
Los tiempos que corren -dominados por una ideologización radical de la vida social, política, cultural, económica, por una polarización creciente- reclaman tolerancia, equilibrio, concordia, realismo y, sobre todo, un compromiso creciente con la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales. Algo que hoy, a causa del afán de dominio y de control social de las diferentes opciones políticas, brilla por su ausencia ante la constatación de una desafección que aumenta exponencialmente.
En efecto, precisamos de un espacio de moderación, de cordura, de sentido común, en el que se trabaje desde la realidad y con la razón desde la centralidad de la dignidad del ser humano. Hoy, en tantas latitudes, la llegada de políticas centristas constituye una apremiante necesidad pues en muy poco tiempo el radicalismo y las ideologías cerradas están destruyendo a toda velocidad los cimientos de un Estado social y democrático de derecho que ha costado mucho sacrificio y mucho compromiso levantar en las últimas décadas.
Por eso, cada vez es más importante, y urgente, reivindicar una de las principales señas de identidad del espacio de centro: el reformismo y la capacidad transformadora. En efecto, uno de los rasgos que mejor define al espacio del centro es el de la reforma permanente para la mejora integral de las condiciones de vida de los ciudadanos. Es más, en este concepto se encuentran conjugados una serie de valores, de convicciones, que permiten delimitar con precisión las exigencias de una política que quiera considerarse centrada. Una forma de hacer política que está permanentemente poniendo el foco en las personas y en la promoción de la libertad solidaria de todos los ciudadanos. Por eso lo relevante es que efectivamente las políticas se realicen al servicio de las personas, especialmente de las que más necesitan de la solidaridad y del impulso para construir sus proyectos personales.
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La capacidad transformadora o el reformismo implican en primer lugar una actitud de apertura a la realidad y de aceptación de sus condiciones. A partir de esta base, las políticas se caracterizan por la mejora constante de la realidad de manera que tal posición repercuta en un mayor bienestar y calidad de vida para todos los ciudadanos. Reforma y eficacia, pues, van de la mano pues no es concebible desde el centro la reforma que no implique resultados para la mejora de las condiciones de vida de los habitantes. Crecimiento económico, claro, pero al servicio de las personas. Austeridad en el gasto, por supuesto, pero que haga posible políticas humanas y solidarias. Hoy, sin embargo, lo que observamos es un gobierno radicalizado, sin norte, que todo lo fía a mantenerse en el poder como sea.

El reformismo que se postula desde un espacio de centro político va de la mano de políticas de integración y de cooperación que reclaman y posibilitan la participación de los ciudadanos, de las asociaciones y de las instituciones, de tal forma que el éxito de la gestión pública debe ser ante todo y sobre todo un éxito de liderazgo, de coordinación o, dicho de otro modo, un éxito de los ciudadanos. La concepción que defendemos del centro es la de un espacio político que se sustenta en una concepción del ser humano, de la sociedad y de la democracia, deudora de los ideales ilustrados pero que pretende superar de algún modo las coordenadas del pensamiento de la modernidad, asumiendo sus valores, pero depurándolo de sus contenidos dogmáticos.
Las políticas centristas son políticas de progreso, de mejora, porque son políticas transformadoras y reformistas. El reformismo hoy, a pesar de que brilla por su ausencia más allá de camaleónicos retoques sin relevancia, está de palpitante y rabiosa actualidad porque precisamos cambios y transformaciones de calado. Sobre todo, porque es menester recuperar los valores propios del Estado social y democrático de derecho y de la democracia.
Por eso, hoy ahora, necesitamos que los postulados del centro: pensamiento abierto, metodología del entendimiento, sensibilidad social, centralidad del ser humano, se encaramen al poder para quien lo ejerza sea consciente de que a través de su ejercicio democrático se puede, y se debe, contribuir a la mejora real y continua de las condiciones de vida de las personas.
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