
Los alumnos nos desconciertan. No son iguales a los de hace 20 años, tampoco a los de hace cinco. Son hijos del smartphone y de Internet, con escasos recursos de comunicación y de respeto a las normas y sin hábitos propios. Son los monstruos que los adultos hemos dado a luz y hoy nos asustan.
Tienen otras formas de hablar, de vestirse y de gestionar el tiempo. En general, no adhieren a la cultura del esfuerzo ni valoran el rendimiento académico, conforme a otra época. Otros conocimientos, otras escrituras y otros lenguajes son propios de los jóvenes de hoy.
Por otro lado, los adultos, insertos en un mundo cambiante e indescifrable, el cual nos resulta difícil de interpretar, no podemos anticipar líneas para el futuro debido a la incertidumbre.
En ese marco, la institución educativa ya no habilita para insertarse en la sociedad ni garantiza ascenso social y ha dejado de ser el único lugar de legitimación del saber debido a que no se abre a otros nuevos saberes, propios de los tiempos que corren. En consecuencia, el estudiante ya no escucha ni participa en las clases porque no le resulta significativo lo que allí enseñan.
Entonces, ¿cómo hacer para que los jóvenes encuentren en la escuela secundaria o en la universidad espacios de aprendizajes genuinos?
Para que la educación promueva cambios hay que decodificar la realidad e interpretar los cambios epocales; entender quiénes son los sujetos con los que trabajamos a diario y, fundamentalmente, enseñar distinto a como se ha venido haciendo hasta ahora.
Para ello, es necesario derribar los muros disciplinares, superar la enseñanza de conocimientos estancos, organizados en materias-parcelas y, a su vez, transmitidos tradicionalmente de manera verticalista y, de una buena vez, entrelazarlos para construir saberes transdisciplinarios y relacionados con la vida diaria de los jóvenes y con la mejora de la comunidad.
Enseñar es mucho más que transmitir conocimientos y habilidades de determinadas disciplinas; se trata de enseñar a leer, a comprender consignas, a expresarse, a tomar apuntes, a trabajar en grupo, a hacerse preguntas y a aprender a desaprender.
En estos tiempos feroces, la calidad educativa y la inversión en infraestructura y capacitación docente ya no pueden generar discusión porque desde la escuela y desde la universidad se forja el modelo de sociedad, se forma la conciencia crítica de la población y se desanda el camino de las desigualdades estructurales.
El futuro no nos viene dado, hay que construirlo, con los niños y jóvenes dentro de las instituciones educativas. Y esa es una misión del Estado, garantizar que esos “monstruos” descontrolados y deshumanizados que supimos crear, producto de nuestras acciones y de nuestra responsabilidad, se conviertan en ciudadanos activos y responsables.
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