Trabajan en negro, piden dote por las mujeres y tienen justicia propia: la vida de los gitanos en cuarentena

Viven de la venta ambulante, los viajes a ferias y el comercio de autos. Respetaron el aislamiento a rajatabla pero el coronavirus los dejó sin posibilidades de trabajar. Historias de los gitanos del barrio Rififí de Moreno que empiezan a romper la cuarentena porque gastaron sus ahorros

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Los gitanos del barrio Rififí de Moreno

El 17 de marzo, Omar Marcovich, alias Colicha (que en su raíz gitano/yugoslava “significa Hugo”, según explica) tenía el colectivo a punto, un Mercedes del 93, para enfilar hacia el Norte del país. Esta vez iba a cambiar Salta, Tucumán y Jujuy por Misiones. Motor impecable, valijas cargadas y baúles llenos de provisiones para una expedición familiar de cuatro o cinco meses. “Había hecho un pedido de mercadería de 40 mil pesos y ya tenía todo listo”.

“Había arreglado con la vecina para que me cuidara la casa y me cortara el pasto porque nos íbamos de gira y volvíamos cerca de septiembre, seguramente”, explica el hombre que vive en el Barrio Rififí de Moreno, el lugar donde hace más de 40 años se instaló una de las comunidades gitanas más grandes de la Argentina, que hoy supera a las 100 familias.

“Si te tengo que decir cómo estoy, después de 50 días de cuarentena, te lo resumo en pocas palabras: no me queda un mango. Guardé 600 pesos por si tenemos que ir a la farmacia de urgencia”, sintetiza Colicha que está casado con Sonia que es diabética y necesita medicación.

Es que, cuando estaba a punto de subir a la ruta, se decretó la cuarentena para evitar la propagación masiva del coronavirus y los planes de la familia Marcovich se postergaron. “Me quedé con esos 50 mil pesos y lo usé para vivir. Iba al supermercado para tirar 10 o 15 días y se me iban 7, 8 mil pesos en cada compra. Eso, más algún otro gasto me comió toda la plata. No pude ni pagar la luz y me llegó aviso de corte”, explica Marcovich.

Omar "Colicha" Marcovich tenía el colectivo listo para viajar hacia el Norte donde se dedicaría a la venta ambulante durante cuatro meses. La cuarentena lo dejó sin trabajo.
Omar "Colicha" Marcovich tenía el colectivo listo para viajar hacia el Norte donde se dedicaría a la venta ambulante durante cuatro meses. La cuarentena lo dejó sin trabajo.

Si existe un concepto que define el mercado de trabajo en el que se mueve la comunidad gitana es la informalidad. A grandes rasgos, se dedican al comercio ambulante, a la compra y venta de autos y a la fotografía. ¿Cómo es eso? “Históricamente, los gitanos tenemos ponis. Pero es una de las fuentes de trabajos que se nos está cortando por las denuncias de los ecologistas: yo te puedo asegurar que nuestros caballos tienen todas las vacunas y los controles porque, por el hecho de ser gitanos, los inspectores nos siguen de cerca. Y si tenemos un carro vamos con habilitación de Senasa”, asegura.

Pasear por el Rififí significa encontrarse con un mundo desconocido que parece detenido en el tiempo. No solo por las condiciones de abandono del barrio, que cuenta con poco más del 20 por ciento de sus calles con asfalto y cloacas, sino por las costumbres milenarias que siguen conservando los gitanos. Empecemos a descubrirlo.

“Mal momento para casarse”

La frase sale de la boca de Omar Marcovich y su reflexión tiene que ver con una de las costumbres más polémicas de la cultura zíngara. Los tiempos pasan y los gitanos siguen pidiendo dote por sus hijas. ¿Cuánto se pide? “Hoy por hoy se están cobrando 50 mil pesos”, afirma Marcovich. Ahí está la razón por la que el gitano reflexiona que es un mal momento para casarse: “¿Quién tiene 50 lucas hoy? Nadie…”, le dice a Infobae.

Una postal típica del Rififí: una gitana con pelo recogido y pollera larga (no pueden mostrar los tobillos) lo que indica que es una mujer casada.
Una postal típica del Rififí: una gitana con pelo recogido y pollera larga (no pueden mostrar los tobillos) lo que indica que es una mujer casada.

Y las historias sobran. Incluso en la familia de Colicha, que tuvieron cuatro hijos. Hace unos años, le llegó el turno a uno de los varones, Danilo. “Se había conocido con Rocío, la hija de unos compadres de Santa Rosa, La Pampa. Ellos estaban en contacto y un día el pibe me dijo que se iban a disparar…”, arranca Marcovich. En la cultura zíngara cuando un chico y una chica deciden casarse llega el momento de “dispararse”. ¿Qué significa? “Se escapan de sus casas”. Aunque a veces la situación se torna un poco violenta.

Fue hace 7 años que comenzó el operativo para que Danilo y Rocío (que tenía apenas 17 años) se dispararan. “Salimos a la madrugada para La Pampa y llegamos al mediodía. Cuando se hizo la hora que los chicos habían acordado encontrarse, Rocío le dijo a la abuela que tenía que salir un momento y desapareció”, recuerda Marcovich: “Nos la trajimos directo para Buenos Aires”.

¿La reacción del padre de la chica? “Al principio se puede enojar porque lo toma como una traición. Pero de a poco vamos hablando hasta que pactamos un encuentro. Él nos tiene que recibir en su casa, lo que es un honor. Y, cuando llegamos, nos sentamos los hombres en la mesa y las mujeres se van por ahí. Llevamos una botella de whisky, brindamos, y después de ponernos de acuerdo pagamos ‘el Dote’ establecido por su hija. Yo trabajé cinco años para que se casara mi hijo”, cierra Colicha Marcovich.

Olga Marcovich pasa la cuarentena cosiendo vestidos para las gitanas de su familia.
Olga Marcovich pasa la cuarentena cosiendo vestidos para las gitanas de su familia.

En la cultura occidental, lo que cuenta Colicha limitaría con lo ilegal (en el caso de un chica de 17 años sería un delito), pero en la cultura gitana forma parte de una de sus tradiciones más milenarias. Durante la década del 90, una gitana “tenía un costo” de entre 20 y 25 monedas de oro, lo que sería un poco más de 20 mil dólares. “Los gitanos se habían vuelto locos y todos creían que su hija era la más cara, entonces los precios se fueron a las nubes”, explican en el barrio. Un tiempo después, el costo bajó a 10 mil pesos (que arrancó con un dólar a poco más de 4 pesos hasta llegar a los 20) y quedó así durante años.

“Con las devaluaciones se había hecho muy barato, entonces los tipos se llevaban a nuestras hijas y, cuando se cansaban, compraban otra gitana más joven... ¡total no les costaba nada!”, explica Marcovich una costumbre difícil de entender para quien no pertenece a ese mundo. Así, en 2019 saltaron de 10 a 50 mil pesos: “Hoy, no cualquiera tiene 50 mil pesos para casarse. Esta crisis hizo que se suspendieron varios casamientos, por el coronavirus y por la plata”, sigue el hombre frente a Infobae. En esta tradición, si le gustara la familia, un padre podría “vender a su hija” desde su niñez. “Es muy común que te lo ofrezcan”.

Cuando hablamos de este tema con los gitanos del Rififí, el relato parece anclado en la Edad Media. Y si a eso le sumamos una pandemia, mucho más. El coronavirus trastocó tanto la economía gitana que aquellos padres que habían asumido compromisos para sellar el casamiento de sus hijos dejaron de cumplir. Y eso podría ser un quiebre entre familias. “Por eso vamos a interceder. Hoy a las dos de la tarde tengo que acompañar a un tío mayor a una casa a negociar porque, debido a la crisis de la cuarentena, no pudo pagar el dote por su nuera. Esperemos que comprendan la situación y que podamos llegar a un acuerdo”, explica Omar Colicha Marcovich.

Código gitano

A unas cuadras de la casa de Marcovich, viven los Amicheli. Son un caso atípico dentro de la comunidad por varias cuestiones. La familia está conformada por Javier Amicheli (46), su esposa Sonia Marich (46) y su hija Mia (11), pero en la casa entre suegros y cuñadas viven nueve personas más.

Dentro del mundo gitano, una mujer casada tiene que llevar un pañuelo que le cubra toda la cabeza. Esa es la señal de que “está ocupada” y es una de las costumbres que se cumplen a rajatabla, aunque Sonia apenas lleva una colita con una flor que le ata el pelo. Ya sabremos por qué...

“Además, tenemos que usar polleras largas: desde que nos casamos, no podemos mostrar los tobillos”, explican las mujeres del barrio.

Sonia Marich (centro) está casada con Javier Amicheli y tienen una hija (Mia, 11), pero comparten su casa con nueve personas más: los padres y las hermanas de la mujer (Estela y Yeila), Foto: Franco Fafasuli
Sonia Marich (centro) está casada con Javier Amicheli y tienen una hija (Mia, 11), pero comparten su casa con nueve personas más: los padres y las hermanas de la mujer (Estela y Yeila), Foto: Franco Fafasuli

¿Otras costumbres? Para empezar, siempre que visites a los Amicheli, o cualquiera de las casas gitanas, te van a recibir con un té con diferentes frutas cortadas y un clavo de olor que termina un maridaje especial: es el famoso té gitano. Y, si esta fuera otra casa -no la de los Amicheli-, “los hombres se sientan y las mujeres sirven”, le explica Sonia a todos los que la visitan mostrando que en su hogar las cosas son distintas. Y sigue con una crítica que lleva como bandera: “A esta altura del partido los gitanos nos siguen comprando. Es una cultura machista”, cuenta.

Javier y Sonia tuvieron una sola hija cuando la mayoría de los gitanos forman clanes numerosos. “Y queremos que Mia estudie, vamos a acompañarla para que lo pueda hacer. Además, ella es una mujer libre y se va a casar con quien quiera”, explican los padres. Y el dato no es caprichoso: los hijos de gitanos, con suerte, llegan a terminar la primaria.

Javier Amicheli se convirtió en uno de los referentes de la comunidad siendo que su sangre es criolla. Él es uno de los que logró romper el cerco gitano, aunque no lo hizo solo. “Es que yo siempre fui una rebelde”, refuerza su esposa, Sonia, que a los 27 años abandonó la casa paterna porque aún no se había casado y no aceptaba seguir con el mandato autoritario de su padre. “En aquella época, era una falta gravísima”, recuerda su historia.

Corte de pelo al paso, uno de los rebusques en cuarentena.
Corte de pelo al paso, uno de los rebusques en cuarentena.

Otras costumbres gitanas: si estuvieran de visita los suegros, la mujer no podrá bañarse ni retirarse a dormir hasta que no lo haga el padre de su marido quien, además, es el jefe del Clan.

Amicheli es el único gitano que tiene un puesto en la Municipalidad de Morón y desde su posición intenta que la mano del Estado finalmente llegue hasta un barrio cuyo paisaje está pintado de calles de barro repletas de pozos, casas bajas y de luminarias que si brillan es por su ausencia. “Debo ser uno de los pocos gitanos en blanco. Por eso soy el único del barrio que está más o menos tranquilo. El gitano es muy discriminado, por eso estoy luchando para que sea considerado como un integrante importante de la comunidad”.

Pero los gitanos están acostumbrados a la discriminación. Es una historia que lleva miles de años: desde su salida de la India en el Siglo XVI fueron tratados como delincuentes. Cuando llegaron a España en el 1500, el rey les permitió entrar si abandonaban sus costumbres. Y a partir de allí se desparramaron por el mundo arrastrando tanto sus reglas como los prejuicios que los perseguían: eran brujos o ladrones o poco confiables. Hoy son poco menos de 15 millones los que andan por todo el mundo y el último Censo Nacional dijo que en la Argentina existen unos 300 mil gitanos.

Colectivos, barro y gitanos, una típica calle del Rififí.
Colectivos, barro y gitanos, una típica calle del Rififí.

Hasta acá, parecía que nada podía doblegar a la cultura calé y romaní, tales las raíces de los zíngaros argentinos. Eso, hasta que llegó la pandemia que no los deja salir a trabajar: “Los gitanos no dan más porque hace 50 días que no pueden trabajar: la mayoría vende pañuelos, curitas o tuppers en la calle y ganan unos 600 pesos por día. Pero ahora se quedaron sin ingresos y la situación se está haciendo muy cuesta arriba. Por eso muchos gitanos están empezando a romper la cuarentena: es un riesgo que toman pero necesitan ganarse el pan”, asegura el hombre que se convirtió al gitanismo.

¿Cómo funciona la justicia gitana?

El barrio Rififí se ubica en el foco de infección más grande de la localidad de Moreno. De estas calles salió el famoso caso del joven con COVID-19 que rompió la cuarentena para asistir a una fiesta y desparramó el virus por todo este partido del Conurbano. Y a pesar de estar en el medio de la zona roja, la comunidad gitana no presenta contagiados, lo que habla de hasta dónde han respetado el aislamiento en los primeros días de cuarentena.

“Es una lástima porque hicimos un esfuerzo grande, pero ahora los gitanos tienen que salir a la calle, no les queda otra”, insiste Javier Amicheli. Y el panorama es más o menos parecido para todos. A unas cuadras de Amicheli viven los Sánchez que tampoco pudieron mover sus colectivos para salir de gira. O la familia Márquez, a cargo de una gitana que con más de 60 años sigue con la vida nómade tan típica de la comunidad.

Rebusque: un gitano que cambió la venta ambulante y ofrece sus productos desde el hall de su casa.
Rebusque: un gitano que cambió la venta ambulante y ofrece sus productos desde el hall de su casa.

Yo me anoté dos veces para recibir el beneficio de 10 mil pesos que ofrece el Estado, pero no lo recibí”, explica Colicha Marcovich, que ahora se entera de que se reabre una tercera oportunidad que incluirá a más gente. “Ojalá que la tercera sea la vencida, realmente necesitamos una ayuda para poder seguir cumpliendo con la cuarentena”.

Para terminar de entender todos los problemas que genera la cuarentena dentro de esta subcultura gipsy, si hoy existiera un conflicto dentro de la comunidad gitana, no podría ser resuelto. Es que, así como esta comunidad se mueve con sus propias costumbres, que arrastran desde hace miles de años, también tienen sus propios tribunales para resolver conflictos.

“Los jueces son los más viejos y respetados de la comunidad”, explican. En este caso, los referentes de los gitanos de esta zona son los hermanos Márquez que viven en Ramos Mejía. Obviamente, la edad los convierte en personal de riesgo, por lo que podríamos decir que “los tribunales gitanos” están cerrados.

“Si no resolvemos algunos inconvenientes vamos a tener que acudir a ellos. Los mayores son los más respetados y responsables de la comunidad. Ellos determinan cómo se debe actuar y lo que digan tendremos que hacer”, cierra Colicha Márquez que desea en voz alta: “Ojalá esta pandemia nos permita pronto volver a la normalidad”.

Fotos: Franco Fafasuli

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