El cura Pantaleo había llegado muy joven desde Italia. Se radicó en Argentina convencido de que aquí estaba el sitio en el que él debía cumplir con su misión sacerdotal. Trabajó siempre en hospitales y en pequeñas parroquias en las que sentía que él podría ser más útil, siempre cerca de los pobres.
Luchó hasta conseguir un pequeño terreno en González Catán, en el sur del conurbano bonaerense, en el que trabajó duro y solitariamente para levantar una pequeña casa en la que poder dar misa a los más humildes.
Ese sería el comienzo de una obra religiosa y social que nunca más se detendría. Gran parte de su concreción estuvo en manos de una mujer que había padecido cáncer de útero y decía haberse curado por la intervención del Padre Mario. Esa señora es Perla Gallardo y sería la principal colaboradora del cura hasta la muerte de éste.

El propio hijo de Perla sería también un gran asistente de la misión. Tanto que sería él quien acompañaría al padre Mario a buscar terrenos en González Catán para erigir la parroquia.
En ese lugar, contra el escepticismo de todos, la obra del cura prosperaría hasta tal punto que no se levantaría allí tan solo una capilla sino también un jardín maternal, una unidad sanitaria, una escuela primaria, un jardín de infantes y un colegio secundario.

Aunque al principio se dudó acerca de si toda esta enorme obra solidaria, educativa y social pondría en riesgo la tarea sanadora de Pantaleo, esa misión continuaría hasta su muerte.
En efecto, luego de instalado en González Catán "las manos" del Padre Mario se hacían cada día más famosas. Durante toda la semana la gente se acercaba al humilde barrio de Villa Carmen para encontrarse con él.
Durante mucho tiempo el Padre Mario recibía a los dolientes y enfermos en su humilde parroquia durante la mañana, pero luego se trasladaba a otros sitios como hospitales o capillas en los que también había gente pidiendo alivio. Se cuenta que en cierta ocasión hasta llegó a ser detenido por "ejercicio ilegal de la medicina", cargo que fue levantado en pocas horas.

Las filas que se formaban eran realmente imponentes: se dice que en algunos días llegó a atender tres mil personas en una jornada. En esas ocasiones, las atendía de manera grupal, los hacía formar un círculo y luego pasaba imponiendo las manos, sin tocar el cuerpo.

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