Sociedad sitiada: ¿por qué los argentinos no cumplimos la ley?

Un asado, Bielsa y la mano de Dios como paradigmas de la conducta de una sociedad anestesiada y cómplice

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(Franco Fafasuli)
(Franco Fafasuli)

Los argentinos, por nuestra forma de vida, por la argentinidad al palo (como lo dice la Bersuit en la letra de una de sus canciones), por los 163 impuestos (o más ya que perdí la cuenta esta semana donde se suman el impuesto al viento, el impuesto a los ricos, y el impuesto a los pobres -la inflación-), por el ranking de muertos por millón de habitantes, y por muchas cosas más, nos hemos convertido en una sociedad sitiada por nuestra propia conducta colectiva.

El sitio que sufre nuestra república, producto de las cinco pandemias: salud, economía, seguridad, institucionalidad y educación, es grave, nos lleva al lugar más bajo como nación, y nos deja con la ñata frente al vidrio del subdesarrollo más crudo que jamás hayamos vivido, donde los niveles generales de pobreza son hoy inaceptables.

La pandemia de nuestra educación se vio esta semana con un ida y vuelta sobre maestros “militantes” o no y la apertura de los casinos, mientras las aulas siguen cerradas en su gran mayoría, y el “mundo” clamando por la apertura de la escolaridad para evitar las nefastas consecuencias futuras de nuestros educandos.

La mala educación que venimos teniendo por largas décadas, donde no se enseña el respeto por la ley, la autoridad y las instituciones, es en gran parte el motor multiplicador del poco apego que los argentinos tenemos como conjunto social por la ley y las instituciones.

Hagamos un stop para analizar un tema colateral, pero de importancia para “entendernos” mejor: es claro que Marcelo Bielsa y Diego Maradona tienen estilos muy diferentes.

La mano de Dios, en el ideario popular es el gol que Maradona concretó contra Inglaterra por los cuartos de final de la Copa Mundial de Fútbol de 1986, en el Estadio Azteca de la Ciudad de México. Todos festejamos la viveza criolla.

Pero qué significa “viveza criolla” al convertirse en filosofía de vida: querer siempre obtener ventaja, condimentada con falta de respeto al otro, indiferencia al bien común y a las normas. Es el individualismo en su más pura concepción.

En abril de 2019, Marcelo Bielsa ordenó a su equipo que se dejara hacer un gol en contra cuando el Leeds ganaba con un tanto marcado mientras que un futbolista del Aston Villa pedía atención, pero el técnico argentino dio la orden de dejarse empatar. Algunos lo aplaudieron otros no.

Son dos conductas bien diferentes, con resultados también muy disímiles entres sí, pero que marcan dos modos de ser antagónicos. En uno se resalta la viveza criolla, en el otro el respeto de los valores.

La polémica jugada de Diego Maradona conocida como la Mano de Dios, en la que metió un gol tocando la pelota con la mano
La polémica jugada de Diego Maradona conocida como la Mano de Dios, en la que metió un gol tocando la pelota con la mano

También se trata de dos personas que tuvieron una educación muy diferente. La educación siempre termina marcando las diferencias, por eso su importancia para el futuro de toda nación. Un país bien educado es muy diferente a un país mal educado.

En tiempos de pandemia las conductas sociales tienen el foco puesto en la acción individual de cada uno: toser o estornudar en la cola de un supermercado puede llegar a desatar la furia colectiva.

Una inmensa mayoría usa responsablemente el ya habitual “barbijo”, algunos pocos se rebelan y no lo usan o bien lo utilizan de “cubre pera”. Son los necios de siempre que se sienten más inteligentes que el resto de la sociedad. Regla simple con conductas disímiles.

Mi grupo de amigos más querido organizó un asado con motivo de la “apertura de la cuarentena” en el AMBA, el capitán “histórico e indiscutido” tiró la idea, ofreció su casa, y en pocos minutos, más de quince habían confirmado asistencia.

El dilema es que en la zona donde se realizaría el asado están permitidas las reuniones para un máximo de 10 personas. ¿Se hace el asado o no? ¿Van todos o solo 10? Una disyuntiva simple de la vida cotidiana, que pone al descubierto el vínculo que solemos tener la mayoría de los argentinos con el cumplimiento de la ley.

No formulo este comentario como “objetor de conciencia”, rol que me genera un profundo desprecio por aquellos que pretenden serlo sin siquiera revisar sus propias conductas. Lo expongo como hombre de derecho y desde la inquietud intelectual que me genera el vínculo que tenemos los ciudadanos con las normas que regulan nuestra vida en sociedad.

Tampoco pretendo analizar comportamientos puntuales o cometer la indiscreción de que destino final tuvo la idea de un tan ansiado y merecido reencuentro de un grupo de amigos entrañables que se quieren y disfrutan de esa costumbre tan argentina como es sentarse alrededor de una mesa, asado mediante y compartir un “poco” de amistad.

Resulta útil concentrarnos en el cumplimiento de las normas. Los argentinos, como sociedad tenemos muy poco respeto por la ley. Y esto es ya un problema cultural grave de nuestra nación. Lamentablemente la educación actual no repara en este tema como debería hacerlo.

En San Luis, un intendente violó la cuarentena para comer un asado
En San Luis, un intendente violó la cuarentena para comer un asado

Podemos encontrar en los casos de corrupción una primera aproximación al origen actual de un problema cultural que viene desde los cimientos mismos de nuestra nación, como los contrabandistas porteños del siglo XVI (de su análisis pormenorizado dan cuenta los libros que se ocuparon en profundidad de este tema).

La historia nos muestra que nuestra patria se fundó sobre las bases de las prebendas, más allá de las gestas heroicas que todos estudiamos en los libros. Para muchos historiadores nacimos como una sociedad transgresora de la ley, lo que, en síntesis, nos lleva a la realidad distópica de la argentina modelo 2020.

El desapego a la Ley fue crudamente expuesto por José Hernández en El Gaucho Martín Fierro (1872) que cito textual: “La ley se hace para todos. Mas sólo al pobre le rige. La ley es tela de araña. En mi inorancia lo esplico: no le tema al hombre rico, nunca la tema al que mande, pues la ruempe el bicho grande y sólo enrieda a los chicos”.

Ni que hablar de los golpes de Estado y los “tiempos” de la dictadura militar, recuerdos que nos generan repugnancia de los años oscuros que nos tocaron vivir donde las instituciones volaron por los aires al infierno mismo.

Con la restauración de la democracia se recuperó la esencialidad de nuestra nación, pero los actos de corrupción y la manipulación de las normas se siguieron sucediendo gobierno tras gobierno, hasta llegar a nuestros días.

Y eso estuvo, está y estará mal. Cómo podemos hablar de impuestos de solidaridad, cuando los que imponen las gabelas no son capaces ni siquiera de tener el gesto patriótico de reducir sus dietas para acompañar esa solidaridad que no es más que un acto de marketing pueril.

El contrato social, como teoría política, explica, entre otras cosas, el origen y el propósito del Estado y de los derechos humanos. La esencia de la teoría (cuya formulación más conocida es la propuesta por Jean-Jacques Rousseau) es la siguiente: para vivir en sociedad, los seres humanos acuerdan un contrato social implícito que les otorga ciertos derechos a cambio de abandonar la libertad de la que dispondría en estado de naturaleza. Siendo así, los derechos y los deberes de los individuos constituyen las cláusulas del contrato social, en tanto que el Estado es la entidad creada para dictar las normas y hacerlas cumplir.

Cuando vivimos en sociedad, hay reglas que limitan el libre albedrío del ser humano. Es el límite aceptado para que la vida en sociedad pueda ser llevada adelante.

Habrá normas que nos gusten más y otras que nos gusten menos. Pero en una sociedad civilizada el cumplimiento de la ley no es algo optativo para los ciudadanos. Es obligatorio. Los ciudadanos de a pie cumplen la norma sin siquiera cuestionarse el “no” hacerlo. Esa es una gran diferencia entre el primer mundo y el tercer mundo.

Para exigir a nuestra clase dirigente que sean los primeros en ajustar sus conductas a las normas, al contrato social que es nuestra Constitución Nacional, como ciudadanos, estamos compelidos a cumplir las reglas emanadas por el Estado, nacional, provincial o municipal, más allá de que nos gusten o no.

La clase dirigente tiene la obligación de ser más moral que el resto de la sociedad, pero, en modo alguno ello importa que cada uno de los ciudadanos debamos acomodar individualmente nuestras conductas a las normas que las regulan, según éstas nos parezcan más o menos lógicas. Las reglas debemos cumplirlas para poder exigir al resto que las cumpla. No hacerlo es caer en la telaraña del Martín Fierro.

Uno de los problemas que suceden en los países como el nuestro, es que el Estado pretende ser regulador de una multiplicidad tal de conductas que terminan contradiciendo una ley con otras, incluso, se sancionan normas que rozan lo ridículo, como impuestos al viento u otros tantos ejemplos que serían imposibles de enumerar, a la par que vemos diputados besando los senos de su acompañante en plena sesión.

Eso nos enerva. Nos pone incómodos frente al cumplimiento de la ley. Pero no debemos ceder. La pandemia nos dejará tras su paso un sinfín de regulaciones que pueden resultar intolerables, porque vulneran derechos innatos de los ciudadanos, como el de circular, reunirse, viajar libremente, etc. ¿Porqué un asado de 10 personas es correcto, y no uno de 15?

Dónde está el criterio para establecer el límite justo de lo razonable con lo irrazonable, cuando en un restaurante se abre con un determinado aforo y entran 30 o más personas al mismo tiempo. La lógica no es una virtud de la política.

Como ciudadanos, más importante que cumplir la ley es ser consciente de nuestro deber, de lo contrario seríamos simples ignorantes.

Una de las explicaciones que tenemos por el poco apego a la ley es que nuestro sistema político, social y económico es altamente inestable, repleto de incertidumbres. Dependiendo del gobierno de turno vamos para un lado, y luego para el opuesto.

El voto de camiseta, con el que la mayoría de los argentinos solemos concurrir a las urnas nos ha puesto en esta situación. El escaso apego a la institucionalidad por sobre el partidismo hace que los ciudadanos de a pie tengan una baja consideración del rol de los políticos a la hora de decidir sobre nuestros “derechos”. Y esto, precisamente, es una de las varias explicaciones que tenemos como colectivo social de respetar poco y nada la ley.

No digo todos, pero sí la gran mayoría, hace del cumplimiento de la ley una opción. No una obligación. Y, eso, nos hace como proyecto de país peores, y por cierto más pobres. De allí la importancia de enseñar el cumplimiento de la ley desde el primer día en que un niño pone su pie en el aula, y eso debe mantenerse por el resto de su vida.

Si hay que usar barbijo, se usa y punto. Si los asados son para 10, no son para 11. Y si todo esto no nos gusta tendremos la opción de votar diferente la próxima vez que vayamos a las urnas, pero, si ese resultado no nos gusta, deberemos esperar otros cuatro años y volver a votar.

Lo que no se puede seguir discutiendo como sociedad es el acatamiento de la ley, como algo opcional o a gusto del consumidor.

La Justicia, con la Corte Suprema a la cabeza, en esto también tiene un rol preponderante, y una deuda muy grande con la sociedad: ganarse su respeto.

Cuando algo se repite una y otra vez se convierte en realidad, más allá de que lo sea o no, la sola repetición de una idea o un concepto lo vuelve como algo socialmente aceptado por el común de la gente.

Ya no alcanza con decir la verdad, hay que destruir la mentira, situación propia de una sociedad situada por sus propias “inconductas”.

Nuestras leyes están erosionadas por la falta “cultural” de respeto que tenemos la generalidad de los ciudadanos. Antes si un maestro sancionaba a un alumno, cuando este llegaba a su casa no se discutía la sanción. Hoy, vemos episodios de padres que van corriendo a la escuela para increpar, o incluso agredir al maestro por sancionar a su hijo. Es claro que hay maestros y maestros. Pero el ejemplo por el respeto a la autoridad debe primar.

El gol con la mano que festejamos todos es un claro síntoma de nuestra sociedad. La viveza criolla transgresora es culturalmente aceptada.

Todo esto se da de traste cuando vemos que ex funcionarios tiran bolsos con millones de dólares y armas pesadas por sobre las paredes de un convento (un solo ejemplo entre muchos para elegir). No obstante debemos recordar que ese ex funcionario terminó tras las rejas. Otros “zafaron”.

Pero no puede ser la excusa para que los ciudadanos comunes no cumplamos con nuestra parte. Porque hacerlo es lo que nos da derecho a la crítica feroz cuando vemos ciertos desmadres que resultan intolerables.

La próxima vez que mandemos un mensaje desde el celular mientras manejamos, al menos pensémoslo dos veces. Cumplir la ley no debe ser una opción.

* El autor es abogado argentino, especialista en Derecho Corporativo. Es autor de numerosos libros y publicaciones.

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