
La transformación tecnológica y de escala en la producción de gas y petróleo no convencional en la Argentina se dio en tiempos de una fuerte necesidad y es hija de las restricciones. No forma parte de un plan consensuado de largo plazo enfocado en la decisión estratégica de potenciar una ventaja competitiva y un activo valioso, sino de una coyuntura macroeconómica extenuante que requiere irremediablemente de dólares para funcionar.
La macroeconomía viene sufriendo desde hace años una inestabilidad notable. Acuerdos y desacuerdos con el FMI y con acreedores privados, cepo cambiario, inflación galopante, tensión política, pandemia, riesgo país por las nubes, cuentas fiscales que arden y reservas internacionales netas del BCRA en su mínima expresión. Y a eso, hoy hay que sumarle tasas de interés efectivas que se acercan al 100% anual.
La mano de la tecnología
Es precisamente en ese tormentoso contexto que se desplegó el salto discreto tecnológico y productivo en las empresas petroleras. En los últimos cinco años el lifting cost del shale oil (costo directo de extracción medido en dólares por barril) se redujo en un más de un 60%, el costo de desarrollo se ajustó en un 56%, se perfora un 50% más de metros por día, y casi se cuadruplicaron las etapas de fractura por equipo. En lo que va de 2022 la producción de petróleo no convencional creció un 54% interanual, y las empresas del sector tienen una carpeta de proyectos cada vez más grande. En plena tormenta macro el sector experimentó una virtual revolución productiva.
La revolución del shale permite engrosar la producción hidrocarburífera, y hoy más que compensa la declinación natural que se está verificando en los recursos convencionales. Además del factor tecnológico, juega también un rol el cambio morfológico que se está observando en el sector con la incorporación de procesos y estándares de otras industrias, y la creciente concentración en la cuenca neuquina que por efecto aglomeración también contribuye a la mayor competitividad.
No tener un plan concreto, una clara vocación de crecimiento y una macroeconomía ordenada, es muy oneroso para la sociedad entera y para el sector petrolero en particular. La falta de infraestructura y un set de precios confuso, poco confiable e inestable son una consecuencia ineludible. Y el resultado final es un crecimiento muy por debajo del potencial y la pérdida de oportunidades que, atención, pueden ser repetibles: la híper-liquidez global ya es cuestión del pasado y la restricción de oferta por el conflicto bélico entre Ucrania y Rusia hubiera significado una súper-renta para las empresas del sector y para las escuálidas reservas del BCRA.

El sector seguirá siendo uno de los motores centrales de la economía argentina durante los próximos años, pero con un techo que está determinado esencialmente por la fragilidad e incertidumbre macroeconómica. Hoy la Argentina va camino a ir reduciendo la sangría estructural de los últimos doce años, con un promedio de déficit de USD 3.200 millones anuales profundizado en 2022 por el salto en los precios internacionales. Pero difícilmente pueda recuperar el promedio anual de USD 4.100 millones anuales de superávit de los doce años previos, si es que no median cambios estructurales en el contexto macroeconómico que habiliten inversiones en infraestructura de transporte interno y de exportación.
Para tener un orden de magnitud de la relevancia del sector en el mercado cambiario: entre los años 2011 y 2022 el sector explicó una salida acumulada de más de USD 38.000 millones, mientras que en los doce años previos canalizó el ingreso de más de USD 49.000 millones. Estos valores cobran real dimensión cuando, por ejemplo, hace unos días hubo un quiebre en el ánimo de los mercados porque el BID confirmó que estaba dispuesto a prestar (sí, prestar) 1,2 mil millones de dólares para recomponer reservas.

La economía necesita de energía y de dólares para crecer, y en ese marco el sector petrolero es parte de la solución. La Argentina no está en condiciones de sostener un déficit comercial energético y tampoco se puede dar el lujo de dejar pasar nuevas oportunidades para la exportación de su producción. Para que eso suceda, entre otras cuestiones, se debe pasar de horizontes de inversión de tres / cuatro años que viabilizan la inversión en la fractura y en la perforación, a plazos de por lo menos diez años en los cuales se pueden considerar inversiones de porte en infraestructura de transporte, transformación y exportación de hidrocarburos.
La bonanza en tiempos tan críticos confirma las bondades del activo y fundamentalmente su carácter estratégico como fuente de ahorro y eventual generador de divisas. En este contexto y en el que le tocará vivir a la Argentina durante los próximos años, el sector no tendrá más opción que crecer. La discusión es cuánto.
El camino natural y que necesariamente hay que encarar es la normalización de la macroeconomía. Sin embargo, puede ser un proceso lo suficientemente largo como para truncar el real desarrollo del sector como fuente de soluciones efectivas y, por lo tanto, invita a buscar alternativas menos efectivas pero asequibles en el corto plazo.
Se deben analizar con seriedad instrumentos que circunvalen la fragilidad contextual, y que impacten en el ánimo inversor. Las empresas y el Gobierno deberían consensuar esquemas creativos que le ofrezcan certidumbre, incluyendo cuestiones fiscales y cambiarias. Desacoplar Vaca Muerta del riesgo argentino no es una cuestión sencilla. Es una solución a todas luces imperfecta, pero necesaria si se pretende considerar al sector energético como un engranaje que apalanque y que no sea un cepo para el crecimiento sostenible del país.
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