lo contrario?
El fracaso de la iniciativa, de la cual Piñeiro es una ferviente militante, empujó una vez más a esas mujeres -como se describe de forma desgarradora en Catedrales- a la ruleta rusa de una pocilga clandestina, donde lo más probable es que a las horas muera por una infección generalizada.
Las comadronas de sondas y agujas de tejer siguen abundando. Y se multiplican gracias a la complicidad de las autoridades locales, como policías y punteros que son cómplices de esos asesinatos. Aunque, tal como están redactadas las leyes hoy en día, para los jueces la principal delincuente es la víctima. Y esto también está plasmado en la novela.
“Ana, al matar a un inocente, estableció el precio que estaba dispuesta a pagar a cambio”, le hace decir Piñeiro a Carmen, la catequista y hermana mayor de la adolescente muerta, desmembrada y quemada. La frase indigna, revela, hace que el lector -o buena parte de ellos, otros quizás aplaudan- quieran saltar sobre esas líneas para rebatir ese pensamiento.
Piñeiro refleja las voces de todos, hasta la de la muerta. O la de la hermana que decidió escapar de ese núcleo familiar tóxico para abrir una librería en Santiago de Compostela, en España. Será en ese lugar donde, tres décadas después Lía, la hermana del medio, descubrirá la verdad que ocultaba aquel basural de Adrogué.
Y las verdades, los secretos de familia, enferman.
Una vez más, como lo hizo, por ejemplo en Tuya o en Una suerte pequeña, Claudia Piñeiro toma hechos de la realidad, fragmentos de la vida cotidiana –por lo general los que más duelen-, para poner frente al lector lo que no se quiere ver.
En este, caso la maestra no toma atajos. No suaviza los hechos ni las circunstancias. No exagera las consecuencias.

Catedrales es de lectura aconsejable en las escuelas. Docentes de literatura ya lo hacen con Tuya.
También entre los parlamentarios que escriben las leyes que nos rigen y que hoy se dividen entre “verdes” y “celestes”.
“La verdad que se nos niega duele hasta el último día”, reflexiona Marcela, la amiga de la víctima que buscará, junto a Alfredo, el padre de chica quemada y descuartizada, la verdad. Y esa compinche del secundario lo hará llenando agendas con frases, porque el día de la tragedia, el día que Ana murió, sobre su cabeza cayó la estatua del arcángel Gabriel.
El golpe “rompió vasos, murieron células, me diagnosticaron amnesia anterógrada”, describe Marcela que solo puede rememorar con lujo de detalles escena vividas en el pasado, pero olvida el presente. El accidente ocurrió dentro de una iglesia, el lugar donde Ana esperaba al amor de su vida.
Ningún apasionado a la lectura puede ser indiferente a Catedrales, y mucho menos cuando con el correr de las páginas, la oscuridad familiar se va iluminando. Será Elmer, un perito retirado de la Policía, y quien tuvo treinta años atrás contacto con el cuerpo de la malograda adolescente, el que ayude a descubrir lo oculto.
Para eso, Piñeiro, utilizó todas las herramientas profesionales que adquirió en el seminario sobre delitos sexuales al que asistió tiempo atrás y que estaba a cargo de la diplomada en criminología y criminalística Laura Quiñones Urquiza. La escritora parece poner en boca de su imaginario profesional y experto, frases y conceptos de la propia especialista en escenas del crimen.
Catedrales no es una novela más. Y mucho menos una historia policial. Es una narración gestada a lo largo de años de historias reiterativas y desgarradoras que podría resumirse bajo el título: “Muere otra mujer por un aborto clandestino”.
Aborto no era una mala palabra palabra en nuestra familia. Era una palabra prohibida”, reconoce el papá de Ana, la chica muerta, quemada y descuartizada, en la novela. Quizás Catedrales se trate de eso: de un tema tabú sobre el que, como sostiene Claudia Piñeiro “las religiones te obligan a pensar en una sola dirección, de una manera colectiva e irracional”.
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