“Un hombre barbudo se llevó al bebé”: secuestro y crimen del pequeño Eugenio Pereyra Iraola, el menor de una familia aristocrática

El niño tenía dos años y desapareció en la estancia que la familia tenía en Camet. El único testigo era un hermanito de cuatro años que habló de un hombre de barba. Se movilizó a toda la policía, pero el pequeño apareció muerto. El sospechoso perfecto, las dudas y las leyendas de un asesinato atroz que sacudió a la sociedad argentina

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Eugenio Pereyra Iraola desapareció de la estancia familiar el 24 de febrero de 1937
Eugenio Pereyra Iraola desapareció de la estancia familiar el 24 de febrero de 1937

Simón Pereyra Iraola y Dolores Santamarina no podían sentirse más seguros y tranquilos que en aquella estancia, a seis kilómetros de la localidad de Camet, en la provincia de Buenos Aires. Su lugar en el mundo, el de una familia de clase alta vinculada al poder económico y político, resultó sin embargo el escenario de un crimen que la golpeó en su punto más vulnerable y que conmovió a la Argentina de la Década Infame: la desaparición y el asesinato del hijo menor de la pareja, Eugenio Pereyra Iraola, de 2 años de edad.

Fue en la tarde del 24 de febrero de 1937, poco después de que los Pereyra Iraola llegaran a la estancia La Sorpresa junto a sus siete hijos, un camión en el que trasladaban el equipaje y dos vehículos con el personal de servicio. “El niño habría desaparecido en momentos en que todas las personas se ocupaban en la conducción de las valijas y equipajes al interior de la casa”, informó el diario La Prensa en una de las primeras crónicas que acusaron el impacto del suceso.

El último en ver a Eugenio fue su hermano Santiago, de 4 años. Los dos habían salido a jugar al parque de la estancia. “Un hombre se llevó al bebé”, dijo el pequeño testigo, y su relato hizo pensar en un secuestro extorsivo.

La seña particular del desconocido era que tenía barba, como si encarnara un personaje de los cuentos de terror con que se aleccionaba a los niños. Y de hecho el acusado tendría algo del “hombre de la bolsa”, esa figura arquetípica de los antiguos temores infantiles.

La era de los secuestros

Los “secuestros sensacionales”, como los llamó la prensa, eran una marca de época desde el caso del comerciante Florencio Andueza, ocurrido en Venado Tuerto en agosto de 1930, y se extenderían hasta la nunca esclarecida desaparición en Córdoba de Marta Ofelia Stutz, de 9 años, en noviembre de 1938. La desaparición de Eugenio Pereyra Iraola actualizó esa saga, y la condición social y la edad de la víctima agregaron otros motivos poderosos para la curiosidad pública, que vio en el hecho una versión nacional del secuestro de Charles Lindbergh Jr., hijo del as de la aviación, asesinado en 1932 por el carpintero de origen alemán Bruno Hauptmann.

Sin embargo, aquella noche no se habían notado movimientos de personas en las inmediaciones de la estancia La Sorpresa y la familia tampoco recibió un pedido de rescate. El rastro de Eugenio Pereyra Iraola, mientras tanto, parecía haberse desvanecido en las plantaciones de maíz que rodeaban al casco.

El padre del pequeño luego de haberse conocido la noticia de la muerte junto a un sacerdote
El padre del pequeño luego de haberse conocido la noticia de la muerte junto a un sacerdote

En la desorientación inicial surgió la hipótesis de una venganza de cómplices de Rogelio Gordillo, el Pibe Cabeza, que había asaltado a Simón Pereyra Iraola, el padre de Eugenio, en un almacén de campo cerca de Pehuajó. Pero el célebre asaltante había muerto poco antes en un enfrentamiento con la policía, en el barrio porteño de Mataderos, y su banda estaba en fuga.

Nadie pudo criticar a la policía por demorarse en la pesquisa. Horas después de la desaparición de Eugenio, el jefe de la policía bonaerense, Pedro Ganduglia, y el de investigaciones, Víctor Fernández Bazán, aterrizaron en la estancia La Sorpresa en un avión que los trasladó desde La Plata.

La noticia en los medios de entonces
La noticia en los medios de entonces

La celeridad de las máximas autoridades policiales tenía explicaciones obvias. Las familias Pereyra Iraola y Santamarina estaban literalmente enraizadas en el poder económico, a través de la posesión de una red de estancias en la provincia. El árbol genealógico incluía a hacendados y terratenientes por ambas ramas, como Ramón Santamarina y Leonardo Higinio Pereyra Iraola, y a figuras ilustres de la clase dirigente argentina en el siglo XIX y comienzos del siglo XX. El abuelo del desaparecido, el senador nacional Antonio Santamarina, tendría incluso un papel determinante en la resolución de la historia, según una versión oral.

El comisario y el sospechoso

El comisario Víctor Fernández Bazán tenía un prestigio obtenido en la persecución de célebres delincuentes como jefe de la división de Robos y Hurtos de la policía porteña. En 1933 la prensa y la opinión pública lo reconocieron como el policía que esclareció el secuestro y asesinato de Abel Ayerza, sin críticas a las brutales torturas y los procedimientos ilegales a los que recurrió en la investigación.

A principios de 1937 Fernández Bazán fue acusado por la desaparición de Miguel Roscigna, Andrés Vázquez Paredes y Fernando Malvicini, tres militantes anarquistas que acababan de ser entregados por la justicia de Uruguay y cuyos cuerpos fueron arrojados al Río de la Plata. A partir de entonces, según el relato de Osvaldo Bayer, se acuñó la frase “ley Bazán”, para aludir a los asesinatos de presos encubiertos como intentos de fuga.

La capilla en la estancia donde se llevó a cabo el velatorio del niño
La capilla en la estancia donde se llevó a cabo el velatorio del niño

Pese a los antecedentes, el comisario fue convocado por el gobernador de Buenos Aires, el conservador Manuel Fresco, para que se hiciera cargo de la División de Investigaciones de la provincia, con amplios poderes. El caso Pereyra Iraola supuso el primer desafío de su gestión, y como primera medida ordenó la detención de los empleados de La Sorpresa y también del personal de la estancia San Simón, en Balcarce, de donde había llegado la familia Pereyra Iraola.

Las cuestiones de clase marcaron el rumbo de las sospechas de Fernández Bazán: una nueva hipótesis apuntó a la posible venganza de un mayordomo despedido de la estancia, que también quedó preso junto a su esposa y su hijo; la policía buscó entonces un entregador entre el personal de servicio y los peones de la estancia. En contraste con tales rigores, según el diario La Prensa, los hijos de Pereyra Iraola “fueron interrogados cariñosamente en inglés, tal como hablan habitualmente”.

En la noche del 25 de febrero se comprobó que una persona había logrado traspasar el cordón policial que cerraba el paso hacia el casco de la estancia. El sospechoso se llamaba José Gancedo, era un linyera de origen español llegado poco antes en busca de algún tipo de trabajo y usaba barba, como el desconocido que se había llevado a Eugenio.

El sospechoso se llamaba José Gancedo, era un linyera de origen español llegado poco antes en busca de algún tipo de trabajo
El sospechoso se llamaba José Gancedo, era un linyera de origen español llegado poco antes en busca de algún tipo de trabajo

Pero Gancedo volvió un día después a la estancia para buscar sus pertenencias, y ya no tenía barba: había ido al peluquero, en Mar del Plata. El cambio de aspecto reforzó las sospechas en su contra, que se agravaron en la mañana del 27 de febrero cuando un vecino encontró el cadáver de Eugenio a 1700 metros del casco, cerca del alambrado con la estancia de la familia Camet.

El niño estaba desnudo, pero el mameluco azul y las zapatillas que llevaba al desaparecer aparecieron cerca del cuerpo. Su hallazgo y la captura de Gancedo determinaron la entrada en escena de nuevos investigadores: los médicos forenses que examinaron a la víctima y los psiquiatras encargados de analizar al sospechoso.

Según la autopsia, Eugenio murió estrangulado y no tenía ningún otro signo de violencia. Gancedo se mantuvo en principio impasible al ser llevado ante el cadáver en la morgue de Mar del Plata, “con asombrosa indiferencia y extraordinario mutismo”, informó la policía. Los peritos lo describieron con estereotipos que eran habituales en la criminología de la época, aunque de escaso rigor científico: según el diagnóstico inicial, “impresiona como un tarado mental” pero después el médico Benjamín Galarce lo definió como “un simulador” y el psiquiatra Arturo Ameghino dijo que “es un degenerado, pero no un irresponsable”, lo que apuntó contra una eventual declaración de inimputabilidad.

El concepto de simulación, aplicada con notoria flexibilidad en la época, podía explicar el hecho de que un acusado rechazara los cargos en su contra y resultaba útil para legitimar cualquier construcción de los investigadores. Gancedo pasó de ser considerado un deficiente mental a representar un astuto criminal que se burlaba del acoso policial y judicial.

la estremecedora noticia sobre la aparición del cuerpo del niño
la estremecedora noticia sobre la aparición del cuerpo del niño

Mientras los restos de Eugenio Pereyra Iraola fueron llevados en tren a Buenos Aires e inhumados en el Cementerio de la Recoleta, Gancedo quedó detenido en Mar del Plata junto con un policía encubierto. El agente trató de sonsacarle una confesión, pero el linyera habló de cosas sin importancia.

Las sospechas contra Gancedo se fundaron en varios indicios. El más incriminatorio resultó el apuro por afeitarse la barba. A sus 4 años, Santiago Pereyra Iraola fue puesto en un careo con el linyera y como se puso a llorar esa reacción sumó otro factor considerado como prueba. Según el mayordomo de la estancia, estaba nervioso y con el pretexto de cortar unos cardos se fue a Mar del Plata.

Lo inexplicable

El caso pareció definirse con la confesión que hizo Gancedo el 28 de febrero, primero por escrito y después en presencia del juez Horacio Areco, del defensor de pobres José Negri y del ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires, Roberto Noble.

El linyera dijo que se había llevado a Eugenio, de la mano y luego alzado, “por un impulso irresistible” que no sabía explicar. No lo quiso matar, según su versión: asustado porque el nene comenzó a llorar, le provocó la muerte al tratar de que se callara. Le había sacado como parte de un intento de reanimación, agregó; o por simple morbo, según la acusación.

Con esa novedad, la prensa fue convocada al día siguiente para la reconstrucción del episodio. Gancedo mostró en principio el camino que supuestamente habían seguido desde el parque de la estancia hasta el campo, pero se plantó en medio del procedimiento: “Hasta ahora seguí la farra. No tengo nada que ver, no maté a nadie”, dijo. Lo que había sido pensado como el cierre de las actuaciones terminó por agregar más incertidumbre.

No sería la única duda. En la noche del 23 marzo de 1937, la policía trasladó a Gancedo desde Mar del Plata hasta la Brigada de Investigaciones de Dolores. El juez Areco lo esperaba en la mañana siguiente para comunicarle su procesamiento por el rapto y el asesinato de Eugenio Pereyra Iraola. Pero el linyera no llegó a los Tribunales: horas después apareció ahorcado en el calabozo.

Los familiares del niño durante el sepelio
Los familiares del niño durante el sepelio

Según la versión oficial, Gancedo se ahorcó con su propia faja, atada a una bisagra a dos metros de altura. El suicidio le exigió un movimiento extraño, ya que no pudo saltar y tuvo que agacharse. La investigación que ordenó el juez Areco quedó como una formalidad sin consecuencias prácticas.

La leyenda reescribió el capítulo final de la historia y agregó otros actores. Según su versión, aquella noche el senador Antonio Santamarina llegó al penal de Dolores, se introdujo en la celda y mató de un balazo a Gancedo. Lo que hoy se llamaría justicia por mano propia, pero entonces fue percibido como “una oscura venganza de clase”.

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