La habitación de Bergoglio

Apartado por las autoridades jesuitas, vivió casi dos años recluido en un espacio de tres por cuatro, en la ciudad de Córdoba. Los tiempos oscuros del Papa argentino

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La habitación de Jorge Bergoglio en Córdoba
La habitación de Jorge Bergoglio en Córdoba

En esa habitación de tres metros por cuatro, el 16 de diciembre de 1991, cumplió 55 años.

Si ese día alguien le hubiera asegurado que sería designado Papa, no lo hubiera creído.

La habitación tenía una cama, un ropero, una silla, un escritorio y una máquina de escribir Olivetti, que había conseguido en liquidación en un viaje a Alemania.

Los pliegues de chapa de la ventana, sobre la pared empedrada de la calle Caseros, siempre estaban cerrados.

La "Residencia Mayor" de la Compañía de Jesús, en el centro de Córdoba, había sido construida en 1839. Se utilizaba como hospedaje para sacerdotes ancianos, enfermos y postrados.

En esa habitación, la habitación número cinco, Bergoglio vivió casi dos años.

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Había llegado a Córdoba en junio de 1990, sancionado por las nuevas autoridades jesuitas. Su vida apostólica estaba sin misión, sin rumbo. El desplazamiento lo había desestabilizado.

Fue un tiempo de oscuridad.

Bergoglio había dirigido la Compañía de Jesús en la Provincia argentina por dos mandatos consecutivos de tres años cada uno. Luego durante seis años, fue Rector del Colegio Máximo de San Miguel, el centro del poder intelectual y de formación de los jesuitas.

Tenía el dominio teológico y político de la Compañía.

En ese "gobierno largo" de doce años, entre 1973 y 1985, Bergoglio acabó por convertirse en la piedra de un conflicto que había dividido a la Compañía de Jesús en torno a su figura.

Finalmente, fue la Curia General de los Jesuitas, en Roma, la que decidió cambiar el rumbo de la Compañía de Jesús en la Argentina, la que eligió a las nuevas autoridades, y terminó con su conducción, que sus críticos consideraban "personalista" y "asfixiante".

Otro grupo de sacerdotes, que habían sido formados por él, en cambio, percibían a Bergoglio como un inspirador que había salvado a la Compañía de su crisis en los años 70, la había ordenado y le había devuelto sus fundamentos ignacianos.

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Ese grupo lamentó su desplazamiento y su pérdida de influencia en el gobierno y en la formación.

A partir de 1986 se inició su etapa de lento repliegue.

Bergoglio no encontró espacios –ni se los concedieron- para integrarse en el nuevo rumbo de la curia local.

Fue a vivir a una habitación del Colegio del Salvador, en la avenida Callao, en Buenos Aires.

En el bullicio de los alumnos que salían al patio durante el recreo, se lo veía caminar con rostro sombrío por las galerías internas.

El rector del colegio le había asignado algunas horas de clase para enseñar en la educación media y a veces lo llamaban para confesar a alguna persona que entraba a la parroquia en busca de un consejo espiritual. No hacía mucho más.

Durante ese tiempo retuvo su cátedra de Teología Pastoral, los días lunes, en el Colegio Máximo. Le gustaba viajar a San Miguel los domingos y quedarse a dormir en una habitación del primer piso.

Aprovechaba ese tiempo para conversar con el "núcleo bergogliano", los seminaristas y sacerdotes que se mantenían fieles a su legado de oración, servicio y fe, y rebeldes a las nuevas autoridades de la curia local, que consideraban sumidas en la fragmentación y el vacío, sin ninguna idea insignia para la formación jesuita.

Bergoglio les recomendaba no enredarse en las contradicciones del momento.

Era el momento de obedecer y rezar.

Pero en el subtexto de la conversación, entre sus silencios y medias palabras, tenía para aquellos sacerdotes, que en un momento habían sido sus súbditos y ahora dirigían la Compañía, una críptica ironía. Y dejaba trascender que no representaban "la historia" de la Compañía de Jesús.

Todo ese mundo de susurros, tanto en el Colegio del Salvador como en el Colegio Máximo, que giraban en torno a la figura de Bergoglio, hizo eclosión.

Y aunque nunca trascendió el detonante, si es que lo hubo, el Rector del Colegio Máximo le pidió a Bergoglio que abandonara la cátedra y recogiera las pertenencias de su habitación y se fuera.

(REUTERS)
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Su partida hacia Córdoba fue anunciada en la cartelera.

Su núcleo de sacerdotes fieles quedó desahuciado y a la intemperie. Poco tiempo después, en una prolija "razzia antibergogliana", perderían posiciones académicas y puestos administrativos en el Colegio Máximo.

Bergoglio llegó a la residencia Mayor de Córdoba en junio de 1990. El laico Ricardo Spinassi, empleado de la Compañía, lo recibió.

"Llegó con una valija chica, con muy poca ropa. Dijo que lo habían designado en la Residencia Mayor y nada más. Yo lo había conocido en 1982, cuando intenté entrar al Noviciado en el Colegio Máximo de San Miguel y él me bochó como estudiante. Me dijo: "Tu carisma es más hospitalario. Sos más servicial. Te veo más cuidando enfermos. Los jesuitas son más intelectuales". Tenía razón. Los jesuitas se comen los libros y a mí no me gustaba leer. Me aceptaron en el cotolengo de Don Orione, en Claypole, y después vine a la Residencia Mayor. Vivíamos con veintiún curas ancianos, de los cuales cuatro estaban postrados. Bergoglio me ayudaba a cambiarlos, porque se hacían pis y caca. Les gustaba bañarlos a primera hora, a las seis de la mañana ya tenerlos limpitos, con las sábanas cambiadas. Él lavaba las sábanas. Después les dábamos té, los remedios, y de 6 a 7 dábamos mate cocido a los pobres que golpeaban la puerta de Caseros 141. Primero vino uno, después dos o tres, y después cada mañana se armaba una cola larga. Dábamos mate cocido y pan. Una vez los contamos. Eran 108. Él eligió la habitación número cinco. La tenía siempre limpita. Le pasaba el lampazo por el piso. Tenía un escritorio de vidrio con un crucifijo de la Compañía de Jesús al medio, una foto de San José, Santa Teresa, y un frasquito, como un salerito, donde guardaba las cenizas de una mujer de Japón, que su marido le había dado, y le rezaba y le pedía a ella por el alma de todos. También tenía un frasco de agua bendita. Y una máquina de escribir. En la habitación había un ropero con muy poquita ropa, donde guardaba el sobretodo azul oscuro que usaba todos los días, aunque hiciera calor, y dos pantalones gastados que no se dejaba planchar. Se planchaba hasta las medias. Salía poco, a veces a dar alguna vuelta manzana, o a visitar a un sobrino que tenía. Odiaba el taxi. Siempre se movía en colectivo. También conversaba con Selva Tissera, que era la médica de todos los curas. Decía la misa a la mañana, dormía 15 minutos de siesta, y después confesaba gente. Pasaba muchas horas en la Capilla Doméstica, con una imagen de San José, orando. Estaba muy pegado a Dios y a San José. Un día me dijo: "Rezale una novena a San José para que te ayude a comprarte tu casa", porque yo vivía en la habitación número ocho. Y a los nueve días, me dio diez mil dólares. Me compré la casa y me mudé a un barrio del este de Córdoba. Fue difícil porque yo estaba acostumbrado a vivir en comunidad. El día de su cumpleaños (55) le hicimos una tortita con mi prima Irma, que estaba en la cocina, y tomamos una sidra entre todos. Hasta que un día, de repente, nos avisó que creía que iba a ser designado obispo y me dijo: "No te voy a ver por un tiempo". Y se fue. Fue la última vez que lo vi. Me acuerdo que lloré. Lo queríamos mucho. Para mí no era un sacerdote, era un padre-hermano. Después su habitación la dejaron como depósito y ahora es un museo", indicó Carlos Spinassi, entrevistado por el autor de este artículo, el último miércoles, en su casa de Córdoba.

En la habitación número 5 de la Residencia Mayor, Bergoglio escribiría "Reflexiones en esperanza" y "Corrupción y pecado", inspirado en el caso María Soledad Morales, asesinada en Catamarca, que editaría en 1993.

Para esa época, ya era obispo auxiliar en la Arquidiócesis de Buenos Aires, designación que generó sorpresa y escozor en las autoridades jesuitas que lo habían desplazado.

La posibilidad de ser investido obispo es siempre lejana para un sacerdote jesuita.

El arzobispo Antonio Quarracino lo había sacado de la oscuridad.
Veinte años después, cuando tras la renuncia de Benedicto XVI fue elegido Papa por el Colegio Cardenalicio, el secretario de Estado Tarcisio Bertone desató la cinta roja y le abrió las puertas de los departamentos pontificios, en el tercer piso del Palacio Apostólico. Junto a cinco o seis cardenales, recorrieron un pasillo y le mostraron una amplia sala de oficinas para reuniones, donde iniciaría sus tareas.

Desde hacía más de un siglo, era el lugar que ocupaban los pontífices.
Bergoglio lo observó con desconfianza.

Al día siguiente, rechazó la invitación.

"Es demasiado grande para mí, acá entran como trescientas personas", dijo.

Prefirió la Casa Santa Marta, un hotel dentro del estado vaticano que utilizan sacerdotes y obispos en tránsito. Y se instaló en la habitación 201, un departamento de 50 metros cuadrados, donde vive y trabaja.

Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es "Primavera Sangrienta". Argentina 1970-1973. Un país a punto de estallar. Guerrilla, presos políticos y represión ilegal". Ed. Sudamericana.