La Ley de Libertad Educativa y el derecho de los padres sobre sus hijos

La familia es una sociedad anterior al Estado. Como autores de la vida, los padres poseen por derecho natural la obligación y, consecuentemente, el derecho inalienable de educar a su prole

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"La resistencia de los sectores
"La resistencia de los sectores progresistas a este cambio legislativo desnuda su verdadera naturaleza autoritaria", dice el autor de la columna (NA)

Hace algunos días, en un programa periodístico se discutió sobre el proyecto de ley de Libertad Educativa, que se debatirá próximamente en el Congreso Nacional y que, en caso de ser aprobado, reemplazará a la legislación actual. Me llamó la atención que una de las opositoras a esta iniciativa, especialista en educación e investigadora del Conicet, objetara que el proyecto deja a las “niñas, niñes y adolescentes” librados a las “ideologías familiares”, corriendo así el riesgo de que ellos reproduzcan esas mismas lógicas. Es ese el motivo por el que el Estado debe hacerse cargo compulsivamente de la educación a fin de evitar la hegemonía de las “ideologías” propias de cada familia que, en principio, serían cuanto menos sospechosas.

El comentario me recordó algunos de los capítulos del libro El fin del Homo sovieticus, de Svetlana Aleksiévich, premio Nobel de Literatura en 2015. Allí, la escritora ucraniana narra cómo los niños eran adoctrinados en las escuelas soviéticas a fin de que, por ejemplo, denunciaran a sus propios padres si estos hacían en la intimidad familiar algún comentario contrario a las políticas del gobierno comunista.

Para el marxismo soviético, los padres no tenían el derecho a la educación de sus hijos, sino que era el Estado quien se encargaba de esta tarea puesto que las familias podían interferir con sus propias creencias en la formación de un ciudadano tal como lo quería el régimen.

Las filosofías neomarxistas, que están en la base de la vigente Ley Nacional de Educación sancionada durante el gobierno kirchnerista, aunque son un poco más sutiles en su aplicación, sostienen los mismos principios: la responsabilidad de la educación de los niños recae primariamente sobre el Estado y no sobre sus padres. Esta pretensión, que choca con el sentido común básico, es justamente la primera que desarma el proyecto de ley preparado por la Secretaría de Educación de la Nación que establece, en su artículo 1°, que “la familia es el agente natural y primario de la educación de los hijos”.

Esta declaración no es meramente semántica; es un retorno al orden natural que ha sido negado y denigrado por el progresismo y las posturas woke. La familia es una sociedad anterior al Estado. Como autores de la vida, los padres poseen por derecho natural la obligación y, consecuentemente, el derecho inalienable de educar a su prole. Este vínculo es ontológico, pre-político y sagrado. El Estado, por el contrario, es una creación posterior, una herramienta necesaria pero convencional, diseñada para auxiliar y no para usurpar el rol de las familias.

Aquí entra en juego el olvidado principio de subsidiariedad. Este pilar de la organización social establece que una estructura de orden superior (el Estado) no debe interferir en la vida interna de una comunidad de orden inferior (la familia), privándola de sus competencias, sino que debe apoyarla y coordinar su acción con las demás actividades sociales, siempre con miras al bien común.

El proyecto de ley lo prevé de ese modo en el mismo artículo 1°: “[…] el Estado tiene la obligación de garantizar la accesibilidad y las condiciones para la permanencia y el egreso en los diferentes niveles del sistema educativo, estableciendo a su vez contenidos y condiciones mínimas comunes”. Cuando el Estado se arroga el rol de “educador principal” y no subsidiario, se invierte esta pirámide, convirtiendo a los padres en meros proveedores biológicos y a los hijos en rehenes de la ingeniería social de turno.

La resistencia de los sectores progresistas a este cambio legislativo desnuda su verdadera naturaleza autoritaria. Al considerar las tradiciones, la fe religiosa o los valores morales de los padres como “ideologías” en principio sospechosas y, por tanto, pasibles de ser neutralizadas por el Estado, revelan una aproximación tecnocrática alarmante a la cuestión educativa.

Se asume que el burócrata de turno, desde un escritorio ministerial, sabe mejor lo que le conviene al niño —y lo ama más— que su propia madre o padre. Tal es la falacia del socialismo: disfrazar la uniformidad estatal de ‘neutralidad’, cuando en realidad se trata de la imposición dogmática de una visión secularista, en la que el régimen político de turno pretende posesionarse mediante el adoctrinamiento de las personas.

Y así hemos visto en los últimos años, por ejemplo, la imposición de la educación sexual desde los inicios mismos de la educación primaria, la visión parcializada e ideologizada de la historia argentina o la imposición de lecturas de libros con literatura de dudosa calidad y abiertamente pornográficos. Frente a todo esto, y a otras muchas imposiciones del régimen, los padres se vieron privados del derecho primario y natural que los asiste de decidir sobre cuestiones tan delicadas.

La actual Ley Nacional de Educación, además de haber demostrado luego de veinte años un evidente fracaso en sus resultados —basta ver la inanición cultural y de habilidades cognitivas de los estudiantes que llegan a la universidad—, ha servido como correa de transmisión para un adoctrinamiento sistemático que busca deconstruir la identidad familiar del alumno para diluirla en colectivos identitarios. El neomarxismo cultural necesita romper el vínculo filial, porque la familia es la última trinchera de resistencia frente al poder totalitario; el soviético hace ochenta años, o el woke en la actualidad.

En definitiva, el proyecto de Ley de Libertad Educativa devuelve al Estado a su cauce natural: garantizar el acceso, financiar la demanda y asegurar estándares de calidad, pero jamás dictar o manipular la conciencia. La educación pertenece a las familias; al Estado, solo le corresponde el respeto y reconocimiento de esta institución natural, y la promoción de políticas subsidiarias en los casos en que las familias, por el motivo que sea, no puedan asumir su función de educación de la prole.

Rubén Peretó Rivas es profesor titular de la Universidad Nacional de Cuyo e investigador principal del CONICET.