
Los miedos son muy habituales en la niñez, se manifiestan de diferentes modos y evolucionan con características particulares, de acuerdo con la edad, la historia y la manera de ser de cada uno.
Muchos de los miedos son pasajeros y remiten espontáneamente; otros, en cambio, se prolongan en el tiempo y van acompañados de estados anímicos penosos, angustia intensa y ansiedad persecutoria.
Si bien a lo largo de la evolución algunos miedos constituyen una señal de defensa adecuada para enfrentar circunstancias o peligros reales, es esencial poder distinguirlos de aquellos que perturban el crecimiento.
Los miedos que en la niñez muchas veces se expresan y de los cuales se tiene consciencia, como el miedo a la oscuridad, a dormir, a los monstruos o el de la propia muerte o de seres queridos - entre otros - son ideas o argumentos que están al servicio de encubrir otros temores que no se tienen conscientes. Reemplazan a otros más temidos.
¿Cuáles son esos otros afectos más temidos?
Fundamentalmente el sentimiento de inseguridad e impotencia generado por el temor a no poder crecer y desarrollarse adecuadamente.
En los primeros contactos de los pequeños con el mundo, éste les muestra sus propios límites y, por lo general, comienzan a darse cuenta de que su supervivencia dependerá de lo que ellos puedan hacer.
Los nuevos estímulos o diferentes situaciones que tienen que enfrentar representan demandas que, cuando creen que no van a poder o que no van a lograrlo, experimentan no solo frustración sino una perturbadora sensación de debilidad.
Estos sentimientos constituyen un malentendido que se desprende de confundir la inermidad y la dependencia natural y propia de la infancia, con la sensación de incapacidad.
Es cierto que muchas de sus necesidades no las pueden resolver solos y requieren de ayuda, pero la idea de que “ahora no puedo” es posible que la experimenten exageradamente como “no voy a poder nunca”.
En este sentido, los miedos a los que suelen “echar mano”, como cuando imaginan situaciones peligrosas o temen la presencia de personajes terroríficos, son aflicciones conscientes que ocultan otras inconscientes que las preceden y que suelen ser reprimidas.
La confrontación entre sus posibilidades y el anhelo de ser lo que aún no son puede conducirlos a una sensación de fragilidad que “prefieren” evitar.
Los ideales familiares que se entraman en la crianza y la necesidad de los niños de querer cumplir con ciertas expectativas propias y del entorno, activan también temores como la pérdida de amor o el abandono de las personas significativas.
Muchas veces no se sienten queridos por lo que ya son, sino como promesa de lo que deberán ser.
Es frecuente escuchar a los adultos insistir en que no deben tener miedo, minimizando el temor o presionándolos en algunas ocasiones a callar o a ocultarlos, con expresiones tales como “no pasa nada”.
Esto convoca a expresar una valentía que sienten que no poseen, con la finalidad de ocultar su vivencia de debilidad, en un mundo en el que ser superhéroes o heroínas parece ser una aspiración primordial.
Cuando los miedos no son comprendidos, se acostumbran a reprimir los afectos, los pensamientos y una parte importante de su curiosidad vital.
Y también sucede que hay quienes reflejan sus temores ocultos con manifestaciones físicas como dolores de estómago, cefaleas, diarreas, temblores, taquicardia, etc., y esas sensaciones somáticas son también una expresión del miedo que no es reconocido como tal.
El abordaje y la comprensión de estos conflictos de la infancia los ayuda en el camino de un crecimiento más tranquilo y pleno.
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