¿Qué delito habrá cometido un artista para que el Estado destruya sus obras? Aunque suene increíble, así sucedió con cuatro murales realizados por Miguel Alandia, uno de los más importantes pintores bolivianos del siglo XX. Con la demolición de cuatro murales ubicados en edificios estatales y plazas públicas, el dictador René Barrientos dio su opinión promediando la década del 60, con topadoras, sobre el arte comprometido. Es que Alandia era conocido en todo el país como “el pintor de la revolución”. Mote que no se alejaba, por cierto, de su historia personal.
Había nacido en una región minera en donde los trabajadores comenzaban a organizarse sindicalmente y fue testigo de ese proceso hasta que, como conscripto, fue enviado a la zona oriental del país como parte de las fuerzas que enfrentaban bélicamente a Bolivia y Paraguay. Se ha dicho que esa guerra, llamada Guerra del Chaco, respondía no a intereses nacionales, sino que estaba financiada por dos pulpos empresariales extranjeros que se disputaban la región del petróleo. Alandia fue hecho prisionero y fue sometido a trabajos forzados en Paraguay durante un año. Más tarde pintaría un autorretrato llamado Prisionero de guerra, que da cuenta de su experiencia.
El suceso fue fundamental para el fortalecimiento de sus ideas políticas, que cristalizaría al convertirse en militante del Partido Obrero Revolucionario, una organización trotskista que había influenciado a los mineros para que votaran en 1946 las Tesis de Pulacayo, documento que marcaría los debates políticos de las décadas siguientes y que es una traspolación del Programa de Transición escrito por León Trotski a la realidad de la nación andina. Con esos pertrechos, Alandia fundaría el Sindicato de Artistas, uno de los núcleos del debate intelectual de aquellos años. Mientras tanto, afianzaba su predilección por el muralismo.
“Creo que la pintura mural es la pintura del futuro, no sólo por ser monumental y expresar las esperanzas de las amplias masas, sino también porque la transformación de la sociedad impone que se exprese de forma monumental –declaró Alandia unos años después acerca de los fundamentos de su decisión estética–. La plástica expresa el sentimiento democrático y humano de la sociedad en su conjunto, o sea, que la pintura mural debe sustituir en el futuro a los pequeños museos en que hoy se conservan las obras de los grandes maestros del pasado. Mi mayor placer es siempre pintar murales, lo que no me impide hacer pintura de caballete”.
Cuando en 1953 el presidente Víctor Paz Estenssoro invitó al muralista mexicano Diego Rivera a conocer Bolivia luego de la revolución de 9 de abril de 1952, le mostró los murales que Alandia había pintado en la Casa de Gobierno (conocida como el Palacio Quemado) y Rivera dijo: “Su obra es un claro ejemplo de que nuestro movimiento ha trascendido hasta convertirse en el instrumento de los creadores que producen junto a su pueblo. (De Alandia) habrá de sorprender su grandilocuencia, esa expresión trágica cargada de elementos grotescos, chillantes, descomunales”.
Pero volvamos hacia atrás. En 1952 la situación boliviana era insostenible. El gobierno de “la Rosca” (así era conocido por responder directamente a los intereses de los grandes empresarios mineros, los así llamados “Barones del estaño”) había anulado las elecciones que había ganado el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) con Hernán Siles Suazo y el dirigente minero Juan Lechín a la cabeza e instaurado una junta militar para ejercer el poder. Sin embargo, las huelgas y protestas se extendían en todo el país y en particular en el altiplano minero.
El 9 de abril, el partido nacionalista MNR anunció un movimiento militar al que adhirieron militares de esa tendencia para lograr la instalación del grupo vencedor en las elecciones en el poder. Sin embargo, el comando central del levantamiento quería quedarse en el gobierno con su plantel militar. Los comandos civiles asaltaron y tomaron cuarteles y arsenales y pronto los mineros tenían guardias armadas combatiendo con fusiles y cartuchos de dinamita. Las batallas duraron dos días hasta la derrota física del ejército y se cobraron más de 500 vidas.
Cuando Miguel Alandia Pantoja vio las milicias armadas de obreros en las calles, dejó el caballete en su estudio, tomó un fusil de su armario y salió a las calles a combatir. El máximo dirigente del POR Guillermo Lora se encontraba en una reunión internacional en París y el partido se encontraba bastante desorganizado. Alandia tomó el fusil, las Tesis de Pulacayo y se dirigió adonde se encontraba el centro de los disturbios. Luego tomó contacto con Lechín (que había sido un militante secreto del POR) y juntos decidieron fundar la Central Obrera Boliviana, que aglutinaría a los sindicatos del país, con los mineros adelante. El levantamiento triunfó. Siles y Lechín se instalaron en el Palacio Quemado hasta que llegó de su exilio en Buenos Aires Víctor Paz Estenssoro (tío de la ex diputada argentina María Eugenia Estenssoro) y se hizo cargo del gobierno.
Su agitada vida como muralista y como militante se conjugaban todo el tiempo. Cuando en 1964 el militar René Barrientos derrocó al gobierno del MNR, decidió barrer con la memoria de las obras del muralista Miguel Alandia. Su mural Lucha del Pueblo por su Liberación, Reforma Educativa y Voto Universal fue cerrado 31 años, hasta 1995. Historia de la Mina, Historia del Parlamento boliviano y Hacia el mar fueron destruidos por completo. Aunque partió al exilio en Perú, Alandia no dejó de pintar ni de militar en el POR.
En los estertores del gobierno golpista volvió a su país y en 1971, como líder del Sindicato de Artistas, formó parte de la Asamblea Popular, un órgano de poder inédito en la historia latinoamericana, de la que fue uno de sus grandes animadores, a la vez que secretario de Milicias Populares, ente que se encargaba de armar a obreros y estudiantes. Otro golpe militar, esta vez dirigido por Hugo Banzer, lo llevó nuevamente al exilio. Murió en 1975. Unas semanas después, sus restos fueron inhumados en La Paz, con un cortejo que partió con miles de asistentes de la Federación de Mineros que, según testigos, gritaban las consignas: “¡Alandia sigue vivo! ¡Alandia es inmortal!” Quizás sea una de las despedidas más masivas, sentidas y populares (por número y extracción social) que haya tenido un artista en todo el continente.
En 1965, el dictador Barrientos había decidido eliminar físicamente a los líderes mineros, sobre todo trotskistas, que tenían aún gran influencia sobre los obreros. César Lora e Isaac Camacho pasaron a la clandestinidad y realizaban su trabajo político sindical en los túneles de las minas. Una noche salieron para trasladarse a otra ciudad. Fueron delatados por el hombre que les vendió las mulas. Los militares les dieron caza, los alcanzaron y asesinaron.
Al conocer las noticias, Miguel Alandia, que conocía cercanamente a las víctimas, se encerró un día y al salir había realizado su pintura Testimonio, en homenaje a los asesinados. Se trata de un minero gigante, compungido, en duelo, que lleva en sus manos un cadáver (mucho más pequeño que él). En estos días, se difundió el video que muestra a una mujer campesina que, al ver a su hijo muerto por la represión en el trópico cochabambino, le gritaba: “Despiértate, papito, despiértate”. Quizás haya nexos que unan este hecho de la realidad con una obra que vuelve a la vida de los bolivianos una y otra vez.
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