
Nadie, sin ingenuidad, puede sorprenderse por el efecto descontaminante de las cuarentenas derivadas del coronavirus. Los cielos celestes de Beijing, en donde sus habitantes portaban mucho antes de la pandemia barbijos para defenderse del aire arrasado por las partículas originadas en las miles de plantas de generación de energía a carbón. Los valores decrecientes de CO2 o nitrógeno emitidos a la atmósfera. Los ríos que circulan límpidos. Son todas postales que justifican la sorpresa periodística pero ratifican lo que ya sabemos: la contaminación y el subsecuente cambio climático son, como ya sostuvo con un 99 por ciento de certeza el Panel de Científicos sobre calentamiento global, resultado del modelo de producción industrial de la sociedad planetaria. O, mejor dicho, de un modo determinado de producción y consumo impuesto principalmente por los países centrales.
Se escucha en estos días aquella remanida idea de las crisis son oportunidad. Pero no se dice tanto que las oportunidades no son obligatoriamente asumidas. Puede ocurrir lo opuesto. Y ser desperdiciadas.
La crisis financiera del 2008 fue leída en una clave similar.
Joan Martínez Allier, creador del concepto de economía ecológica, escribía hace una década: “El transporte aéreo, la construcción de viviendas, las ventas de automóviles están bajando en muchos países europeos y en Estados Unidos en la segunda mitad del 2008. Los automovilistas estadounidenses compraron 9 por ciento menos gasolina en las primeras semanas de octubre del 2008 que en el mismo período del 2007. ¡Bienvenida sea la crisis económica!”.
Pero en el párrafo posterior advertía: “Ahora es el momento de que los países ricos, en vez de soñar con recuperar el crecimiento económico habitual, entren en una transición socio-ecológica hacia menores niveles de uso de materiales y energía”.
No ocurrió.
Aún contabilizando la caída neta en los tiempos inmediatamente posteriores a aquella crisis, las emisiones de contaminantes a la atmósfera crecieron en la últimas dos décadas a un promedio del 3 por ciento anual y ninguno de los instrumentos de mercado ideados (comercio de emisiones de carbono, por ejemplo) surtió el efecto de modificar la matriz mediante la cual en el mundo se produce energía y alimentos. Más aún: en los instantes inmediatamente anteriores al coronavirus la percepción académica generalizada señalaba que de no detenerse la marcha prevaleciente de la economía mundial el marasmo ambiental ya estaba entre nosotros.
La cuarentena mundial impuso, involuntariamente, ese freno. Pero al mismo tiempo disparó la controversia entre aquellos líderes que privilegiaron la salud de sus habitantes y aquellos que instan a que todo siga igual para no paralizar la economía. De más está decir que quienes están en este último bando son, no casualmente, los que descreen del cambio climático. A producir contaminando, que igual se acaba el mundo, sostienen obscenamente.
Aunque, excepto el Papa, pocos lo prediquen como políticas de Estado, el dilema de la crisis ambiental disparada en los últimos treinta años tiene grandes similitudes con la catástrofe de la pandemia. En la pérdida de biodiversidad, en la matriz insustentable de producción de alimentos y energía, en la contaminación ostensible está en juego la misma opción de hierro que con el coronavirus: la salud de la población mundial versus la economía capitalista que recubre casi homogéneamente el planeta. Y a juzgar por los resultados hasta ahora, en ese dilema, prevalecieron los que protegen el statu quo “justificado” en el crecimiento económico (de un mundo cada vez más contaminado y desigual, cabría agregar).
El parate impuesto por el coronavirus revela la capacidad –aunque cada vez más limitada- de “recuperación ecológica” del planeta. Pero si bien parece ideal, claramente no es un escenario real, puesto que el panorama de un mundo verde pero sin actividad económica es ficcional, por no decir naif.
Allí se abre entonces la ventana de la oportunidad. Es esperable que, como ocurrió tras la “crisis/oportunidad” del 2008, muchos alienten la idea de recuperar lo perdido: la necesidad de volver a hacer crecer las economías justificará –injustificadamente- la postura de producir a como dé lugar aunque el costo sea la contaminación que volverá a oscurecer los cielos de Beijing, a ennegrecer los ríos, a multiplicar las emisiones de CO2 y a reproducir los monocultivos.
Frente a esa posibilidad no deseada deberán aparecer los líderes.
Aparecerán, no obstante, los discursos vacuos de quienes apelen a la “humanidad” para no reproducir una lógica de producción atentatoria contra la naturaleza. Pero como decía Carl Schmitt, “quien dice humanidad busca engañar”, dada la abstracción de ese concepto. O, como decía Harald Welzer, el “nosotros” como sinónimo de humanidad no es un actor político o social sino una abstracción que deja en manos de los poderosos la chance de mantener las cosas como estaban. Poderosos que además reniegan del hecho que la propia pandemia es pertinentemente evaluada como una consecuencia del deterioro ambiental masivo y global.
Confirmada una vez más por esta nueva crisis la noción de que no es la economía en sí sino la insustentabilidad del modelo económico vigente lo que aplasta la posibilidad de un planeta ecológicamente más sano, será la imposición de nuevos valores lo que favorecerá la opción de recuperar la economía sobre nuevas bases.
“El tiempo de los codiciosos ha llegado a su fin”, sostuvo el presidente Alberto Fernández en su alocución virtual ante el G20. Si algo enseña el coronavirus, agregó, es que “las decisiones no pueden quedar libradas a la lógica del mercado, ni preservadas a la riqueza de individuos o naciones” y que junto con la pandemia se debe “acabar con el vicio de la exclusión social, la depredación ambiental y la codicia de la especulación”.
Esa es la oportunidad que tienen por delante las sociedades. Pero por sobre todo, sus líderes.
El autor es secretario de Control y Monitoreo Ambiental de la Nación
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