El tour de Joe Biden por el Medio Oriente

Este viaje del presidente estadounidense a esa región está fuertemente guiado por dos vectores principales. Por qué esta travesía es de control de daños

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El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, desciende del Air Force One en el aeropuerto internacional Ben Gurion en Lod, cerca de Tel Aviv, Israel (REUTERS/Amir Cohen)
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, desciende del Air Force One en el aeropuerto internacional Ben Gurion en Lod, cerca de Tel Aviv, Israel (REUTERS/Amir Cohen)

En lo que concierne a Medio Oriente al menos, le tomó 18 meses al internacionalismo progresista de la Administración Biden darse de bruces con la realidad de la cruda geopolítica contemporánea. Aunque tarde, este baño de realismo político merece ser bienvenido.

Este viaje del presidente estadounidense Joe Biden a la región está fuertemente guiado por dos vectores principales: a) recomponer los lazos con los países del Golfo dada su relevancia como exportadores de petróleo en un contexto inflacionario que tiene al precio del combustible en Estados Unidos como referencia insoslayable; y b) mostrar algún logro en materia de política exterior hacia el Medio Oriente (más allá de la lucha efectiva contra ISIS) tras la salida caótica de Afganistán y la no concreción de un nuevo pacto nuclear con Irán. Ambos objetivos —por demás esenciales de cara a las elecciones de medio término el próximo noviembre— encuentran su punto de intersección en Arabia Saudita.

Durante su campaña, y luego durante su presidencia, Joe Biden hizo lo posible por degradar el vínculo histórico entre Washington y Ryhad. Tachó a aquella nación de ser un “paria global”. Condenó públicamente la conducta bélica de Arabia Saudita en Yemen y frenó el envió de cierto tipo de armamento. Removió a la milicia Houti, cercana a Irán, del listado de agrupaciones terroristas de EE.UU. Publicó un informe de la inteligencia nacional que atribuía responsabilidad directa al príncipe Mohammad bin Salman en la ejecución del periodista disidente Jamal Khashoggi en Turquía, y emitió restricción de visas a 76 oficiales saudíes. Intentó negociar con Teherán la reactivación del JCPOA, visto con mucho escepticismo por la Casa de Saúd. Y repudió a los combustibles fósiles a favor de energías renovables, lo que ubicó a Arabia Saudita del lado equivocado de su agenda de cambio climático. Indudablemente, esta Casa Blanca buscó resetear negativamente sus lazos con Ryhad.

Luego intervino la realidad. La intransigencia de Irán en la mesa de negociaciones por el tema nuclear y la persistente aceleración de su programa nuclear en su posible dimensión militar, forzaron a la Administración Biden a recalcular. La creciente inflación pospandemia se disparó tras la invasión rusa de Ucrania, lo cual presionó la agenda doméstica de la Administración Demócrata. Un intento patético de seducir a Venezuela para obtener su petróleo no llegó a ningún lado. El acercamiento ostensible de Arabia Saudita a China y Rusia —y la presunta negativa de la monarquía a atender los llamados telefónicos del presiente Biden en los primeros momentos de la guerra— hicieron sonar las alarmas en todos los tableros de la Casa Blanca. En una reciente nota de opinión publicada en The Washington Post, en vísperas de su viaje, el presidente norteamericano trató de decorar su política anti-Ryad: “Desde un principio, mi objetivo fue reorientar —pero no romper— las relaciones con un país que ha sido un socio estratégico durante 80 años”.

Tanto en Oriente como en Occidente, observadores advirtieron que la política de Washington estaba errada. El autor emiratí Abdul Jaleq Abdulá dijo que los estadounidenses “aún no se han reconciliado con el hecho de que este Golfo Árabe es diferente del Golfo del siglo XX”, en tanto que el experto estadounidense en asuntos del Medio Oriente Robert satloff instaba al presidente Biden a que felicitara a Mohammad bin Salman “por los pasos vitales pero aún incompletos que ha dado para arrastrar al reino del siglo VII al XXI”. Efectivamente, el nuevo príncipe impulsó cambios importantes relativos a la no promoción global del fundamentalismo, en contraste a una política dañina de antaño; propició un viraje de su país hacia la independencia en una futura era pospetrolera; flexibilizó algunas leyes restrictivas que pesaban sobre las mujeres; y fomentó un impresionante acercamiento (mayormente encubierto y gradual) con el estado de Israel.

La ejecución en masa de 81 personas el último mes de marzo, las cuales habían sido condenadas según Amnistía Internacional por delitos que iban del terrorismo al asesinato, del robo a mano armada al contrabando de armas, e incluso por cargos tales como “perturbar el tejido social y la cohesión nacional” y “participar e incitar a sentadas y protestas”, dan cuenta de lo mucho que todavía falta por hacer en materia de derechos humanos en el reino. Si algo, ello acentúa la necesidad de estimular a la monarquía a adoptar mayores reformas, lo cual requiere una relación cercana entre Washington y Ryhad.

Para EE.UU., este es un tour de control de daños. Para la monarquía saudita, marca una oportunidad de reconectar positivamente con su principal socio mundial. En pocos días sabremos si ambas partes han logrado sacar el mejor provecho a este delicado rendez-vous.

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