
En la Argentina democrática persiste una herida abierta que atraviesa gobiernos, discursos y coyunturas políticas; me refiero al uso letal e ilegítimo de la fuerza por parte de agentes estatales, conocidos socialmente como casos de “gatillo fácil”. Lejos de tratarse de episodios aislados o excepcionales, los datos acumulados durante los últimos diez años muestran una continuidad preocupante de muertes evitables a manos de fuerzas de seguridad, en muchos casos contra jóvenes desarmados, en contextos donde no existía una amenaza real ni inminente. La ausencia de estadísticas oficiales homogéneas obliga a recurrir a registros independientes, entre ellos el histórico archivo de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), que se ha convertido en una referencia ineludible para dimensionar el fenómeno.
Durante la gestión de Mauricio Macri (2015–2019), los informes de organismos de derechos humanos advirtieron un incremento significativo de la violencia estatal letal. Solo en 2016 se registraron más de 440 muertes atribuibles a fuerzas de seguridad bajo distintas modalidades, y en 2017 otras 258, con un crecimiento marcado de casos encuadrados como gatillo fácil. Ese período estuvo acompañado por discursos oficiales que relativizaron el control del uso de la fuerza y promovieron una lectura expansiva de la legítima defensa policial. En ese contexto se produjeron hechos de alto impacto institucional, como el asesinato de Rafael Nahuel en Villa Mascardi en 2017, a manos de Prefectura Naval, ejecutado por la espalda durante un operativo estatal, un caso que expuso de manera descarnada los riesgos de una política de seguridad sin controles efectivos y sin apego a los estándares internacionales.
El cambio de signo político en 2019 no implicó, sin embargo, una reversión estructural del problema. Durante el gobierno de Alberto Fernández (2019–2023), y especialmente en el marco de la pandemia de COVID-19, las cifras de violencia institucional volvieron a encender alarmas. Las restricciones excepcionales y el refuerzo de tareas policiales derivaron en numerosos episodios de uso abusivo de la fuerza. CORREPI registró centenares de muertes en este período, incluyendo casos emblemáticos que sacudieron a la opinión pública. La desaparición y muerte de Facundo Castro Astudillo tras un control policial en la provincia de Buenos Aires reintrodujo en democracia la categoría más grave de violación a los derechos humanos: la desaparición forzada. El asesinato de Blas Correas en Córdoba y, especialmente, el caso de Lucas González en la Ciudad de Buenos Aires en 2021 -un joven de 17 años ejecutado por efectivos de la Policía de la Ciudad, seguido de un burdo intento de encubrimiento- dejaron al descubierto prácticas arraigadas de estigmatización, violencia letal y construcción de falsos enfrentamientos. Las condenas judiciales posteriores demostraron que no se trató de errores, sino de conductas criminales cometidas desde el propio aparato estatal.
La asunción de Javier Milei a fines de 2023 tampoco marcó una ruptura en esta tendencia. Por el contrario, los registros preliminares de 2024 y 2025 vuelven a mostrar un número elevado de casos de gatillo fácil en un período muy corto de tiempo, muchos de ellos protagonizados por fuerzas federales y policías provinciales, incluso fuera de servicio. Organismos de derechos humanos alertan que en los primeros meses de gestión ya se contabilizaban decenas de muertes atribuibles al uso ilegítimo de la fuerza, en un clima político que vuelve a legitimar retóricamente la mano dura y a descalificar los controles civiles y judiciales. Casos recientes, como el de Agustín García en Córdoba, reavivan el debate sobre la responsabilidad estatal frente a prácticas que se repiten con alarmante previsibilidad.
A lo largo de estas tres gestiones presidenciales, con diferencias discursivas y contextuales, el denominador común ha sido la persistencia de un patrón estructural: jóvenes pobres como principales víctimas, uso de armas de fuego en situaciones que no lo justifican, intentos iniciales de encubrimiento, y una respuesta estatal tardía o insuficiente. Desde el retorno de la democracia en 1983, CORREPI registra más de nueve mil personas asesinadas por el aparato represivo del Estado bajo distintas modalidades. No son números abstractos: son vidas truncadas, familias devastadas y una erosión constante de la confianza social en las instituciones encargadas de proteger.
La gravedad de estos hechos no radica solo en la pérdida irreparable de vidas humanas, sino en lo que representan para el sistema democrático. El gatillo fácil no es únicamente un delito común: es una violación directa a los derechos humanos fundamentales, en particular al derecho a la vida, a la integridad personal y a las garantías judiciales. Cuando el Estado, a través de sus agentes armados, mata fuera de la ley y sin control, se rompe el pacto básico que legitima el ejercicio de la autoridad. En una democracia, la seguridad no puede construirse al margen del derecho ni a costa de los sectores más vulnerables. Tolerar o minimizar estas prácticas implica aceptar una degradación institucional incompatible con el Estado de Derecho y con los compromisos internacionales asumidos por la Argentina. El desafío pendiente no es discursivo ni coyuntural, sino estructural y urgente. Sin controles reales, sin formación en derechos humanos y sin una decisión política clara de erradicar la violencia institucional, el gatillo fácil seguirá siendo una deuda inadmisible de la democracia argentina.
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