
Con frecuencia se menciona a la educación como uno de los grandes, necesarios y postergados acuerdos de base para levantar al país, a la par de un nuevo pacto federal, de la reforma tributaria y de los cambios de fondo en materia laboral y previsional. La ecuación, en realidad, es otra: es imprescindible ocuparse de la emergencia educativa a corto plazo, y renovar el modelo pedagógico hacia adelante, para que cualquier otro debate tenga lugar y llegue a buen puerto. En otras palabras, garantizar el derecho a aprender y progresar de niños y jóvenes es condición excluyente para salir de la crisis.
El primer escollo que enfrenta cualquier iniciativa en educación es la falta estructural de datos. La ausencia de diagnóstico por parte del Estado Nacional y las provincias -por incapacidad operativa, especulación política o simplemente desidia- vuelve muy difícil cumplir el primer paso ineludible para resolver un problema: saber dónde estamos parados. La pandemia, qué duda cabe, agudizó desequilibrios preexistentes de un sistema que falla en todos los aspectos: formación, inclusión, contención y proyección. Se calcula que un millón de chicos perdieron contacto con la escuela desde el año pasado.
Así como las prioridades del Gobierno -la obsesión judicial, esquivar los escándalos autoinducidos, disimular la discordia en el Frente de Todos y llevar la macroeconomía al límite pensando en las elecciones- no tienen nada que ver con lo que le interesa a la gente de a pie, con la educación sucede lo opuesto: está en boca de todos, pero no figura en la agenda de quienes toman las decisiones. Le pese a quien le pese, estamos atravesando un momento inédito que exige definiciones fuertes. La campaña light de slogans y frases hechas tiene techo bajo y patas cortas.
En la Provincia de Buenos Aires, entre los que terminaron el nivel secundario en 2020 y quienes están cursando el último año ahora, suman 350 mil alumnos. Estos jóvenes son, sin lugar a dudas, las principales víctimas de una catástrofe educativa que va mucho más allá de las consecuencias directas de la pandemia: el desmanejo de las autoridades, su pereza injustificable, la falta de creatividad y visión, dejaron en una posición muy precaria e incierta a quienes deben insertarse en el nivel educativo superior y/o en el mercado laboral.
Falta de conectividad, programas curriculares de muy bajo nivel académico, nulo acompañamiento psicológico y ausencia de un plan para incorporar los contenidos no adquiridos. En las circunstancias actuales la Argentina y la Provincia son fábricas exitosísimas de potenciales ni-ni (jóvenes que ni estudian ni trabajan). Asombra e irrita por igual la pasividad oficial ante este universo de personas que atraviesan la última etapa de la escuela obligatoria en condiciones lamentables, donde el mensaje que llega desde arriba es “zafen como puedan”.
La situación es crítica y amerita decisiones drásticas. Debemos identificar con urgencia, a través de un Censo Educativo, a cada alumno que abandonó el nivel secundario; es necesario conocer con detalle cuál es su situación familiar y económica, para que las medidas adoptadas sean realmente efectivas. Es fundamental la presencia de profesionales de la educación para guiar a cada joven en el proceso de retomar sus estudios. También la implementación de becas que les permitan a quienes lo precisan acceder a una buena conexión a internet y a todos los recursos necesarios para garantizar el aprendizaje.
Hay que entablar un diálogo fluido con el entorno de cada estudiante. Tomar nota de sus intereses, habilidades, puntos débiles y, por supuesto, de sus sueños. Las oportunidades que ofrecen la universidad y el ámbito laboral deben llegar a todos los hogares, a través de una comunicación personalizada y estimulante, que contemple las características singulares de cada jurisdicción. Solamente la planificación y la voluntad política pueden reparar el abismo entre el presente incierto y el futuro desesperanzador de tantos chicos.
Las políticas de emergencia propuestas para el territorio bonaerense apuntan a reducir la enorme desventaja competitiva que enfrentan cientos de miles de jóvenes, cuyas posibilidades de crecimiento en los próximos años están seriamente amenazadas. Esto no excluye sino que evidencia la necesidad de una reforma educativa de alcance nacional que haga eje en una correcta distribución de recursos y responsabilidades, jerarquice la vocación docente, incorpore tecnología, abrace el uso de la información y las instancias de evaluación en cada etapa, y vincule con eficiencia e imaginación la escuela con el campo profesional.
Los analistas suelen asociar los sentimientos y las expresiones antipolítica con el desencanto económico: cada vez se amplía más el grupo de desilusionados con un sistema que les niega el bienestar esperado. Pasan los años y la calidad de vida no mejora. Me permito complejizar el enunciado. Si el Estado no reasume su obligación constitucional de proveer un servicio de educación de calidad a sus ciudadanos, el tejido social continuará resquebrajándose y la confianza en la política como herramienta de transformación caerá en picada. El momento de actuar es ahora.
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