
Transcurría el año 1890. En una clase de Química en la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires, un alumno escuchaba con suma atención las enseñanzas de un profesor llamado Kenny. Era Luis Agote, que aprovechaba todas las lecciones. Una frase se convirtió en el impulso de un genio. El profesor comentó: “Echale citrato al huevo y no habrá Dios capaz de cocinarlo”: Una sustancia que impide la coagulación de líquidos albuminosos.
Años después, Agote extrajo sangre de un paciente y lo guardó en una caja fuerte con el agregado de citrato de sodio. Meses más tarde, después de una estadía en el campo, abrió esa caja misteriosa y observó que la sangre no había coagulado. Comenzaba un hito en la historia de la medicina.
En el pasado y remontándonos al año 686 a.C., los egipcios intentaban curar la lepra de un monarca sirio, haciéndolo beber sangre, considerada fuente de vigor y el medio para sanar. No sólo se ensayó como alimento, sino que, posteriormente, comenzó a transfundirse sangre de animales a humanos con las consecuencias fatales, hoy fácil de imaginar.
Posteriormente, comienza la transfusión interhumana, sin conocimiento de los grupos sanguíneos y con jeringas aspirantes e impelentes que en su mayoría no lograban su objetivo porque la sangre se coagulaba en los procedimientos. Landsteiner dio un paso fundamental a principios de 1911 con el descubrimiento de los grupos sanguíneos, pero ello no fue un paso en la técnica de transfundir sangre.
En el año 1914, Luis Agote comienza sus experimentos con el citrato de sodio con el objeto de anticoagular la sangre. ¿Pero el citrato podía ser tóxico? Ya se tenían antecedentes de otras sustancias tóxicas como la hirudina o la peptona. Agote comenzó a inyectarse por vía intravenosa, citrato de sodio y lo repitió en distintas oportunidades. Los controles médicos y humorales de la época demostraron la inocuidad del citrato. Faltaba un paso decisivo. Qué cantidad de citrato bastaba para mantener la anticoagulación. Muchas fueron las experiencias hasta llegar al nivel útil.
Finalmente, el 9 de noviembre de 1914 se realiza la primera transfusión de sangre en un paciente con tuberculosis pulmonar. Se llevó a cabo en el Instituto Modelo de Clínica Médica. El Dr. Ernesto V. Merlo, en ese entonces médico interno del Instituto, ejecutó bajo la atenta atención de su jefe, el Dr. Agote, la primera transfusión con citrato de sodio. El donante de la sangre fue el portero del Instituto, don Ramón Mosquera.

El 15 de noviembre, se repite en demostración pública una transfusión a una enferma con severa anemia consecuencia de una placenta previa. Fueron testigos directos, el Dr. Eugenio Uballes, rector de la Universidad de Buenos Aires, el Dr. Luis Güemes, decano de la Facultad de Medicina y el Dr. Baldomero Sommer, director general de la Asistencia Pública. El resultado fue tan exitoso, que la enferma se fue de alta al tercer día, totalmente restablecida.
Consciente de un hecho transcendente en la medicina, Agote muestra en forma inmediata, generosidad y compromiso con los necesitados. Había estallado la guerra mundial y la transfusión de sangre iba a ser un arma fundamental en todas las heridas sangrantes.
Agote solicitó al gobierno nacional que hiciera conocer a los países beligerantes el nuevo procedimiento. Fueron destinatarios Francia, Estados Unidos, Gran Bretaña, Turquía, Rusia, Austria, Hungría y Bélgica. En todas las respuestas a la comunicación argentina se expresaba el enorme interés y agradecimiento.
Ante el paciente, dice Agote, ya no nos pertenecemos, nuestros tiempos, nuestra acción, nuestra inteligencia, lo mejor de nosotros mismos pertenece a ese gen que gime de dolor, en ese lecho de miseria. Ese lecho, ese dolor, ese enfermo, constituyen el campo de batalla, el motivo de nuestro sacerdocio y los dictados de la ciencia, se dan la mano para luchar contra el mal que lacera y la muerte que amenaza.
Han pasado más de 100 años. Cuántas vidas han prolongado su tiempo en este mundo y hoy seguimos aprovechando uno de los descubrimientos más trascendentes de la medicina.
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