Breve historia de la nada breve parte del cuerpo del rey Fernando VII de España, que debió llamarse el Macrosómico

Un drama de gran tamaño impidió que recién su cuarta esposa, con ayuda de la ciencia casera, le diera dos hijas

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Fernando VII de España (1784–1833) fue un rey desdichado. En sus apenas 48 años de vida cargó con varios estigmas. El primero, y no sólo a juzgar por los retratos de la época, cuyos pintores acaso hayan sido piadosos o temerosos pero no pudieron disimular demasiado… su apabullante fealdad.

Según la madre de María Antonia de Nápoles, su primera esposa –se casaron en 1802, a los 18 años de él–: "Mi hija lloró de desesperación al verlo por primera vez. Su aspecto era horrible. De toscas facciones, pesaba más de cien kilos, su voz era aflautada, y su carácter, de una insoportable apatía".

Con problemas de alcoba desde la primera noche, Don Fernando le escribió una tajante carta al Papa pidiéndole la anulación del matrimonio "por negarse Doña María Antonia a su consumación".

El segundo estigma fueron sus motes. Se lo llamó Fernando VII el Deseado, luego modificado por el pueblo como el Indeseado, y también el Felón (infiel, traidor), por sus muchas intrigas a dos puntas…

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Rey por primera vez entre marzo y mayo de 1808 –una de las coronas más breves de la historia–, y luego de la expulsión del monarca intruso José I Bonaparte, desde 1814 hasta su muerte. Con mérito en la penúltima etapa. Entre 1820 y 1823 abolió los privilegios de clase y la Inquisición, y ordenó un nuevo Código Penal. Pero en los últimos diez años justificó aquello de el Felón: tornó al absolutismo, suprimió la Constitución, y restableció todas las instituciones, excepto la Inquisición.

Su primer matrimonio duró apenas cuatro años –1802 a 1806–, y sin hijos. El segundo, más breve aún (dos años), con María Isabel de Braganza, y también sin descendencia. El tercero (1819 a 1829), con María Josefa Amalia de Sajonia, cero herederos. Recién en el último, con María Cristina de Borbón–Dos Sicilias (1829 a 1933), dos hijas: Isabel y Luisa Fernanda.

Y he aquí el tercer estigma…

Cuentan la historia y la leyenda que su segunda esposa, María Isabel de Braganza, en la mismísima noche de bodas, huyó de la alcoba marital a los gritos, al ver el colosal pene de Don Fernando. Sí. Un miembro que el escritor e historiador francés Prosper Merimeé, que lo vio (se ignora porqué, y en que circunstancias…), describió así:

Fino como una barra de lacre en la base, tan gordo como un puño en su punta, y tan largo como un taco de billar.

Estigma y enigma tienen explicación. Don Fernando VII de España sufría –¡que no gozaba, pardiez!– de macrosomía genital: una deformación capaz desarrollar el pene hasta un largo de treinta centímetros. Ese fenómeno determinó su desdicha matrimonial: su sucesión de esposas que se negaban a soportar el previsible dolor y huían –en lo posible– del llamado "deber conyugal".

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Pero un rey sin descendencia fue siempre un problema de Estado. De modo que los médicos de la Corte idearon y construyeron una almohada o almohadón redondo, con un orificio en el medio, para que Su Majestad insertara allí su miembro antes de la penetración. Una barrera contra el sufrimiento, y a favor del placer. Y en su cuarto matrimonio… ¡llegaron las herederas!

En este caso fue estéril dilucidar –como se discute vana y eternamente– si el tamaño importa o no importa. La respuesta desesperada del rey y su última esposa, que aceptó la enmienda del almohadón, fue ¡síii! Un pedido de socorro.

(Post scriptum: en mayo de 1810, los patriotas de la revolución argentina ignoraban el drama íntimo del rey Fernando VII: su macrosomía genital. Aprovecharon su pérdida del trono por la Abdicación de Bayona, que llevó al poder a José Bonaparte, y puesto que caído Don Fernando quedaban liberados de su yugo, abrieron el camino que en 1816 terminaría en la Independencia. Un historiador ha dicho que si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, la historia del mundo habría cambiado. Pero en estas playas no importó el tamaño del pene del rey. Largo, corto o monstruoso, no pudo impedir de Pepe Botella –así llamaban en España a José Bonaparte– lo echara, y en el Río de la Plata asomara otro sol).