
A fines de junio pasado publiqué en este mismo espacio una nota titulada “Las muertes silenciosas”. El recientemente conocido resultado de las pruebas Aprender constituía la crónica de una muerte anunciada. Como reportaba Infobae: “El cierre de escuelas que se extendió durante casi dos años golpeó con fiereza a los chicos pobres. La pérdida de saberes fue tan dramática como se sospechaba, al punto que las pruebas Aprender que se tomaron en sexto grado muestran que 7 de cada 10 estudiantes de hogares vulnerables no comprenden un texto acorde a su edad y casi la misma proporción no puede resolver operaciones matemáticas sencillas”.
Esta tragedia no constituye una peculiaridad de nuestro país, sino de la mayoría de los países que siguieron políticas similares frente a la pandemia, cerrando injustificadamente las escuelas por largos períodos de tiempo. Una interesante nota de The Economist, del pasado 7 de julio, califica la pérdida de aprendizajes en virtud de las mismas como un desastre global: “Cuando el Covid-19 comenzó a extenderse por todo el mundo, suspender las clases presenciales fue una precaución razonable. Nadie sabía cuán transmisible era el virus en las aulas; cuán enfermos se pondrían los jóvenes; o la probabilidad de que infecten a sus abuelos. Pero las interrupciones en la educación duraron mucho después de que surgieron respuestas alentadoras a estas preguntas”.
A modo de ejemplo, el 1 de septiembre, el New York Times publicó una esclarecedora nota, al hacerse públicos los resultados de las pruebas de Evaluación del Progreso Educativo administradas a los niños de 9 años, comparables con las últimas realizadas poco antes del cierre de las escuelas al estallar la pandemia. Su título habla por sí mismo: “La pandemia borró dos décadas de progreso en matemáticas y lectura”.
Como reporta el New York Times, por primera vez desde que las pruebas comenzaron a evaluar el rendimiento de los estudiantes en la década de 1970, los niños de 9 años perdieron terreno en matemáticas y los puntajes en lectura cayeron por el mayor margen en más de 30 años. En palabras del Times: “Los resultados de la prueba nacional mostraron cuán devastadores han sido los últimos dos años para los escolares de 9 años, especialmente los más vulnerables… La investigación ha documentado el profundo efecto que los cierres de escuelas tuvieron en los estudiantes de bajos ingresos y en los estudiantes negros e hispanos, en parte porque sus escuelas tenían más probabilidades de continuar el aprendizaje remoto durante períodos de tiempo más largos”.
Es claro que no tenía por qué ser así, un país lo hizo de manera diferente. A última hora de la tarde del 12 de marzo de 2020 los periodistas esperaron en un edificio del gobierno en Estocolmo a que la ministra sueca de Educación, Anna Ekström, pronunciara una declaración. La mayoría suponía que el gobierno sueco anunciaría el cierre de las escuelas, tal como lo habían hecho, por ejemplo, Dinamarca y Noruega, pero sorprendiendo al mundo, Ekström anunció que el gobierno sueco había optado por mantener las escuelas abiertas. “Es una recomendación clara de la Agencia de Salud Pública, y están muy interesados en que se cumpla”, afirmó.
A partir de ese entonces, Suecia desafiaría al resto del mundo. En virtud de ello, mientras millones de niños de otros países sufrirán las secuelas de estos dos años de confinamiento durante el resto de sus vidas, Suecia ha salvado a sus niños.
Al respecto, un trabajo publicado en junio pasado en el International Journal of Educational Research, titulado “No se produjo pérdida de aprendizaje en Suecia durante la pandemia: evidencia de las evaluaciones de lectura de la escuela primaria”, reporta en base a una evaluación de habilidades de lectura en la cual participaron 97.073 estudiantes de los tres primeros grados de la escuela primaria, que la proporción de niños con habilidades de lectura débiles no aumentó durante la pandemia, y los estudiantes de entornos socioeconómicos desfavorecidos no sufrieron de manera desproporcionada. Cómo no comparar estos resultados preliminares, por cierto, con la evidencia proporcionada por las evaluaciones en EEUU o por nuestras pruebas Aprender.
Cómo no retrotraernos una vez más a principios de mayo 2020, cuando nuestro presidente, Alberto Fernández, ejemplificó justamente el caso de Suecia como un ejemplo de lo que no se debía hacer: “Cuando a mí me dicen que siga el ejemplo de Suecia la verdad lo que veo es que Suecia, con 10 millones de habitantes, cuenta 3.175 muertos por el virus, menos de la cuarta parte de lo que la Argentina tiene. Es decir que lo que me están proponiendo es que de seguir el ejemplo de Suecia tendríamos 13 mil muertos”.
Es claro que la apreciación no pudo haber sido más desafortunada. Según la página de Worldometers (7/9/2022), el número de muertes en nuestro país asciende a 129.769 y en Suecia a 19.973. Si lo normalizamos por la cantidad de habitantes, en la Argentina el total de muertes por millón de habitantes es de 2.815 y en Suecia tan sólo de 1.941.
¿Qué podemos aprender de lo sucedido? Toda restricción a la libertad genera costos que van mucho más allá de lo económico, y es imprescindible comprenderlo. Pensemos sino en Suecia, un pequeño país en el norte del planeta, donde los niños y jóvenes menores de 16 años no perdieron días de clase durante la pandemia y comparémoslo con nuestra realidad y con la de otros tantos países.
Me atrevo a conjeturar que, dentro de algunos años, los resultados de los exámenes PISA permitirán afirmar que cuando el mundo perdió la razón, cuando se dejaron de evaluar los costos futuros de las políticas presentes adoptadas para enfrentar una tremenda emergencia sanitaria, un país no siguió al rebaño y salvó a sus niños. Es claro que ese país no fue la Argentina, sino Suecia.
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