
Es común escuchar a los profesores de la escuela secundaria decir que a los jóvenes “no les interesa nada”, que “no participan” o “pareciera que están en otra”. La escena es recurrente: los estudiantes bajan la mirada, no entregan trabajos y no responden con entusiasmo y, a veces, ni siquiera con rebeldía. Una aparente apatía que preocupa, duele y nos interpela a los adultos que trabajamos con ellos.
Las respuestas simplistas abundan. El problema es el uso indiscriminado de las pantallas, la falta de límites o el acceso libre a las redes sociales. Pero lo cierto es que reducir la desmotivación a un solo factor es tan injusto como ineficaz. La realidad es más compleja y, si queremos abordarla con seriedad, debemos atrevernos a mirarla con responsabilidad y con compromiso de acción posterior.
Algunas causas que se fueron entramando este hastío juvenil en la escuela son, por un lado, las huellas de la pandemia que dejó vestigios profundos en la subjetividad adolescente: pérdidas, incertidumbre, encierro, aislamiento y, por otro, la crisis social y económica que lleva varias décadas y que pone en jaque sus proyectos de futuro. ¿Para qué estudiar si el esfuerzo no garantiza nada? ¿Qué valor tiene el conocimiento si no se conecta con la vida o no me servirá para un futuro?
Y los jóvenes ya no se conforman con el “porque sí”. Necesitan aprender saberes interesantes, identificar por qué aprenden lo que aprenden y para qué les va a ser útil en un mundo que cambia cada día.
La pregunta es si estamos frente a una generación sin motivación o frente a una escuela incapaz de provocar cambios o, al menos, de interpelarse las formas de educar.
Los jóvenes no están desmotivados por naturaleza. Lo vemos cuando se apasionan por una causa social, por una competencia deportiva, por un contenido en TikTok, por un artista, un videojuego o un proyecto que sienten propio. El deseo está, pero no siempre encuentra cauce en la escuela. Y ahí está el nudo del problema: muchas veces, las aulas no ofrecen aprendizajes relevantes para la vida de los estudiantes. Y, si bien la institución educativa no tiene por qué ser divertida, al menos sí significativa para su cotidianeidad.
La escuela, en muchos casos, anclada en un formato del siglo pasado, con estructuras rígidas, horarios compartimentados, contenidos desvinculados de la realidad y poca participación juvenil, no promueve una enseñanza superadora. En general, seguimos con un docente parado en el frente, hablando con monólogos, penalizando el error y sin posibilidad de desarrollar la creatividad ni valorar la emoción. Sin embargo, ya lo dicen muchas investigaciones, sin emoción no hay aprendizaje.
No se trata de convertir la escuela en un espacio lúdico o complaciente. Se trata de hacerla relevante, desafiante y humanamente significativa; de construir un aula donde los jóvenes puedan poner en juego sus preguntas, sus miedos y sus pasiones; donde sientan que vale la pena estar. Porque ya lo sabemos, cuando encuentran sentido, la motivación aparece, siempre.
Quizás el problema no es que “no les interese nada”, sino que no les interesa lo que les ofrecemos. Y ahí es donde tenemos que revisar nuestras prácticas, nuestros modos de enseñar, nuestros vínculos y, obviamente, nuestras instituciones. No para culpabilizarnos, sino para animarnos a deconstruir formatos rígidos y transformar el aula.
Días pasados capacité a alumnos del profesorado y a docentes de las escuelas del Padre Ignacio de Rosario y comprobé que hoy, más que nunca, educar es una tarea colectiva. Los alumnos dan cuenta de que sus profesores saben escuchar, comprender, proponer y reinventarse. Confían y transforman cada aparente desgano en aprendizajes significativos.
En cada escuela hay un joven que espera ser interpelado de verdad. La pelota está de este lado, solo hay que animarse a jugar para que ganemos todos.
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