Dar lugar a los entretiempos en la sociedad del cansancio

La presión constante por la productividad deriva en agotamiento físico, emocional y espiritual en la vida cotidiana

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En la era del multitasking
En la era del multitasking y la competencia, aumenta el riesgo de aislamiento, depresión y burnout entre las personas

Vivimos en una sociedad que está obsesionada con el rendimiento y la productividad. Si no lo conseguimos, no solo nos agotamos, sino que, a su vez, puede derivar en la pérdida de sentido, en cuadros depresivos y en un sentimiento de vacío profundo. La competencia constante y la aceleración transforman la vida en una carrera con fines superfluos o sin meta aparente, una especie de desgaste interno que erosiona el bienestar mental.

Son tiempos donde los viejos valores y creencias parecen dar paso a una vida marcada por la rapidez, la sobrecarga de información y la presión por rendir. En este sentido, el filósofo Byung-Chul Han reflexiona sobre la sociedad del cansancio y, en su libro homónimo, nos invita a cuestionarnos qué significa experimentar un agotamiento permanente, no solo físico, sino también espiritual y emocional, que ha llegado a convertirse en una característica definitoria de nuestra época.

Han señala que hemos pasado de la sociedad disciplinaria, propia del siglo XX, a una sociedad de rendimiento, donde la principal variable es la eficiencia y la productividad individual. Los sujetos dejan de ser simplemente obedientes para convertirse en sujetos de rendimiento, emprendedores de sí mismos, que maximizan su propia productividad y eficiencia.

El filósofo retoma el concepto de sociedad disciplinaria, descrita por Foucault, caracterizada por tener instituciones rígidas como hospitales, cárceles y cuarteles que crean muros y límites que definen lo normal y lo anormal. En ella, el control se ejerce a través de la disciplina y los individuos son considerados sujetos de obediencia. La escuela y la fábrica también son parte de ese tipo de sociedad donde el poder se ejerce, aunque de manera más sutil. En palabras del autor: “a la sociedad disciplinaria la rige el no. Su negatividad genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados”.

En definitiva, en este nuevo milenio el poder funciona positivamente, incentivando la actuación y el hacer, en lugar de simplemente prohibir o limitar como tiempo atrás.

Y, hoy por hoy, los sujetos son impulsados a desarrollar su potencial y a maximizar su eficiencia, lo cual genera una forma de autoexplotación, donde la disciplina se internaliza y el control se vuelve más tenue pero también más invasivo. A su vez, Byung-Chul Han advierte que el multitasking y también los juegos digitales llevan a estar siempre atentos, hecho semejante al estado de la vigilancia de un animal salvaje.

Entonces, el estado permanente de cansancio en la sociedad del rendimiento tiene profundas implicaciones para la salud mental. Este cansancio no es simplemente agotamiento físico, sino una especie de agotamiento del alma, de fatiga espiritual que surge del agotamiento excesivo y de la sobrecarga de positividad y rendimiento continuo. La sociedad de rendimiento produce un cansancio a solas, que aísla y divide a las personas, generando un agotamiento profundo y, en muchos casos, llevando a estados y enfermedades psíquicas como la depresión y el burnout. El autor retoma a H. Arendt, quien señala que la sociedad actual degrada al ser humano en animal laborans, que se autoexplota voluntariamente, sin coacción externa, siendo al mismo tiempo verdugo y víctima.

Pero, ¿qué pasa cuando el cansancio deja de ser un mal pasajero y se vuelve un estado permanente? Datos, tanto teóricos como cotidianos, indican que este tipo de extenuación puede conducir a una pérdida de vínculos auténticos, a una especie de silencio interior que impide conectar con uno mismo y con los demás desde una forma de ser más pausada y consciente. Nos enfrentamos, entonces, a un desafío: ¿cómo podemos aprender a escuchar el llamado del cansancio en su forma más profunda, sin dejar que nos destruya, sino permitiéndonos encontrar en él un espacio para el descanso auténtico?

La respuesta quizás pase por cuestionar la velocidad a la que vivimos y recuperar espacios de reflexión, contemplación y relación con otros que nos ayuden a detenernos, aunque sea momentáneamente, en medio de la vorágine cotidiana.

En ese marco, Han nos invita a hablar de ese cansancio profundo para abrir una puerta hacia una forma de comunidad más genuina, basada en la empatía y la presencia, en contraposición a la fruición del rendimiento sin límites.

Porque, en última instancia, entender el cansancio como una señal y no solo como un enemigo, podría ser la clave para encontrarnos a nosotros mismos en un mundo que no para de exigir que seamos siempre más, siempre mejores. La auténtica salud mental quizá consista en aprender a saborear la pausa y en aceptar que el descanso no es una derrota, sino un acto de resistencia.

Quizás sea momento de abrirnos y tolerar aburrirnos. Al respecto, Walter Benjamin describió el aburrimiento profundo como “el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia”; y soportarlo permite la invención de un movimiento totalmente nuevo donde la capacidad contemplativa permite el acceso a lo flotante, a lo volátil y a las formas lentas y duraderas que nos permite ver la vida de otra manera.

Nietzsche advertía que la falta de sosiego lleva a una “nueva barbarie” y que es necesario el fortalecimiento del elemento contemplativo. Sostenía que es fundamental aprender a mirar, acostumbrar el ojo a mirar con calma y con paciencia, con atención profunda y contemplativa, para una mirada larga y pausada. Y este aprender a mirar lleva a la espiritualidad.

En días de balance y de descanso, quizás podamos reflexionar de qué manera podemos bajar el ritmo, resistir la lógica del rendimiento y reconectar con la vida más tranquila; desactivar el “sí puedo” a todo y aceptar las propias limitaciones y aprender a decir “no puedo” y mostrarnos más humanos; reconectar con la quietud y la pausa, encontrar momentos de no hacer y de pensar en profundidad, detenerse a pensar para no dejarse llevar por la vorágine.

Quizás el camino sea dejar de lado el enojo, que no abre posibilidades a ningún cambio decisivo o alejarse unos días de las redes sociales y de la lógica del mérito y la productividad para encontrar el gozo en lo simple, en aquello que nos gusta o nos hace felices.

No se trata de abandonar el mundo, sino de habitarlo de otro modo; de tener otro ritmo, de volver a la conversación sin prisa, al pensamiento que se demora, al cuerpo que pide tregua.

En tiempos de cansancio crónico, elegir la pausa no es un lujo ni una debilidad, es una forma profunda de lucidez. Y tal vez, también, el primer paso para recuperar el sentido.