Una noche en el Kremlin: a setenta años de la entrevista Stalin-Bravo

El último extranjero en entrevistarse con el legendario dictador soviético cuatro semanas antes de su muerte fue el embajador de Perón ante la Unión Soviética

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El legendario dictador soviético Stalin y el embajador argentino Leopoldo Bravo
El legendario dictador soviético Stalin y el embajador argentino Leopoldo Bravo

Corrían los primeros días de febrero de 1953, hace exactamente setenta años, cuando el destino quiso que el embajador argentino Leopoldo Bravo fuera el último extranjero en entrevistarse con Iosif Stalin.

Con poco más de treinta años, Bravo había llegado a Moscú, nombrado por el gobierno de Juan Perón. Por medio del canciller Jerónimo Remorino, el general había escuchado que Bravo había aprendido a hablar ruso tras su paso como funcionario en las representaciones ante Bulgaria y Rumania y pensó que merecía una oportunidad para un ascenso. “Yo lo pongo en una vidriera, ahora depende de usted que se luzca”, le propuso.

Félix Luna relató en su obra Perón y su tiempo que Stalin raramente otorgaba audiencias a embajadores, y más raramente aún, a embajadores latinoamericanos. Sin embargo, el 7 de febrero, el legendario dictador soviético recibió en el Kremlin al representante de la República Argentina.

Leopoldo Bravo, 2° desde la izquierda, a su llegada a Moscú (Foto: Fundación Bataller)
Leopoldo Bravo, 2° desde la izquierda, a su llegada a Moscú (Foto: Fundación Bataller)

Bravo recordó años más tarde que Stalin lo recibió de noche, muy tarde, como era su costumbre. Intrigado sobre la Argentina y el peronismo, el amo de la Unión Soviética se entretuvo un buen rato con ese joven embajador que había llegado de tierras tan lejanas.

Bravo escribiría: “Tenía el aspecto que mostraban las fotografías de la época, sin signos de decaimiento o fatiga. Habló largamente y sin apuro, mientras trazaba garabatos en un papel. Enfatizó la conveniencia de mejorar las relaciones comerciales entre nuestros países y hasta sugirió que la Argentina mandara a la URSS alguno de sus equipos de fútbol”. La corriente de simpatía se extendería al extremo de que Stalin concedería a la Argentina una dacha en las afueras de la capital.

El dictador había conseguido engañar al argentino. Porque pese a que contaba casi setenta y cinco años de edad, su estado de salud no permitía evidenciar que moriría poco después. En El oro de Moscú (1994), Isidoro Gilbert escribió que Bravo nunca pudo perdonarse haber firmado un cable afirmando que “el Generalísimo me ha impresionado óptimamente; físicamente se le nota en plena salud, extraordinariamente ágil en su conversación, que es amena y agradable”.

La apreciación de Bravo quedaría marcada como uno de los errores de intepretación más recordados por los memoriosos del Palacio San Martín.

Porque a Stalin le quedaban menos de cuatro semanas de vida.

Josef Stalin, jefe de Estado y secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, posando en su despacho del Kremlin, en Moscú. Allí recibió al embajador argentino, cuatro semanas antes de morir de un derrame cerebral, el 5 de marzo de 1953 (AP Photo/File)
Josef Stalin, jefe de Estado y secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, posando en su despacho del Kremlin, en Moscú. Allí recibió al embajador argentino, cuatro semanas antes de morir de un derrame cerebral, el 5 de marzo de 1953 (AP Photo/File)

En efecto, murió el 5 de marzo de 1953, veintiseis días después de aquella noche helada en que había recibido al enviado de Perón. Al menos esa fue la fecha en que los ciudadanos soviéticos y el mundo entero fueron informados del fallecimiento del secretario general de la URSS.

En defensa de Bravo, corresponde destacar que tampoco los norteamericanos tenían información precisa sobre la salud del dictador. El sistema soviético acaso era demasiado hermético. Y detrás de los gruesos muros del Kremlin un mundo secreto resultaba imposible de descifrar.

Finalmente, Winston Churchill había estado en lo cierto cuando diez años antes había descripto a la Unión Soviética como un acertijo, envuelto en misterios, encerrado en un enigma.

Porque lo cierto es que el desconcierto del representante argentino no desentonaba con el del resto de sus colegas. En su historia sobre la CIA (Legacy of Ashes) Tim Weiner evocó que “Allen Dulles se desempeñaba como director desde hacía solamente una semana cuando, el 5 de marzo de 1953, José Stalin murió. “La realidad es que no teníamos información confiable adentro del Kremlin”.

Weiner recordó que el presidente Dwight D. Eisenhower estaba enfurecido. “Desde 1946, los así llamados expertos se la pasaron parloteando sobre qué sucedería cuando Stalin muriera y lo que el país debía hacer entonces. Bueno, ahora él ha muerto. Y podemos revolver los archivos de nuestra administración en vano porque no encontraremos ningún plan. No hay ningún plan. Ni siquiera sabemos si su muerte hace alguna diferencia”.

Ningún servicio extranjero previó la muerte de Stalin (Grosby)
Ningún servicio extranjero previó la muerte de Stalin (Grosby)

Como es sabido, innumerables versiones se tejieron en torno a la muerte del tirano. Algunas sostienen que su fallecimiento se había producido varios días antes. El día 3, Radio Moscú había reproducido una información de la Agencia TASS que indicaba que había sufrido un derrame cerebral, quedando semiparalítico y con serias dificultades para hablar. Otras especies sugirieron un envenenamiento. Las sospechas, en este caso, se dirigieron a la figura del siniestro Laurenti Beria, ministro de asuntos internos y jerarca de la policía secreta (NKVD).

Pero lo cierto es que para un régimen basado en el poder absoluto de un individuo, la muerte del líder plantea el mayor desafío al que ese sistema es sometido. A partir de la muerte de Stalin, el Politburo organizaría una “dictadura colectiva” en la que se destacarían Georgy Malenkov (premier) y Nikita Kruschev, como primer secretario del Partido. Pronto comenzaría el proceso de “des-estanilización” y se denunciarían los excesos del estalinismo. Pero nada de ello sería posible sin la rápida purga del odiado Beria, eliminado tempranamente por sus camaradas del Kremlin ante de que intentara tomar el poder.

De pronto, con un Stalin había sido suficiente.

Entre tanto, el otro protagonista de esta historia llegaría a desempeñarse varias veces como gobernador de San Juan y senador nacional por esa provincia. Bravo incluso volvería a ser embajador en la URSS, en 1976. Pero Leopoldo no sería el único miembro de su dinastía en ocupar la representación diplomática en Moscú. De hecho, su padre, el caudillo Federico Cantoni, había sido su antecesor.

Al tiempo que en 2006, muchos años después de la legendaria entrevista entre Bravo y Stalin, su hijo Leopoldo Alfredo presentaría cartas credenciales ante el presidente Vladimir Putin.

Juan Domingo Perón junto a Leopoldo Bravo (Foto: Fundación Bataller)
Juan Domingo Perón junto a Leopoldo Bravo (Foto: Fundación Bataller)

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