Fue en el año 2.000, Alejandra Ciappa acababa de recibirse de médica en la Universidad Nacional de La Plata y aterrizó en New York con un objetivo claro: empezar un post-doctorado en genética del Alzheimer con la esperanza de, algún día del resto de su vida, encontrar la cura de la enfermedad. El guión, sin embargo, terminó siendo bastante distinto a lo que había planificado porque en los tres años que duró ese viaje Alejandra estuvo tres veces cara a cara -cuerpo a cuerpo- con la muerte.
“Una semana después de que llegué a New York, mi mamá y mi papá se me aparecieron de sorpresa. Yo me puse contenta pero pensé ‘qué raro, si todavía no extraño’”. Alejandra tenía 28 años y, antes de viajar, se había hecho un chequeo ginecológico completo. “Creí que venían a decirme que le había pasado algo a alguien querido pero venían a traerme el resultado de mi papanicolaou. Tenía cáncer de cuello de útero”.
Cuando rompió “la coraza de frialdad” con la que se había protegido, lo primero que sintió fue miedo. La tarde anterior a la cirugía, Alejandra se sentó en el Central Park sola, puso música y pensó: “Esto no me va a matar". Así lo recuerda ahora desde Buenos Aires, cuando acaban de cumplirse 20 años de la primera situación extrema que torció sus planes: "Apareció una energía poderosa que desconocía que tenía. Fue como una declaración al universo: ‘Esto no me va a matar’”.
“Primero tuve que aceptar lo que me estaba pasando. Después negocié con Dios, con el universo, no sé, con lo que cada uno crea. Me acuerdo que miré al cielo y dije: ‘Bueno, que me saquen el útero, no seré madre pero hay muchas cosas por las cuales quiero seguir viviendo’. La verdad, no me daba lo mismo no ser madre, desde los 15 años repetía que quería tener una hija a la que iba a llamar Catalina”.
Le sacaron el carcinoma y la biopsia mostró que había quedado a un milímetro de distancia de lo que se conoce como “margen de seguridad”, lo que significó que las células cancerígenas no habían migrado por el cuerpo. Alejandra era médica, conocía los mecanismos del sistema inmunológico pero por primera vez reparó “en cierto bienestar o ciertas defensas que se podían lograr con la forma en la que pensamos”.
También observó que la posibilidad de morirse joven la había hecho ver que tenía “un sueño mayor a eso que me estaba pasando: ser madre”. Lo había puesto en la mesa de negociación pero había entendido que ya no iba a ser negociable.
“Si estás atento, todos estos eventos extremos te dejan un aprendizaje. Yo no lo vi cuando tenía el tumor, lo supe después. Siempre le digo a quienes están atravesando situaciones límite: ‘Mirá, este aprendizaje te va a doler, claro que te va a doler, el duelo hay que hacerlo, pero que no sea un sufrimiento eterno. Todo este proceso que estás viviendo te va a dar un aprendizaje que te va a llevar a otro nivel de tu propia vida. Pero lo vas a ver cuando lo pases'”, explica.
Dos: el atentado que cambió al mundo
Es probable que quienes vimos el atentado a las Torres Gemelas desde Argentina recordemos vívidamente el momento. ¿Dónde estábamos esa mañana? ¿Solos, solas, frente el televisor del trabajo? ¿Cabeceando para ver en el del bar? ¿Atragantados con el desayuno en casa? ¿Frente a los televisores de tubo apilados en las vidrieras de los locales de electrodomésticos?
¿Dónde estábamos cuando vimos la imagen recién grabada de un avión incrustándose en las Torres Gemelas y después otro, estrellarse en vivo?
A 8.500 kilómetros la mayoría de los que vivíamos en Buenos Aires pero Alejandra Ciappa estaba haciendo investigación científica en la Universidad de Columbia -una de las más prestigiosas del mundo- así que estaba a unos once kilómetros de las torres de 110 pisos a las que iba con frecuencia a bailar, a desayunar, de compras. Unas terrazas a la que solía subir para contemplar la belleza de la ciudad desde arriba, a sentir el vértigo a más de 400 metros de altura, la extraña sensación -cierra los ojos y parece que volviera a sentirlo- de poder volar.
“Sonó el teléfono en el laboratorio, era mi mamá, a los gritos. ‘¡Ale, chocaron dos aviones, se cayeron las Torres Gemelas, no hay más Torres Gemelas, andate a tu casa y quedate encerrada!’. Yo le contesté ‘estás re loca mamá, ¿qué estás diciendo?’”.
Era el año 2001, no había Internet como hay ahora, tampoco televisor en el laboratorio así que le dijo a su mamá que sí, que se iba a casa, pero cruzó a un bar. “Estaba minado de gente, todos mirando el televisor, ¿viste como lo cuentan las películas yanquis? Bueno así, tal cual. Me abrí paso para ver y ahí vi: las torres se estaban cayendo”.
El cáncer le había dejado una lección: "Cuando lográs construir una certeza -'esto no me va matar', ‘quiero ser madre’- seguí adelante, aunque no sepas cómo. El cómo se devela en el camino”, dice. Alejandra trabajaba en laboratorios y no el hospitales, nunca había estado en una catástrofe, menos en una de semejante magnitud: no sabía cómo pero sabía que tenía que ir a ayudar. Estaba distante y a salvo pero le pidió permiso a su jefe y anotó su nombre en la Cruz Roja.
—Soy médica, úsenme— les dijo en inglés.
Era tal el caos que recién al día siguiente la subieron a un colectivo, le dijeron que era parte del “Team A” (equipo A), y la mandaron al “Ground Zero” o “zona cero”, el epicentro de la devastación. Al comienzo, le tocó atender a los bomberos, a los policías y a los voluntarios que estaban sacando escombros con la esperanza de encontrar a alguien con vida.
“Había que limpiarles los ojos porque todo ese polvo gris eran astillas de hierro. Pero cuando le ponías agua quemaba la piel. Todo lo fuimos descubriendo en el momento, porque no lo sabíamos, como pasa ahora con la pandemia. Además, muchos rescatistas se lastimaban tratando de sacar a alguien vivo. No eran dos ladrillitos, las pilas de escombros tenían la altura de un edificio de quince pisos”.
Aunque se había formado para analizar secuencias de ADN, Alejandra empezó a asistir las crisis emocionales de quienes estaban en la primera línea de fuego, una capacidad propia que desconocía. “Era gente común que había ido a ayudar y al mover los escombros se encontraba con cosas que no estaba preparada para ver. Nadie. Yo tampoco”.
Después le tocó ir a los edificios aledaños a convencer a la gente de que dejara sus departamentos. La mayoría eran latinos y los militares estadounidenses -con sus modos, en otro idioma, y en estado de alerta máxima- no habían logrado convencerlos de que también sus hogares y sus vidas podían derrumbarse.
Alejandra era la única del equipo que hablaba español y la enfermedad del año anterior la había ayudado a desarrollar un enorme sentido de la empatía y la compasión. “No era lástima, es entender lo que le pasa al otro y ofrecer las herramientas para aliviarle ese dolor”. Fue edificio por edificio, piso por piso, puerta por puerta: los convenció. El resto del equipo empezó a llamarla “Angel”.
Durmió ahí, en el Ground Zero, y también tuvo miedo. “No sabíamos qué estábamos respirando. Escuchábamos que había ‘bacterias asesinas’, qué sé yo. De hecho estábamos respirando asbesto, toxicidad pura. Las torres ardieron dos meses, explotaban las cosas, se derrumban los edificios, claro que tuve miedo. El miedo frente a una situación límite es necesario, es lo que nos pone en alerta, lo que no sirve es la parálisis, si te lleva el pánico no podés hacer nada. Pero había aprendido que cuando podía transformar el miedo en compromiso era más productiva”.
No hubo sobrevivientes del atentado y, con el ego destrozado por no haber sacado a nadie con vida de abajo de los escombros, “me comprometí a cambiar la mirada y ver que había gente en otros edificios que todavía tenía una oportunidad. No salvé ninguna vida pero tal vez haya evitado alguna muerte más, que es otra manera de salvar una vida, ¿no?”.
Ahora que falta poco para que se cumplan 19 años de aquel día en que vimos el mundo cambiar, Alejandra habla de dos niveles de compromiso. El “compromiso con uno mismo, con sus convicciones y con lo que cree”. Y otro compromiso que es cívico, con los demás:
“En el Team A éramos cinco, ya no recuerdo sus nombres pero sí cómo actuamos en equipo, confiando en el que otro sabía cosas que yo no sabía o podía ver en mí capacidades que yo no sabía que tenía. No sabíamos bien cómo pero teníamos la convicción de que podíamos hacer algo para prevenir más muertes. Me hace acordar mucho a esta pandemia, ya vimos que nadie se salva solo”.
Se calcula que murieron 3.000 personas en el atentado por eso Alejandra se entristeció el mes pasado, cuando leyó que en Estados Unidos esperaban un promedio de 3.000 muertes diarias por el coronavirus.
Sabe, por haber estudiado a fondo el estrés postraumático que padeció mucha gente “post torres” que la pandemia dejará sus secuelas en la salud mental de muchos de nosotros: burn out -"síndrome del quemado"-, trastornos de ansiedad, depresión, angustia, el duelo trunco de quienes perdieron familiares por el virus-. Es en ese “después” donde Alejandra se prepara para intervenir.
Fueron tres días los que estuvo en el Ground Zero, “el olor a combustible quemado que me quedó impregnado en la piel no me lo olvido más”. Alejandra había estado más cerca de la muerte que muchos otros pero todavía faltaba una tercera situación límite, seis meses después del atentado: la mañana en que experimentó el proceso de su propia muerte.
Respirar abajo del agua
El 20 de abril del 2002, Alejandra dormía con quien era su pareja. Vivían en un departamento en planta baja en Manhattan cuando ella se despertó, fue hasta la ventana, vio que había Bomberos y salió a preguntarles qué pasaba.
“‘Nada, se quemaron unos cablecitos, ya está todo en orden. Puede volver a entrar a su casa’, me dijeron. Pero yo tenía un instinto que me decía ‘andate’ y aprendí que cuando el cuerpo habla lo tengo que escuchar. Así que entré, desperté a mi pareja y le dije ‘levantate, nos tenemos que ir ya’”. Unos minutos después, cayó tendida sobre la cama.
Lo supo cuando hicieron las pericias. Los bomberos habían puesto un extractor para liberar el monóxido de carbono pero el extractor apuntaba a su ventana, y el gas tóxico entró en concentraciones altísimas. También habían puesto un ventilador enorme para sacar el monóxido del sótano, pero el ventilador apuntaba directo a un agujero que también se comunicaba con su departamento.
“Sentí náuseas, como que iba a vomitar. Después caí en la cama y quedé paralizada, literal. O sea, pensaba pero todo mi cuerpo estaba como si fuera cuadripléjico. Le dije ‘llamá a un médico, no sé qué me pasa’ y empecé a convulsionar”. Pensé que tenía epilepsia pero estaba haciendo una hipoxia, que es la asfixia que te provoca la intoxicación por monóxido. Es terrible, es como si respiraras abajo del agua: respirás pero te ahogás”.
Su pareja también estaba intoxicándose y la miraba fijo desde una silla, por lo que Alejandra estuvo tres horas y media así. “Hasta que entré en el proceso de la muerte. Yo estaba paralizada pero consciente y la recuerdo como una energía muy fuerte que entra por los pies y va subiendo, y cuando llega a la cabeza pasás a un túnel de luz, así como muchas veces había escuchado. Es un pasaje hermoso a un lugar donde todo es bienestar, paz, placer”.
Pero Alejandra ya había aprendido que “nadie se salva solo” y “con lo último que me quedaba le dije ‘por favor, no me dejes morir'”. Ahí él logró levantarse y, tambaleando, salió a pedir ayuda. La internaron en terapia intensiva y, desde este entonces, Alejandra se presenta como “médica y sobreviviente”.
“Sí, porque sobreviví a todos los síntomas mortales del monóxido y sin secuelas, algo que es inusual. Los libros dicen que si sobrevivís a una intoxicación podés sufrir paros cardíacos, trastornos de conducta, de memoria o quedar con secuelas neurológicas graves. Yo pasé dos meses sin poder caminar, no podía agarrar el mate, pero estoy bien”.
Las intoxicaciones por monóxido de carbono -ahora que el invierno va a empezar con la mayoría de los argentinos encerrados- es lo que más le preocupa hoy. “Chequeen sus artefactos y ventilen. El monóxido es invisible, como el coronavirus, no tiene olor, no avisa, como el coronavirus. No te morís durmiendo, te morís luchando por sobrevivir, por respirar. Ventilen, estas son muertes evitables”.
Alejandra sigue siendo médica pero no es la misma que hace 20 años viajó a Estados Unidos. “Es que si vos aprendés de las experiencias que te tocan y te das cuenta qué venían a mostrarte, creo que te transformás en lo que realmente viniste a ser en este mundo”, dice, y se emociona por videollamada.
Es que, desde que volvió al país siguió con su investigación en neurociencias en centros prestigiosos como FLENI, Fundación Favaloro e INECO. Pero en el atentado había entendido que lo suyo también era inspirar a otras personas a que encuentren el potencial que desconocen que tienen. Desde ese entonces da conferencias sobre inspiración y liderazgo y ya no se define sólo como médica, sino como sobreviviente, como conferencista y como mamá, porque Catalina, aquel “sueño mayor” en el que se apoyó sentada en el Central Park, ya está por cumplir 15 años.
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