
Aplaudir es una acción simple. Aunque los bebés no tienen la coordinación suficiente para aplaudir hasta el primer año de vida, los niños lo logran rápidamente. Este gesto sencillo puede generar un ruido fuerte sin mucho esfuerzo, lo que explica su prevalencia en varias culturas, comparado con acciones más complicadas como chasquear los dedos.
Según la BBC, los aplausos fomentan vínculos sociales. Durante los confinamientos por la pandemia, en varios países se aplaudía diariamente para agradecer a los trabajadores de la salud, acercando a comunidades obligadas a mantener distancia, a través de un acto compartido de celebración y unidad.

Hay un elemento de contagio social en los aplausos. Una sola persona aplaudiendo puede hacer que una sala llena de gente la imite. “A veces, la gente aplaude para enviar un mensaje. En otras ocasiones, puede que aplaudan por presión social. Las palmas son, por excelencia, la señal no vocal con mayor volumen acústico. Es una acción sencilla, rápida y eficaz”,dijo el psicólogo Alan Crawley, a la BBC.

En 2013, Richard Mann, profesor de biofísica molecular dijo a la BBC que la duración de los aplausos no se relaciona necesariamente con la calidad de la actuación. “Hay una presión social para empezar a aplaudir, pero una vez que lo has hecho, hay una presión igual de fuerte para no dejar de hacerlo hasta que alguien lo haga primero. En Cannes, nadie quiere ser el primero en dejar de aplaudir, principalmente por no ser visto, o filmado, como el que rompió el entusiasmo colectivo”, contó Mann. Aparentemente, se aplaude porque es una forma efectiva de generar mucho ruido, expresar agradecimiento y fortalecer el vínculo social al disfrutar algo en comunidad.

Los historiadores y sociólogos no han encontrado un punto de origen definitivo para la costumbre de aplaudir, pero se sabe que es un acto universal, presente en prácticamente todas las culturas. Es un gesto evidente de aceptación, y su primer registro documental se encuentra en el Imperio Romano. Al final de muchas obras teatrales, los protagonistas gritaban “Valete e plaudite!” (“¡Adiós y aplaudid!”), y el público, o al menos una parte pagada para hacerlo, aplaudía. Además, se dice que el emperador Nerón contrataba grandes grupos para que aplaudieran sus discursos.
La Biblia menciona los aplausos como una forma de mostrar alegría y adoración. Los antiguos egipcios probablemente también utilizaron los aplausos de manera similar. Sin embargo, fue en la Antigua Roma donde aplaudir tras una obra de teatro o un discurso se popularizó verdaderamente. Para los líderes romanos, los aplausos medían la popularidad, similar a una encuesta moderna o a un “me gusta” en redes sociales. Incluso Nerón pagaba a 5,000 soldados para que lo aplaudieran.
En el siglo XVI, surgieron los aplaudidores de contrato, cuando un poeta francés regalaba entradas a cambio de aplausos fuertes. Posteriormente, en Francia, los aplaudidores profesionales asistían a espectáculos para dirigir las ovaciones.
El aplauso se ha asentado como la máxima expresión de aprobación, y es también una forma de expresar emoción reprimida o deleite. Los niños y los chimpancés lo hacen espontáneamente. El aplauso más largo registrado duró 80 minutos; el tenor español Plácido Domingo recibió este reconocimiento masivo tras interpretar “Otelo” de Verdi en la Ópera Estatal de Viena, saliendo 101 veces al escenario para agradecerlo. Además, en 2010 recibió otro aplauso de 32 minutos tras la ópera “Simón Boccanegra” en el Teatro Real de Madrid.
Aplaudir, por tanto, es mucho más que un simple acto de cortesía. Es una manifestación de nuestra humanidad compartida, un reflejo de nuestra capacidad para comunicar aprecio, fortalecer vínculos y celebrar juntos. Este gesto es también muy grato para quienes lo reciben, demostrando realizaron de manera correcta algo determinado, por ejemplo.
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