
El vicepresidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz, dio un discurso académico en Chile que levantó severas críticas desde el kirchnerismo gobernante. En una parte de su disertación el juez dijo que no es posible sostener que “donde hay una necesidad hay un derecho”, frase atribuida a Eva Perón.
La vocera presidencial, Gabriela Cerruti, dijo que el juez “expresó el corazón de la doctrina liberal”. El ex-juez Eugenio Zaffaroni hizo un ataque virulento a Rosenkrantz, en el que mezcló -no se sabe cómo- el discurso con el imperialismo norteamericano, con el embajador Braden y con la oposición entre el hemisferio norte y el sur. Insólitamente, Zaffaroni no incluyó otro de los temas que con frecuencia usa para impresionar a sus auditorios: el manual medieval de caza de brujas. Esta vez se le olvidó.
Horacio Verbitsky también aprovechó para llevar agua al molino kirchnerista y argumentó que el discurso del juez era motivo para ampliar el número de miembros de la Corte, que como sabemos es uno de los proyectos del gobierno. Como detalle, cabe señalar que Verbitsky está acusado como autor intelectual de un atentado que causó muchos muertos y heridos, por lo que podría resultar que su caso llegue algún día a la Corte que Rosenkrantz integra.
La verdad es que la frase del escándalo no es parte de la doctrina liberal, sino más bien parte del sentido común. Como bien dijo el juez, a no ser que se defina con fuerza de ley cuáles serán las necesidades que dan derechos (entendido como algo que podemos reclamar en los tribunales), no es posible que todas las necesidades humanas den lugar a un derecho. Un gobierno necesitaría de enorme poder e inmensa arrogancia para decirnos si tenemos o no derecho a poseer un celular o si la joven Martha Argerich tenía derecho a un piano. Poder y arrogancia hacen una horrible combinación.
¿Un juez liberal?
Los críticos han calificado a Rosenkrantz de “liberal”, cosa que en Argentina (no en el resto del mundo) se asume que es algo deleznable. Pero ni siquiera esa descripción es exacta. Si uno presta atención a los nombres que citó en su discurso, debería deducir que el juez es heredero intelectual de pensadores que han incorporado reclamos típicos de la izquierda. Citó a Carlos Santiago Nino, que tuvo un papel importante en el gobierno del Presidente Alfonsín y que defendió, no sólo los derechos clásicos, sino también los económicos y sociales. Citó a John Rawls, famoso por proponer un criterio de justicia que privilegia a los menos favorecidos por la fortuna. Incluso citó a Ronald Dworkin, un académico que justificó interpretaciones osadas para dar reconocimiento a nuevos derechos en los tribunales. Nada de eso pertenece al liberalismo clásico, aunque quizá sí a lo que en los Estados Unidos (no en el resto del mundo) se entiende por “liberal” y que aquí algunos llamarían “progre”: una posición que asigna al gobierno (e incluso a los tribunales) la tarea de hacer avanzar derechos que no integraban la lista de los reconocidos por la doctrina liberal clásica.
Cierto es que Rosenkrantz no aclaró si coincidía con todas estas ideas, pero esa indefinición debe comprenderse como una limitación que le impone su cargo de juez. Eso es loable y muestra un respeto por su función que, para dar un ejemplo notorio, Zaffaroni nunca ha tenido.
Rosenkrantz dijo sí que había que repensar la prioridad que las concepciones liberales de la justicia dan a un tipo de derechos sobre otros. Añadió que todos los derechos tienen un costo, de modo que no es posible oponerse a los derechos económicos y sociales invocando su costo. Sensatamente aclaró que si bien no es criterio para preferir unos derechos sobre otros, el costo tampoco debe quedar oculto. Precisamente, el prometer cosas “gratis” ocultando sus costo es un vicio típico del populismo. A esta altura ya deberíamos saber que el costo oculto siempre se paga, generalmente más caro. Esto no es liberalismo, sino sentido común. Nadie compra algo si no le dicen el precio. No debería ser distinto con las promesas electorales de asado.
Pero esto lo digo yo, Rosenkrantz mantuvo en su discurso la prudencia que impone su cargo. Se dirá que luego el juez descargó otra bomba, otra afirmación que en Argentina puede sonar a escándalo, justamente por ser una verdad obvia. Señaló que para el liberalismo no existe un ente abstracto llamado pueblo, sino que hay individuos, hombres y mujeres reales. En castellano “el pueblo” es sustantivo singular, lo que fácilmente nos hace olvidar que no es una masa uniforme, problema que no tiene el inglés, pero sí el alemán “das Volk” (y quizá esos no sean meros accidentes de los idiomas). Pero es obvio que el pueblo no es una persona, que hay gente con ideas distintas, que vota diferente, que toma partido por propuestas que sanamente compiten y que no son iguales. No verlo y pretender que “el pueblo” se encolumne en un “proyecto colectivo” del que sólo son ajenos los cipayos enemigos de la patria, hará que sea imposible vivir en una democracia moderna.
Rosenkrantz citó a su maestro Nino para sostener que beneficiar “a los que estén peor” también es una aspiración liberal. Eso debió haber deleitado a muchos de los que criticaron su discurso, si lo hubieran escuchado. Horacio Verbitsky, menos tosco que Zaffaroni, demostró ser uno de los pocos que escuchó y entendió el discurso. Incluso parece que leyó al menos uno de los libros que citó el juez. En su blog Verbitsky escribió que Rosenkrantz ocultó el verdadero significado de uno de los libros que citó: “El Costo de los Derechos”, de los norteamericanos Sunstein y Holmes. Se trata de un libro muy celebrado por académicos que se dicen progresistas. Verbitsky acusa al juez de no comprar completo el paquete de ideas que ofrece ese (inmerecidamente) famoso libro. Quizá, pero en todo caso eso sólo, demostraría que Rosenkrantz tiene criterio para distinguir entre ideas buenas y malas.
Una falacia sobre el costo de los derechos sociales
Cass Sunstein es un pensador político de fama mundial que integró el gobierno de Barack Obama. Junto a Stephen Holmes intentó demostrar que la oposición a los derechos económicos y sociales sólo se basa en un prejuicio absurdo pues los derechos individuales tradicionales como el de propiedad o la libertad de expresión también tienen costos.
Su libro empieza con la descripción de un incendio y cómo los bomberos salvaron gran parte de las viviendas de un barrio residencial de Long Island en los Estados Unidos. Proteger esas propiedades tuvo entonces un costo. Añaden los autores que la propia libertad de expresión tiene un costo, por ejemplo, para defenderla de ataques violentos. Así introducen un truco verbal que se repite a lo largo del libro: hablar vagamente de los derechos y de su protección ante ataques o desgracias como si fueran la misma cosa. De ese modo creen demostrar que si los derechos sociales como “planes” y otros beneficios tienen un costo, también lo tienen los derechos tradicionales.
La falacia del libro consiste en esconder que los derechos económicos y sociales tienen dos costos, y no uno. Es cierto que tanto el dinero que entra al bolsillo de un obrero como el dinero que resulta de un “plan” social son defendidos por la policía. Es cierto que tanto la casa que alguien compró y la regalada por un gobierno son defendidas ante incendios por los bomberos. Ese costo, la protección, es común a todo derecho cualquiera sea su origen. Pero el derecho “social” tiene además el costo de darlo, -por ejemplo- de transferir todos los meses el dinero del plan.
Sunstein y Holmes son aclamados por demostrar con lógica impecable que quienes critican todos o algunos de los derechos sociales son pánfilos que ignoran que todos los derechos tienen el costo de su protección. Supuestamente, antes de ese libro la gente no sabía por qué había policías y por qué pagaban sus servicios con impuestos.
Eso es falso, la oposición a que gobiernos populistas añadan más y más derechos sociales cada año se refiere al costo de otorgarlos. Además está el peligro cierto de que esas transferencias formen un sistema clientelista. Los profesores Sunstein y Holmes abogan por más impuestos y más derechos sociales en los Estados Unidos. Quizá harían bien en darse una vuelta por Argentina. Tiene razón Verbitsky en que Rosenkrantz no apoya (ni rechaza) todos los argumentos de este inmerecidamente famoso libro. Esa indefinición debe entenderse como impuesta por las limitaciones que tiene un juez para hacer pronunciamientos que vayan más allá de los obvios (y por eso escandalosos) que Rosenkranz incluyó en su discurso.
Un juez valiente
Los ataques al juez Rosenkrantz no se deben a lo que dijo en su discurso. Lo normal sería que, si el juez citó autores claramente alejados del liberalismo clásico, si además dijo que favorecer a los que menos tienen es un principio fundamental, tendría que haber sido aplaudido por quienes se auto-perciben progresistas.
En verdad el ataque al juez se debe a su valentía, a esa cosa tan rara entre los jueces argentinos. Rosenkrantz ya demostró su firmeza cuando no cambió su voto y rechazó que se lo torciera con una ley penal retroactiva. Otros sucumbieron a la inmensa presión del gobierno y a la de marchas en las calles para que justificaran una ley que no sólo es retroactiva, sino que lo es de modo mentiroso, pretendiendo ser una “interpretación auténtica” que introdujo una distinción inexistente en la ley interpretada. La de Rosenkrantz fue una disidencia, aunque irónicamente podría decirse que algunos de los jueces de la Corte disintieron con el voto que ellos mismos habían dado poco tiempo antes. A veces se quita valor a la disidencia y hasta se pretende que en cuestiones de importancia institucional los jueces disimulen sus diferencias. Esto es un reflejo de la peligrosa ansia de unanimidad que domina a muchos argentinos. Sin embargo, mi larga experiencia judicial me muestra que la disidencia es valiosísima. No es tan fácil cometer arbitrariedades sabiendo que todos podrán leer el voto de un colega que las pone al descubierto.
Muchos hubiéramos querido saber de modo más preciso la postura del juez Rosenkrantz acerca de cuestiones que permanecieron en suspenso en su discurso. Esa indefinición en declaraciones públicas es una carga dura que un juez debe soportar y que algunos de ellos tiran por la borda sin problemas. Ahora bien, lo que importa en un juez no son sus discursos, sino su firmeza a la hora de dictar sentencia. Es esa valentía del juez Rosenkrantz la que enoja a muchos y la que a mí me da esperanza.
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