“Si Macri decía lo que pensaba, no ganaba las elecciones”

Claudio Iglesias

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Según los sondeos de opinión más creíbles del mercado, el Gobierno empieza a pagar con el retraimiento de su imagen de gestión las medidas que ha tomado de un tiempo a esta parte, como, por ejemplo, el cambio en la fórmula de cálculo de los ajustes previsionales, la nueva revisión de tarifas de los servicios y, más recientemente, las dificultades para hacer frente a las presiones contra las reservas que desembocaron en un acuerdo, por ahora de carácter precautorio, con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Llamativamente, esos mismos sondeos de opinión dicen que nadie en la oposición lograría beneficiarse de la eventual erosión del Gobierno. Todo esto tiene lugar, además, a solo meses de que el Gobierno confirmara su predominio político en las elecciones de renovación legislativa de fines de 2017.

Sobre ese trasfondo, se escucha en las conversaciones cotidianas un repiqueteo del estilo: “Si Mauricio Macri hubiera dicho lo que pensaba hacer una vez en el gobierno, no hubiera ganado aquella elección a Daniel Scioli en el 2015”.

Todo ello evoca a otra historia parecida. El argumento fue en ese caso público y conocido. Un ex presidente, Carlos Menem, comentó, ya como presidente electo: “Si [yo] decía lo que iba a hacer (privatizaciones, indultos, envío de naves al Golfo Pérsico, etcétera), no me hubieran votado”. Como es habitual, la versión peronista de la anécdota es siempre más extrema, más truculenta, o todo ello a la vez, que las otras versiones que conocemos; en ella es el propio líder quien descubre ante el público, en un alarde de exhibicionismo algo obsceno, el truco. Quiero hacer una aclaración: Menem no hacía otra cosa que vanagloriarse de su pragmatismo, más que mentirnos. Sencillamente, la amplia mayoría de los caciques peronistas no sabía qué hacer en aquellos años con la hiperinflación. La solución a esa carencia de creatividad tuvo un nombre: Domingo Cavallo.

Quiero llevar ese razonamiento hasta el final. “Si el actual presidente hubiera dicho lo que pensaba hacer, nadie lo hubiera votado”. Okay, puede ser, pero eso supone que los demás dirigentes sí decían lo que pensaban hacer y, entonces, Mauricio Macri habría explotado una ventaja ilegítima al no hablar con claridad sobre sus ideas. Sin embargo, no me parece que sea el caso. Daniel Scioli prometía “un dólar debajo de 10 pesos para enero” (si resultaba electo presidente), cuando su propio gobierno desautorizaba esa promesa con operaciones en el mercado de futuros. Sergio Massa, por su parte, con el objetivo de congraciarse con los votantes más antikirchneristas para acceder al ballotage, prometía “borrarles todos los ñoquis a La Cámpora”. No tuvimos que esperar mucho tiempo para verlo enhebrando alianzas con ese grupo político en el Congreso para obstaculizar al Gobierno de Mauricio Macri, algo que por estas horas se ha transformado en una verdadera obsesión para el ex intendente de Tigre.

Quiero decir algo desde el principio: no creo que Sergio Massa, Mauricio Macri o Daniel Scioli —ni siquiera la tan correcta Margarita Stolbizer— hayan dicho en la campaña de 2015 algo diferente de esas generalidades vacías propias de las campañas electorales, esa industria de encuestas y focus groups. Sencillamente, nadie sabía a ciencia cierta la magnitud del descalabro que iba a heredar.

A favor de ellos debe decirse también que, a pesar de los desarreglos de los gobiernos de Cristina Kirchner, no parecía que los argentinos demandaran un liderazgo moral contra el imperio de corrupción que dominaba en la Argentina. Más bien era algo poco valorado por amplísimos segmentos de un electorado que parecía convivir confortablemente con el ocultamiento de la inflación y la pobreza, las muertes durante las inundaciones en La Plata o la impunidad generalizada frente a las innumerables denuncias de corrupción. Si algo no pedían los electores, o al menos una mayoría vigorosa de ellos, era la verdad profundad de las cosas o “sangre, sudor y lágrimas”. Es lógico entonces que nadie, salvo Nicolás del Caño, estuviera excesivamente dispuesto a explayarse sobre el tipo de ideas que eventualmente tuviera en mente para el país. Con los resultados que todos conocemos a la vista. Para Nicolás del Caño, obviamente.

¿Qué ocurría con la herencia que Cristina Kirchner le dejaba a Mauricio Macri (para el caso, la misma que hubieran recibido Sergio Massa, Daniel Scioli o incluso la señora Stolbizer) sobre la que la amplia mayoría de la clase dirigente habló superficialmente en octubre de 2015 y, en gran medida, lo sigue haciendo hoy en 2018? Que la Argentina es un país endiabladamente inviable desde hace muchos años; que dispone de un sector público que, siendo demasiado grande a comienzos del siglo XXI, es ahora sencillamente imposible de ser financiado por el resto de la sociedad; que su sistema legal está ocupado por una casta que funciona como ente regulador de la impunidad (a la que llamamos “Justicia federal”); que el sistema educativo está colapsado y la única idea que tenemos al respecto es que los docentes ganan poco (lo cual es casi siempre cierto, pero generalizable a decenas de profesiones que no han elegido dinamitar su prestigio mediante paros y el ajuste por calidad del producto de su actividad); que, salvo algunos commodities, Argentina tiene muy pocas cosas que al mundo le resulten atractivas o económicamente convenientes (es decir, más baratas o de mejor calidad) y que, con una clase política que está todo el tiempo pensando en inventar impuestos para, al decir de Groucho, “aplicar remedios falsos a diagnósticos equivocados sobre problemas que no tenemos”, sería algo parecido a un milagro que el mundo nos elija como destino de las inversiones reales a largo plazo, es decir, que no sean meramente inversiones “de cartera”, de esas a las que el lenguaje algo brutal de la política llama “la timba financiera”.

El problema es más extremo aun porque, frente a esa multiplicación de problemas, el segmento más extenso de la clase política —líderes provinciales, peronistas disidentes aparentemente orientados al pluralismo y la moderación, kirchneristas reformados, radicales socialistas y un largo etcétera— habla como si la Argentina fuera un país donde todavía queda algo por ser distribuido, cuando, en verdad, el gran desafío de nuestra sociedad consiste en si, después de tan largas y extenuantes experiencias con el populismo, todavía nos queda alguna esperanza de edificar un futuro basado en el apego a la ley, el trabajo honesto y la modernización ineludible de la más bien arcaica estructura productiva del país, que, salvo excepciones, ha sido mantenida intensivamente protegida durante décadas de cualquier clase de competencia internacional.

Entonces, vuelvo al punto de arranque: ¿Es realmente importante de qué cosas hablaban los políticos en las elecciones de 2015? ¿Es un tema para una genuina discusión política o más bien es apenas un recurso de los derrotados, es decir, de quienes no tuvieron que confrontar el PowerPoint que preparaban sus expertos en campañas con sus focus groups con las duras pruebas de gobernar?

En mi opinión, más delicado que el hecho de que los candidatos hayan tenido una aproximación más bien superficial a la crisis que dejaban los años de los Kirchner (que es lo que hicieron, tiendo a creer, más que mentirnos) es que, a esta altura del partido y cuando el Gobierno se  ha decidido finalmente a mostrar sus cartas y señalar la urgencia de ciertas reformas, quienes se postulan como opción elijan mentir deliberadamente en torno a la viabilidad de las diferentes opciones con que buscan congraciarse con un electorado naturalmente disgustado (“retrotraer las tarifas”, por ejemplo), a sabiendas de que son impracticables y que, en cualquier caso, serán otros quienes deban administrar la medicina “pagando el precio que les corresponde por ser gobierno”.

Cuando los especialistas en opinión pública descubren que la erosión de la imagen del Gobierno no es capitalizada por ningún opositor, constatan, al mismo tiempo, algo mucho más grave sobre la salud del sistema político: que la crisis deteriora básicamente al Gobierno, por cierto, pero que las mentiras deliberadas que eligen sus adversarios son lo más parecido a darse un tiro en el pie, empujando a la sociedad a un creciente nihilismo sobre la actividad política. Que, como sabemos, es el “huevo de la serpiente” de las peores cosas conocidas.

Todos los dirigentes, en el gobierno y en la oposición, se mueven con la vista puesta en las elecciones del 2019. Ello es tan legítimo como problemático: por un lado, es natural que el gobierno aspire a sucederse, como lo es que la oposición buque impedirlo generando una candidatura capaz de entusiasmar a los argentinos. El problema, en mi opinión, es que esa lucha por el predominio político, luego de los cuatro años de gobierno de Mauricio Macri, no debería tener lugar al costo de una nueva frustración de los argentinos: la política debe probar que es una actividad de mejor sustancia de la que está mostrando ser. El Gobierno, haciendo su parte de organizar una transición eficaz fuera del populismo; la oposición, asumiendo que ha participado de ese legado que hoy detiene a la Argentina y colaborando, a la distancia prudente que lo hace cualquier oposición, en la reconstrucción honesta de la sociedad argentina.

El autor es consultor político y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.