
El artículo 18 de la Constitución Nacional establece una serie de garantías que se vinculan con el derecho penal liberal, como el principio de legalidad o la prohibición de torturas. Entre ellas, dispone: “Nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo”.
De la mera lectura de ese texto se desprende lo que los constituyentes de 1853 quisieron decir. Ellos pretendieron prohibir que se obligara a un imputado de un delito a autoincriminarse. Creyeron que favorecía a un mejor ejercicio de su defensa, no cargar con las consecuencias de su silencio. Pero sin dudas, no le asignaron a esa garantía un alcance tan amplio como para tutelar impunemente la mentira. En los Estados Unidos, cuya Constitución ha sido la fuente principal de la nuestra, se interpreta que el imputado tiene derecho a no declarar contra sí mismo, pero no a mentir.
Lamentablemente, no fue esa la hermenéutica que primó en nuestra jurisprudencia, para la cual la garantía del artículo 18 incluye un supuesto “derecho a mentir”. Esto derivó en el despliegue de un conjunto de ardides tendientes a dilatar los tiempos de las causas, que llegan en ciertos casos a lesionar el derecho fundamental a obtener una sentencia en un plazo razonable, como lo establece la Convención Americana de Derechos Humanos, que tiene en nuestro país jerarquía constitucional.
Para remediar esa situación, presenté cuando era diputado nacional un proyecto de ley destinado a agilizar los procesos a través de la eliminación de esas maniobras decididamente dilatorias que tanto se ven en ellos. El proyecto preveía el castigo penal a quien siendo parte en un proceso judicial o procedimiento administrativo, afirmare, a sabiendas, una falsedad o negare la verdad, en todo o en parte, en cualquier presentación oral o escrita hecha ante una autoridad pública.
Si bien extraña a las prácticas locales, la figura no es ajena al derecho comparado. Quizá el ejemplo más famoso de ellas sea el de los Estados Unidos, en el que tal delito es conocido como perjury y deriva del Common Law. De hecho William Blackstone, uno de los más grandes juristas ingleses, lo definió en su obra “Comentarios de las Leyes de Inglaterra” como el crimen cometido cuando una persona bajo un juramento legal y solemne afirma algo en forma voluntaria, absoluta y falsa sobre un punto o una cuestión determinada
En los Estados Unidos los magistrados pueden punir a quien intencionalmente haga una aseveración a sabiendas de su falsedad, lo que permite eliminar esas prácticas que buscan alargar los tiempos de los procesos y generar incertidumbre en cuanto a los derechos que en él se reclaman. Su constitucionalidad ha sido largamente defendida por la Corte Suprema del país, la que ha indicado en un famoso precedente que “no se puede pensar que, como principio general de nuestra ley, un ciudadano tenga el privilegio de responder de manera fraudulenta una pregunta que el Gobierno no debería haber hecho. Nuestro sistema legal proporciona métodos para cuestionar el derecho del Gobierno a hacer preguntas: mentir no es una de ellas. Un ciudadano puede negarse a responder la pregunta, o responderla honestamente, pero no puede responder impunemente a sabiendas y deliberadamente con una falsedad” (Bryson v. United States, 396 U.S. 64).
Las objeciones que se han levantado contra la constitucionalidad de esta iniciativa no tienen mayor peso. La letra del artículo 18 es clara. La letra es, conforme lo ha sostenido siempre nuestra Corte Suprema, la primera pauta a la que debe acudir el intérprete. No declarar contra uno mismo es bien distinto que mentir. Se podría alegar, de todas formas, que ese derecho a mentir tiene tan prolongado arraigo en nuestra tradición jurídica que no conviene modificarlo. La tradición representa, sin dudas, un valor estimable, pero no se la deba sacralizar: cuando la experiencia indica que determinadas soluciones no han sido buenas, es necesario ensayar otras.
Mi proyecto de ley ponía el acento en la buena fe, la lealtad, la transparencia y la verdad. Que esos valores no prevalezcan en nuestro sistema procesal como en los de otros países no debería ser un obstáculo para su incorporación a la legislación argentina. Todo lo contrario: es la muestra más evidente de que esa legislación requiere en esta materia profundos cambios. En un nuevo clima social, que ha superado el malentendido garantismo de los gobiernos kirchneristas, la oportunidad es propicia para volver sobre aquella iniciativa. Además de sus ventajas prácticas en cuanto a la celeridad de los procesos, ella se funda en un profundo sentido moral: nada en la Constitución fomenta la mentira. Su naturalización no favorece el prestigio de la ley, la labor de los jueces ni el ejercicio de la abogacía. Es hora ya de terminar con esa práctica deleznable.
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