Después de tres años se llegó al fallo y a las sentencias del juicio oral y público “Vialidad”. Con garantías plenas, entre los acusados de defraudar al Estado por sumas de ciencia ficción o viaje lisérgico, si se agregan raíces adventicias, en beneficio propio, al dirigir a los caminos de Santa Cruz hacia el, desde entonces, empresario Lázaro Báez, por obra de la actual vicepresidenta Fernández de Kirchner, líder carismática del Frente de Todos, llamada por lo general Cristina, sin más. El tribunal, después de los fiscales: el apasionamiento y pruebas acompañantes por parte Luciani (Mola, el otro) fue resonante y el eco perdurará. Se produjo la defensa, inerme frente a los hechos y como escudo argumental, el lawfare, la guerra judicial que la acusada y luego condenada señala como factor esencial de la historia, y el baldón, la mancha que el mundo recogió en segundos.
Con claridad se trataba de una condena por corrupción urdida y ejecutada desde el mismo Gobierno de un país, llamado aún la Argentina, en demolición: 46 por ciento de pobreza, sindicatos con jefes poderosos y ricos, pero flexibles y astutos con un grado de supervivencia resistente a gobiernos militares, civiles y cívico-militares (definición de los más progres para conversaciones de cóctel y de asado, que es, por otra parte, viejo -aunque cierto- y gastado), una impiadosa inflación, deserción en los colegios, cerebros lavados capaces de decir frente a cámaras de televisión que no importa si se roba mientras se trate de las dos veces presidente de la Nación y de la subvención por diversos planes en la tarea de abolir el trabajo legítimo, honorable, al punto de despreciar la dignidad de ganar el pan de todos los días, por estas horas, de paso, a 500 pesos el kilo.
Después del fallo -salteamos los pasos procesales ya conocidos, apelaciones de los dos lados, Casación y, quién sabe, Corte Suprema-, la vicepresidente habló desde el Senado, donde oficia como presidenta, tal lo mandado por la Constitución. Fue un monólogo in crescendo, desde un idioma bien armado y ornado de ironías hasta un tono no previsto, volcánico, de ruptura emocional y furia, que en ningún momento aludió a la inocencia –no podía: las vergüenzas quedaban al aire-, sino a que otros también han cometido cosas. Y, en el do de pecho, claramente estremecida, aseguró que no iba a ser candidata ni a la Presidencia, ni a una banca en el Senado. A nada. Fueron instantes de tensión extrema.
Analistas profesionales –este es un racconto puro con fuente en la realidad y uno que otro susurro- fueron unánimes en dar por sentado que de todos modos en algún momento por pedido del pueblo -es un decir-, aceptará, luego de una planificación que va desde el operativo clamor hasta el abierto llamado a propiciar la violencia y derribar lo actuado en el tribunal con el empleo de muchedumbres desatadas para enmendar, dicen, el complot armado por los medios de comunicación, el “partido judicial”, la riqueza concentrada, factores todos del fallo y la condena, donde se agrega la prohibición de ejercer cargos públicos para siempre. Esa convocatoria a la violencia y sus argumentos acumula en sí varios delitos.
El operativo clamor pudo tener sentido político si se hubiera producido en esas horas. El señor D´Elía, comodín del mazo, intentó reunir a un grupo de marginales sin rumbo en las inmediaciones de Comodoro Py y el Senado. Se verá cómo caminará el país en adelante. La renuncia de Cristina fue en serio, aunque los sabios de la tribu desconfían. Parece un paso muy grande para retroceder, sobre todo frente a la posibilidad considerable de que el gobierno sea derrotado aún en la Provincia de Buenos Aires, sin liderato a la vista, a menos que alguna campanita suene en la dirección de tan penosa situación económica y social, de manera visible y tangible: el tiempo juega en contra de esa idea.
Los gobernadores han alzado la voz para criticar el fallo, que se veía venir por todo lo expuesto. Pero una cuestión son las palabras y otras, las acciones y conveniencias.
Delante de las amenazas de revuelta y peligro para derrumbar las instituciones, sería acertado no ceder al miedo. Los argentinos en su mayoría necesitan vivir en paz, comer todos los días, frenar la pobreza, detener la inflación, inspiración por parte de dirigentes imaginativos y nobles que disuadan a jóvenes -y no tan jóvenes- de no irse de aquí porque lo que pasa es desolador.
Se van porque hay solo una vida para abollarla y entristecerla, lo demás son papeles.
Frente a quienes atizan una violencia como dueños del destino a cargo de la imaginaria verdad revelada que conduciría al autoritarismo en grado mayor, el argentino promedio no tiene que ceder a la provocación, no engancharse, evitar la chispa.
Sin miedo.
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