El unicornio

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(Shutterstock.com)
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“Todas los animales obedecieron a Noé cuando los admitió en el arca. Todos menos el unicornio, que confiado en sus propias habilidades, dijo: «Yo nadaré».”

Invencibles. Invulnerables. La soberbia de creer poderlo todo, por la fantasía de creer tenerlo todo. Este hermoso cuento popular del folklore ucraniano, nos habla del unicornio todopoderoso que llevamos a veces dentro. Nos autoconvencemos en discursos que sólo escucha nuestro ego, acerca de nuestras potencialidades, fortalezas, logros y la cuota de poder que decimos detentar. Sin embargo, las torres y atalayas que construye la arrogancia, como un castillo en honor al orgullo propio, se derrumban ante las primeras gotas de tormenta. Cuanto más alto se grita, más débil la argumentación. Cuanto más fuerte se golpea la mesa, menos creíble la fortaleza interior. Cuanto más altas las murallas del ego, más duro es el golpe cuando llega el diluvio.

El perfil de nuestra personalidad se forja en lo que definimos íntimamente acerca de lo que somos. Pero la fábula en la que podemos sumergir nuestra experiencia de vida, altera nuestro sentido de entendimiento y autopercepción. En definitiva, generamos una sensación del yo, que sólo hace que desconozcamos quiénes podríamos ser. Para saber quiénes somos allí dentro, debemos poder abrir nuestra mente y nuestro alma a la creatividad espiritual. Derribar los muros que nos separan de nuestro verdadero reflejo. Mirarnos al espejo de nuestros ojos, y definir si somos lo que creemos que tenemos, o si tenemos que creer más en en quiénes podemos ser.

El inglés Lewis Carroll, famoso por su obra Alicia en el País de las Maravillas, escribió en A través del espejo: “Alicia no pudo evitar que sus labios se curvaran en una sonrisa al comenzar: “¿Sabes que siempre pensé que los unicornios también eran monstruos fabulosos? ¡Nunca había visto uno antes!. «Bien, ahora que nos hemos visto», dijo el unicornio, «si crees en mí, creeré en ti»”.

Abrir el alma al misterio, el corazón a lo que aún desconocemos de nosotros, es la llave maestra a la fe. A la fe en uno mismo. Saber nuestras flaquezas, para redescubrir los verdaderos tesoros que nos hacen ricos. El unicornio interior, más que la soberbia de nuestra supuesta unicidad, es la fe en la belleza única que teníamos guardada.

El relato bíblico de esta semana nos trae un detallado listado de materiales que debían traer como ofrenda los israelitas recientemente liberados de Egipto, para construir su primer santuario en medio del desierto. En este Tabernáculo, una suerte de tienda portátil, residirían las Tablas de la Ley y sería así, el lugar de encuentro con lo divino.

Entre una serie de ofrendas, el mandato divino exigía oro, plata, bronce, maderas, telares, inciensos, junto a manos voluntariosas y creativas para la obra. Pero un elemento de la lista resulta inexplicable incluso a los traductores: pieles de cierto animal que en el texto original hebreo figura como "Tajash". Los traductores más osados van desde pieles de delfín, a pieles de foca. Nadie sabe con exactitud de qué animal se trata. El Talmud de Babilonia (Tratado de Shabat 28ª, Siglo IV), basado en una traducción temprana al arameo lo pinta al Tajash como un animal exótico lleno de colores que generaba alegría al verlo. La discusión entre los sabios continúa en la exégesis posterior hasta que en el Midrash Tanjuma (colección de interpretaciones de la Biblia que data del siglo VIII), los rabíes llegan a la conclusión de que el Tajash era nada menos que un unicornio. Un unicornio de seis colores y de un tamaño de 15 metros de largo, del que utilizaron la piel para cubrir el total de la Tienda Sagrada, que apareció en ese momento por el desierto para nunca más volver a aparecer.

La creatividad imaginativa de los sabios de aquel entonces no se equipara con la belleza del mensaje que regalan. Sería subir apenas un peldaño de una fantástica escalera interpretativa si nos quedásemos apenas discutiendo la veracidad histórica del relato. Es necesario creer, para comprender más alto. Tal como escribe el autor americano Bruce Coville: “De donde hayan venido y donde hayan ido, los unicornios viven dentro del corazón del verdadero creyente. Lo que significa que mientras podamos soñar, habrá unicornios”.

¿Qué nos quieren decir con esta historia? ¿Un unicornio con piel de arcoíris que aparece en el momento exacto? ¿Si los israelitas eran quienes debían dedicar las ofrendas, cómo puede ser considerado este “auto-regalo” divino una ofrenda?

Es en lo profundo de lo desconocido, donde reside nuestro mayor tesoro. A veces dejamos a un costado, en las abismos de nuestro alma, la más profunda de nuestras riquezas. No somos lo que tenemos, sino lo que sabemos ofrendar. Y la ofrenda más cautivante y creativa, esa que es única como el unicornio, la que nos genera sensación de sabernos completos al realizarla, la que nos regala un arcoíris de emociones, solemos dejarla escondida en algún rincón del ser.

¿Damos lo que nos sobra, o aquello que nos es único? ¿Ofrendamos lo que ya no usaremos, o lo que es tan especial que haría único también a aquél que lo reciba?

Podemos estar hablando de una remera, un par de zapatillas, un juego de platos, o algunos juguetes viejos. Solemos donar lo que nunca volveríamos a usar, en vez de entregar algo nuevo, especialmente nuevo para que quien lo reciba se sienta también único. Pero también lo hacemos con otros tesoros. Con nuestro tiempo, con nuestra atención, o nuestra predisposición a estar allí presentes. Damos a aquellos que son en verdad únicos el tiempo que nos sobra, mientras malgastamos el tiempo relevante en lo que no trasciende.

La construcción de un lugar sagrado necesita de nuestros unicornios. No el que nos hace creer únicos e invencibles. Sino el que mágicamente aparece desde lo profundo de nuestro ser para ser uno y único para el otro. El que pinta de una paleta de colores al universo y hace de nuestra alma una ofrenda sincera. El que nos hace estar totalmente presentes entregando nuestros tiempos sagrados en el instante exacto y llena de emociones de alegría nuestros actos. El unicornio interior que hace que nuestro hijo, nuestro amigo, nuestro prójimo, nuestro amor, se sienta único, invencible, total. Ese que hace trascender en el recuerdo eterno, esos momentos que se hacen y nos hacen únicos. Esa ofrenda que construye espacios sagrados, arcas esenciales que se hacen refugio en el diluvio, a lo largo de cualquier desierto.

Amigos queridos. Amigos todos.

Tal como dice la escritora americana Meg Cabot: “La vida no es fácil para los unicornios, sabes. Somos una raza en extinción”.

Definitivamente, no somos lo que tenemos sino lo que hacemos con lo que tenemos. Es desde allí que podemos definir qué es lo más valioso que en verdad poseemos. Comprender que al dar esa riqueza guardada que espera transformarse en ofrenda, sólo nos hacemos más grandes, más ricos, más completos. Porque transformamos al mundo al ver en el que necesita y espera, el espejo que nos muestra quiénes en realidad somos. Porque sacamos al desierto nuestro mágico unicornio de colores, al ver en nuestros amores el más sagrado de los santuarios.

En palabras de la Best Seller Karen Salmansohn: “Haz de tu historia de vida algo tan maravilloso que a los unicornios les cueste creerlo”.

El autor es rabino de la Comunidad Amijai y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.