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En este Día de la Tierra, en medio de la pandemia, hagamos el ejercicio de repensar nuestras prácticas que tanto daño le están haciendo al planeta.

Este presente abre una oportunidad para pensar en el día después, cuando se termine esta cuarentena, y la realidad nos obligue a considerar si vamos a sostener las mismas prácticas y actitudes cotidianas. ¿Los hidrocarburos, los agroquímicos, la mega minería y la deforestación o las energías limpias, la agroecología, el cuidado del agua y la protección de nuestros bosques nativos?

Una economía que establezca una relación armónica con los bienes naturales es una oportunidad de creación de nuevos empleos. Sera una discusión que dar cuando la pandemia acabe.

La ciencia ha determinado que una gran parte de las enfermedades nuevas o emergentes que afectan a los humanos están originadas en la vida silvestre. La alteración de los ecosistemas favorece que los virus que allí están contenidos puedan pasar a los humanos una vez que se les quita o reduce el hábitat, por ejemplo, cuando se deforesta el Amazonas o se desmontan bosques nativos, se multiplica la malaria en Brasil y el dengue en nuestro país.

El vínculo entre vida silvestre y nuevas enfermedades que afectan a los humanos no es ninguna novedad. Lo que sí debe alertarnos es que en las últimas décadas la aparición de este tipo de fenómenos se ha multiplicado por cuatro, como establecen la ONU y la OMS.

El avance de la frontera agropecuaria y su traducción en pérdida de bosques, el desarrollo de grandes urbes, el crecimiento poblacional, la intromisión de especies exóticas y el debilitamiento dramático de los ecosistemas que albergan la vida silvestre conforman un combo que explica, en buena medida, este presente distópico de la pandemia global que estamos viviendo.

Por eso, es impostergable ingresar en una transición socioecológica desde la cual repensar la producción y el consumo de bienes. Si continuamos en este tren de vida -que el papa Francisco define como “la cultura del descarte” que aumenta la insatisfacción y las asimetrías sociales-, vamos a utilizar más energía, producir mayor cantidad de gases de efecto invernadero, la temperatura del planeta seguirá aumentando, habrá más eventos climáticos y mayor degradación ambiental.

Por eso, el desafío que nos ocupa a quienes gestionamos políticas públicas ambientales gira en torno al desarrollo sostenible, es decir, a un modelo que organice la transición hacia una matriz respetuosa del ambiente, con expectativas razonables de crecimiento, donde contemplemos las necesidades de las generaciones del presente sin comprometer a las generaciones futuras.

Finalmente, creo que, en medio de la emergencia, se han producido dos hechos que deben enorgullecernos: la reivindicación del rol del Estado y la solidaridad social.

Es el Estado el que nos cuida, el que construye hospitales de campaña, atiende a los afectados, trae de vuelta a los argentinos que quedaron varados, distribuye equipamiento médico, controla precios y abastecimiento, y garantiza el sostenimiento económico de todos los afectados, entre un sin fin de tareas que asume.

Es necesario este Estado con capacidad de dinamizar la economía, pero no al precio de degradar el ambiente. Este es un tiempo para repensar estas cuestiones, para no volver a equivocarnos. Tenemos el enorme desafío de construir bases renovadas de un Estado promotor de unidades productivas, que favorezca la distribución del ingreso con valores que permitan recuperar la economía sobre una base humanista, fraternal e integradora.

Necesitamos seguir en esta sintonía de solidaridad mayúscula, y trabajar para que, cuando regresemos a la nueva normalidad, volvamos mejores.