
En la discusión sobre el futuro de las ciudades, solemos enfocarnos en temas como el transporte público, los autos eléctricos o las ciclovías. Pero hay un aspecto que atraviesa silenciosamente la vida cotidiana de millones de personas y tiene un impacto directo en el orden urbano: dónde y cómo estacionamos.
El estacionamiento es parte integral del ecosistema de movilidad. Y, sin embargo, en muchas ciudades de América Latina, sigue regido por la lógica de la improvisación, la informalidad y la falta de planificación. Lo que debería ser un componente técnico de la circulación, se convierte en un punto crítico de conflicto, congestión y —muchas veces— extorsión.
Estacionar no debería ser un problema Hoy, estacionar en un evento masivo —un recital, un partido de fútbol, una feria o una celebración cultural— implica exponerse a calles cortadas, precios arbitrarios, tensión vecinal y operadores informales que se apropiaron del espacio público. En ciudades como Buenos Aires, Montevideo, Lima o CDMX, esto dejó de ser anecdótico para convertirse en norma.
El problema es doble: por un lado, el estrés individual de quien busca dónde dejar el auto. Pero también el impacto colectivo: embotellamientos, bocinazos, discusiones, consumo innecesario de combustible, pérdida de tiempo, emisiones de CO₂ y tensión social. A esto se suma un aspecto clave: la seguridad. Los bloqueos de calles, los cruces entre automovilistas y la presencia de operadores informales sin control no sólo generan malestar, también aumentan el riesgo de enfrentamientos y situaciones violentas. Lo que debería ser un trámite simple se transforma en una amenaza latente para la convivencia y la integridad de las personas.
El cambio cultural que necesitamos Lo que hace falta no es solo tecnología. La tecnología ya está: mapas, reservas anticipadas, pagos digitales, trazabilidad. Lo que cuesta más es cambiar la cultura urbana, la costumbre de hacer las cosas de forma improvisada o “como siempre se hicieron”.
Un ejemplo cercano fue la llegada de Uber a Argentina en 2016. En su momento, generó una reacción inmediata del sistema tradicional de taxis, que resistió su avance con protestas, recursos legales y presión política. Pero a pesar de todo, la demanda social por una solución más cómoda, segura y digital fue más fuerte que cualquier bloqueo.
Lo mismo ocurrió con el boom de Rappi y otras apps de delivery, que obligaron a transformar el comercio, la logística y hasta la forma en que pensamos el entorno urbano. Pero además de resolver un problema de conveniencia, crearon una nueva herramienta de trabajo para miles de personas y abrieron canales digitales complementarios que generaron rentabilidad y permitieron a los comercios llegar mejor a sus clientes. La tecnología no solo ordenó procesos: amplió oportunidades económicas.
Los sectores que siempre tuvieron el control de un sistema informal naturalmente van a defenderlo. Pero las tecnologías que democratizan terminan imponiéndose porque mejoran la calidad de vida.
Formalizar lo que estuvo siempre informal Formalizar lo que estuvo siempre informal implica tocar intereses. Pero también significa generar beneficios reales: para el usuario que se organiza mejor, para el dueño de un predio que ahora gana ingresos legales, y para el Estado, que gana visibilidad y capacidad de gestión.
Cuando el estacionamiento se digitaliza, el Estado deja de apagar incendios y puede empezar a planificar. Puede saber cuántos autos ingresan, por dónde, a qué hora. Puede coordinar operativos de tránsito, de seguridad y de emergencia con información real. Puede detectar saturaciones antes de que ocurran. Puede recuperar autoridad.
Y lo más importante: puede generar alianzas con el sector privado para transformar algo tan básico como estacionar en una experiencia ordenada, segura y útil para todos. Porque una ciudad más inteligente no es la que tiene más sensores, sino la que toma decisiones inteligentes en problemas reales.
Democratizar también es dar opciones En el fondo, tecnología bien aplicada es tecnología que mejora la vida. Y en ciudades donde todavía persiste una cultura de la trampa, el atajo o el “yo te acomodo”, usar una plataforma para reservar un estacionamiento puede parecer menor, pero en realidad es un acto de ciudadanía moderna.
No hay progreso sin conflicto. Siempre habrá sectores que resistan el orden cuando siempre vivieron del desorden. Pero esa no puede ser una razón para detenerse. Al contrario: es una razón más para avanzar.
La movilidad urbana no se cambia con slogans, sino con decisiones concretas. Y si logramos que miles de personas lleguen a un evento sin estrés, sin vueltas, sin extorsiones, sin riesgos de violencia y sin contaminar más de la cuenta, estamos haciendo mucho más que estacionar: estamos mejorando la Ciudad.
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