
A lo largo de la historia de México, han habido dos imperios. El primero fue el que estuvo a cargo de Agustín de Iturbide, y que se desarrolló luego de la Independencia de México por pocos meses, entre el 21 de julio de 1822 y el 19 de marzo de 1823.
Posterior a este, hubo otro: el de Maximiliano de Habsburgo, el cual se desarrolló entre 1864 y 1867. Su nombre completo era José María de Habsburgo-Lorena, quien tenía un matrimonio con la emperatriz María Carlota Amalia Augusta Victoria Clementina Leopoldina de Sajonia Coburgo y Orléans Borbón Dos Sicilias y de Habsburgo-Lorena, o mejor conocida únicamente como Carlota. Maximiliano tuvo un trágico final, pues fue fusilado en el cerro de las Campanas, Querétaro, en 1867, por órdenes de Benito Juárez.
Maximiliano, quien venía del Castillo de Miramar, en la costa adyacente a Trieste, Italia, tenía costumbres muy diferentes a las que vino a presenciar a su llegada a México. Entre las diferencias que llegó a encontrar, fue la gastronomía, y es que a pesar de que la casa Habsburgo en Viena tenía una especie de corporativo que dictaba en los castillos y propiedades oficiales de la monarquía elementos como la decoración, los banquetes, y por supuesto, los platillos emblemáticos que se consumían, Maximiliano también probó lo que se comía en el país.
Maximiliano acostumbraba desayunar a las 7 de la mañana, luego de terminar su cabalgata. Le gustaba tomar chocolate de agua, que en ese tiempo se preparaba con un poco de masa para darle espesor, acompañado de un par de bollos vieneses, que eran panecillos de leche.

En el almuerzo, que se hacía alrededor de las 9 de la mañana, justo antes de salir a la plaza mayor, se ofrecían, platillos de origen austrohúngaro con un marcado afrancesamiento. Algo que resaltaba eran los consomés knödeln (de papa o sémola), los huevos tibios con sus guarniciones y las crepitas deshechas con crema de queso y coñac.
Por la tarde, al regresar al Castillo de Chapultepec, en donde vivía, la comida era el momento de mayor cantidad de alimentos. Se solía comenzar con ensaladas frescas en tiempos de calor, que son de marzo a junio, mientras que en los tiempos de lluvia, se comenzaba con consomés y sopas.
También se presentaban los platos de de caza o de lechón, ternera o carnero, en salsas extraídas de los jugos del animal. Los acompañamientos solían seguir la tradición austriaca de los knödeln, gachas de sémola, verduras torneadas o incluso (por petición de Maximiliano) calabacitas tiernas con sus flores.
El momento favorito de Maximiliano, era fumar un tabaco y beber coñac. En ese momento también solía dialogar más en corto temas de interés político, pues en la comida evitaba hacerlo.
Por la noche, si no había recepciones o cenas oficiales, la cena se limitaba al chocolate o café acompañado de bizcochos y mermeladas, pues él era muy aficionado al cacao y gustaba del Magnolia, que es una génoise enriquecida con cacao y avellana hechos mantequilla en el metate.

A pesar de que la casa Habsburgo decidía las comidas, Maximiliano tuvo una gran afición por los sabores tan particulares que encontró en México. El emperador pretendía llevar muy bien su papel de soberano y sabía de la importancia de conocer a fondo el folklor de sus súbditos.
A pesar de que el primer contacto con el picante y el mole fueron difíciles, el haber dedicado casi 16 meses a viajar por el país, le generó una gran curiosidad sobre nuestra botánica e ingredientes.
En su llegada a México, al pasar por el estado de Puebla, mencionó que el mole y el pipián eran sabores “poco amigables que requieren adaptar al cuerpo y al paladar, como la mostaza inglesa y el queso suizo”.
Sin embargo, esto cambiaría con el tiempo y sus paseos por México. El emperador solía tomar un copioso bocado de media noche, lejos de la vista de la sociedad, y gustaba mucho de pedir que le prepararan lo que habían tomado los sirvientes. Además, tenía un especial afecto por el adobo de chiles secos, las tortillas de comal, y las salsas delicadas como el pipián de semillas de melón.

También le gustaban mucho las frutas, que gustaba de disfrutar en los jardines de Olindo, en Cuernavaca, e donde pedía piña fresca, aunque su favorito era el mamey.
También comprendió la importancia del pulque en el país, y destinó una parte importante de su tiempo de descanso en investigar más sobre sus propiedades, su gente realizó destilaciones y análisis para determinar la pureza de sus alcoholes.
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