
Hace veinte años nos reíamos en la terraza de un bar con amigas y nos sentíamos como en Sex and the City. Ahora miramos con amor la orilla del río y pensamos en Grace and Frankie: ¿y si es acá donde nos venimos a vivir? No es solo una fantasía de sobremesa. Después de la pandemia, muchas nos juramos que nunca aceptaríamos la idea de encierro, horarios fijos y visitas restringidas. Queremos otra cosa: autonomía, alegría y compañía. Y parece que el mundo nos está siguiendo la corriente.
Durante décadas, los arquitectos compitieron por comprimir más habitantes en menos metros: departamentos diminutos, pasillos estrechos, balcones que parecían jaulas. Esos diseños nunca fueron neutros: para alguien con un cochecito de bebé o un bastón, esas viviendas resultaban prisiones silenciosas. Hoy, en cambio, surge otra lógica: pensar la arquitectura no como obstáculo, sino como aliada de la convivencia. A veces pienso que lo que más extraño de mi infancia en el barrio no era la vereda ancha ni la plaza, sino que siempre había alguien con quien cruzarse. Esa sensación de que nunca volvías sola a casa, porque alguien te acompañaba dos cuadras más. Eso es lo que ahora vuelve a aparecer en los patios comunes de estos proyectos.
Charles Durrett, uno de los pioneros del cohousing moderno, suele repetir que estas viviendas no tienen que ser solo “lindas” sino funcionar como infraestructura para la comunidad. En sus proyectos insiste en que el verdadero lujo no es el mármol ni la pileta climatizada, sino el espacio común donde los vecinos deciden y gestionan juntos su vida diaria. En Suecia, el proyecto Stacken muestra cómo la forma arquitectónica refleja esa colaboración: pasillos amplios donde siempre hay alguien con quien cruzarse, escaleras amables que invitan a charlar en el descanso, patios que funcionan como plazas de bolsillo. En España, un conjunto de viviendas sociales en Cornellá fue premiado internacionalmente: no por la altura ni por el lujo, sino por su patio central ajardinado. Ese patio no es decoración, es la verdadera sala de estar: allí se conversa, se festeja, se comparten meriendas. Los departamentos no son más grandes que los habituales, pero sus habitantes aseguran que se sienten más amplios porque la vida se desborda hacia los espacios comunes.

La tendencia se llama cohousing senior, pero en realidad es más simple: volver a vivir con amigos. En Madrid, en el proyecto Trabensol, una pareja contaba que lo primero que dicen a quienes llegan es: “Esto no es una residencia de mayores”. Y se entiende al ver el comedor: veinte personas almuerzan juntas entre risas y discusiones sobre política. En Londres, las mujeres de OWCH tienen su propia regla de oro: “Tenemos hermanos, hijos, amantes… pero no pueden vivir aquí”. Lo dicen entre carcajadas mientras organizan turnos para cocinar o elegir qué película ver. Cuando escuché eso, pensé en mis amigas. Con las mías tenemos claro que si algún día armamos una casa compartida, la única regla será quién se ocupa de elegir la playlist. Y sé que ahí va a empezar la pelea.
En los Países Bajos, el modelo Knarrenhofje propone casas alrededor de un patio, con una Hofhuys, la casa común donde se celebran cumpleaños, se cocina o se juega al ajedrez. Y en Estados Unidos, en Silver Sage Village, los vecinos cenan juntos en la Common House y después se dispersan: algunos a la sala de cine, otros a la de manualidades, otros a la de meditación. No hay directora ni enfermera a cargo: hay comunidad.
En Uruguay, el proyecto Carpe Diem compró un terreno en Canelones. Entre mates, sus integrantes discuten dónde poner la huerta y de qué color pintar los pasillos. “Ya empezamos a pelearnos porque a mí me gustan las paredes lilas y a otra el verde loro”, bromeaban en una reunión. No hablan de usuarios ni pacientes: hablan de vecinas. La figura legal es cooperativa: propiedad colectiva, derecho de uso y asambleas como corazón de la vida diaria.

Un poco más allá, el grupo Angirú comparte en Instagram fotos del terreno vacío y la ronda de socias que imaginan lo que vendrá: una cocina grande, un comedor compartido, un salón multiuso que pueda ser fiesta o cineclub. Yo misma he fantaseado con eso: una cocina enorme donde alguien amasa, otra prueba un vino nuevo y otra se queja del volumen de la música. Al final, todo lo que soñamos tiene que ver con recuperar la mesa larga, la sobremesa y la risa que dura hasta la madrugada.
En Chile, la Fundación Cohousing organiza talleres donde lo primero no es dibujar planos, sino listas en un pizarrón: qué compartir y qué no. En la columna de los “sí” siempre aparecen la cocina, la huerta y la biblioteca; en la de los “no”, el baño y el dormitorio. “No es un geriátrico, es nuestra casa —dijo una participante—. La diferencia es que vamos a vivir rodeados, no encerrados”.
En Argentina, la cosa se bifurca. Están los grupos que empiezan a autogestionarse inspirados en experiencias cooperativas, y también los desarrolladores privados que olieron una oportunidad. Ellos lo llaman senior living: departamentos luminosos con amenities, gimnasio, pileta climatizada y un programa de actividades. En las visitas guiadas suena más a marketing que a comunidad: maquetas con mini plazas, promesas de acompañamiento, folletos que hablan de “vida independiente con servicios incluidos”. En esos casos, la diferencia se escucha en el vocabulario: en las cooperativas se habla de asamblea; en los privados, de inversión.

El Cirujano General de Estados Unidos advirtió que la soledad puede ser tan dañina para la salud como fumar quince cigarrillos por día. La Organización Mundial de la Salud publicó que aumenta un 56% el riesgo de accidente cerebrovascular. En cambio, quienes tienen vínculos sólidos viven, en promedio, siete años y medio más. Lo pienso mientras me río con mis amigas cantando un bolero desafinado. Si alguien nos midiera la presión en ese momento, seguro se dispararía… pero de alegría. Y sospecho que eso también alarga la vida.
Lo vimos en la pantalla antes de verlo en los barrios. Grace & Frankie nos mostró a dos mujeres reinventándose a los setenta, entre risas, negocios improbables y romances. The Golden Girls instaló la idea de amigas que envejecen juntas y hoy hasta existe un “Golden Girls housing” en Estados Unidos. En Francia, la película Et si on vivait tous ensemble? contó la historia de cinco amigos que deciden mudarse juntos en vez de ir a un geriátrico. Y en nuestra propia Elsa y Fred, China Zorrilla arrastra a su compañero a brindar, a reír y a correr hacia la Fontana di Trevi como si la juventud fuera un vestido que todavía les queda perfecto.
Quizás nunca nos animemos a dar el paso de mudarnos todas juntas, pero cada vez que nos encontramos y alguien dice “¿y si…?”, siento que estamos ensayando el futuro. Uno en el que la vejez se parece menos a un geriátrico y más a un asado de domingo con amigas. El futuro de la longevidad no se juega solo en la medicina, sino en cómo elegimos habitar esos años extra: juntos, con humor, con deseo y con la obstinación de seguir empezando siempre.
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