
Llegó a este mundo el 15 de mayo de 1911, en Colonia, Alemania, en el calor de una típica familia de clase media de aquella época. Al terminar sus estudios primarios, se dirigió a Bonn, donde inició cursos de preclínica. No terminó allí y se trasladó a Düsseldorf, donde vivían sus padres, para acabar sus estudios.
Era 1932 y Herta Oberheuser estaba feliz. Ya tenía su título, pero además de su ánimo, quería devolverle a su patria algo de todo lo que, afirmaba, había recibido de ella. Fue por eso que tres años después decidió alistarse en la Liga de Mujeres de Alemania, que era dirigida por Gertrud Scholtz-Klink, una figura femenina clave del criminal régimen nazi que ya había nacido y crecía con pasos gigantes.
Pero fue en 1937 cuando Oberheuser dio un salto mayor. Se enroló en el Partido Nazi y consiguió trabajo en la Clínica de Düsseldorf y en el Instituto de Fisiología de Bonn. Pero el dinero en su familia no alcanzaba. Sus padres atravesaban una mala situación económica y la joven enfermera -cuyo sadismo todavía no había brotado- tuvo que conseguir otro trabajo. Fue así que aplicó para ser empleada "en un campamento de entrenamiento cercano a Berlín", tal como decía el anuncio del periódico que le había llegado a sus manos. Se trataba de Ravensbrück, el campo de concentración para mujeres y niños a 90 kilómetros de la capital alemana que sirvió de "escuela" para la enfermera.
"En Ravensbrück, en lugar de enseñarles cómo se debía administrar un campo, aprendían las diferentes formas de pegar, apalear y asesinar a los presos, además de todo lo referente al tema de los hornos crematorios", indicó Mónica González Álvarez al diario ABC de Madrid. Fue el lugar donde Oberheuser vio despertar el demonio que llevaba dentro. "Todas las alemanas que pasaban por allí estaban destinadas a maltratar, humillar y en última instancia matar a cualquier preso que pasara por el campo de concentración", agregó la autora del libro Guardianas nazis: el lado femenino del mal.

En Ravensbrück, la joven enfermera fue colocada bajo la tutela de Karl Franz Gebhardt, un famoso médico alemán de las Waffen SS y "padre" de estas criaturas siniestras. Quedó deslumbrada, como el resto de sus compañeras. Su credencial de presentación era ser el docente más recomendable para que explicara cómo experimentar con personas.
En ese campo de concentración a las afueras de Berlín -y uno de los pocos en Alemania- los responsables médicos realizaban experimentos para saber qué tipo de medicamentos llevarles a sus hombres en el frente de batalla. Los detenidos podían servir de mucho, pensaron. Fue así que para conocer los efectos de determinados medicamentos sobre los humanos, tomaban un prisionero y los herían como si fueran soldados. Penetraban su carne con clavos oxidados, astillas de madera y otros tipos de torturas. Les generaban gangrenas, les inoculaban malaria… Luego, aplicaban sobre ellos una medicina de diferentes formas para saber si eso serviría para los hombres que luchaban por los delirios de Hitler y la supremacía aria. La mayoría moría, irremediablemente.
Pero no fue aquello lo que hizo de Oberheuser una enfermera infame. Especializada en dermatología, la mujer se ofreció para otro tipo de experimentos. Quería saber cuánto tardaba un hueso quebrado en reconstituirse. Destrozaba a las prisioneras y esperaba pacientemente el tiempo necesario hasta que se recuperaban. Si es que lo hacían. Si el tiempo demandado en volver a la normalidad era mayor que lo esperado, se las fusilaba. No había tiempo que perder.

Pero también, según explicó González Álvarez, "rompían parte de las extremidades de estas 'conejillos de indias' para constatar cómo se producía la regeneración del músculo de los nervios o si era necesario un trasplante". Pero además de los músculos, a las prisioneras se le extirpaban algunos órganos, huesos, brazos y piernas. Era para que los soldados heridos pudieran recibir algunos para poder sobrevivir.
Y Oberheuser, según se comprobó en el llamado Juicio a los Doctores de Nüremberg, fue más allá. Utilizó a niños para saber cómo reaccionaban éstos a tales atrocidades. Les inyectaba hexobarbital, un barbitúrico con efectos hipnóticos y sedante, para sacarles órganos y huesos. Lo hacían mientras el "paciente" estaba consciente, pero no pretendían que sobrevivieran al proceso. Y si tenían la "fortuna" de hacerlo lo asesinaban con una inyección de gasolina.

Allí, Oberheuser estuvo hasta julio de 1943, cuando fue trasladada a Hochenlychen, más precisamente a un hospital psiquiátrico donde continuó con sus experimentos. Allí fue capturada por las tropas aliadas un año y medio después, cuando invadieron Alemania y barrieron con el Tercer Reich. La Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin y comenzaba a conocerse las atrocidades que los nazis habían hecho con millones de prisioneros.
En el verano de 1947, cuando el Juicio a los Doctores reveló las macabras prácticas que realizaron en nombre de Hitler y de su sadismo personal, Oberheuser fue condenada a 20 años de prisión, cifra que luego se redujo a un puñado. Insólitamente continuó ejerciendo como enfermera, hasta que en 1956 fue reconocida por una sobreviviente de Ravensbrück. Su vida como practicante de la medicina había llegado a su fin. Murió el 24 de enero de 1978 en Linz, cuando había logrado ser una anónima mujer para sus vecinos que nunca supieron qué secretos demoníacos se ocultaban detrás de sus ojos.
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